Una jirafa verde de no más de tres centímetros de alto se pasea a tus espaldas, repentinamente se detiene, voltea hacia ti y te mira con curiosidad. La jirafa liliputiense invocada se nos hace presente. Y aunque se trate de un mamífero artiodáctilo imaginario, incorpóreo en el sentido materialista de la física, qué duda cabe de que ahí está el principio de la poesía, de la literatura, de las artes y también de la política. ¿De la política? ¿Cómo así? La palabra "política" remite en la antigüedad a la polis, la comunidad griega, la ciudad. ¿Dónde comienza y termina la comunidad política? ¿Dónde están sus fronteras? Decimos: "en esta orilla del río comienza mi país y en la otra ribera está el país vecino". Decimos: "el Sol de Venezuela nace en el Esequibo". Mas, en la naturaleza del río nada dice "país tal" y "país cual", pues las fronteras entre uno y otro son líneas imaginarias, simbólicas. Pero no por ello, por ser simbólicas, dejan de ser reales. Dan lugar a jurisdicciones estatales y con ellas a derechos sobre un territorio y sobre la regulación de la acción de las personas que lo habitan; dan lugar incluso a guerras que se llevan la vida de miles de personas. Son tan reales como una bandera. ¿Bandera? En términos de la física un pedazo de determinado material que llamamos tela teñida con determinados pigmentos. En términos humanos emblema de mi comunidad o de la tuya, un pedazo de tela que nos representa, por la que muchos darían su vida. Igual pasa con el Estado en general, nunca es como una pera, no resulta comestible ni arrojadizo, es un conjunto de relaciones sociales cristalizadas en instituciones que ordenan y regulan nuestra acción social; igual pasa con la Universidad, o con el libre mercado, o con la democracia, o con la moral y las buenas costumbres, o con… El lenguaje es la casa del ser, dice Martin Heidegger en el párrafo inicial de su Carta sobre el humanismo. La cultura habita en el lenguaje, agregamos, aunque eso de "la cultura" no resulte del agrado del filósofo de la Selva Negra. A ningún otro ser le es dado el lenguaje en el sentido de que la palabra hace presente lo ausente y da origen a nuevas realidades, desde la mínima jirafa hasta el Estado.
"El giro lingüístico" resultaría título apropiado para el tomo de una historia de la filosofía referido al siglo XX. A Richard Rorty debemos ese título. Y es que en los últimos cien años casi todo gira alrededor del lenguaje. No queremos con ello obviar que desde muy antiguo el tema lingüístico ha estado presente en la filosofía. El Cratilo de Platón ya testimonia dos tesis centrales sobre el origen de esta materia: la realista onomatopéyica y la convencionalista. Mas, vivimos desde hace décadas en una sociedad de la comunicación, de la información y del conocimiento. En esta aldea global (McLuhan) nada de extraño tiene que el pensamiento haya girado en torno al lenguaje con mayor fuerza.
Nuestro mundo descansa en un entramado simbólico. Variará de una cultura histórica a otra como varían los ecosistemas del dromedario y del oso polar. Con cada mundo se introduce una historia cultural, propiamente humana, que va más allá de la historia natural de nuestra especie sapiens. De esta manera, cabe decir que tenemos dos historias: una natural, heredada genéticamente de nuestros antepasados; otra, que surgiendo de nuestra menesterosidad biológica debemos aprender. A esta la heredamos pero por aprendizaje mientras que con aquella nos encontramos. Si vemos a nuestro alrededor todo nuestro mundo tiene una dimensión simbólica fundamental, imprescindible para que sea mundo. Hasta la pera tiene connotaciones simbólicas. La tarántula más grande del planeta, la Goliath, habita la amazonía. Para los yanomami, comunidad indígena de esa tierra, es una divinidad en las diversas acepciones del castellano, pues, dicen que además de comestible y muy rica es una divinidad religiosa. Comentan que al comerla su deidad entra al cuerpo. Si soltamos la misma Goliath en una calle de La Coruña, Madrid, Caracas o Buenos Aires despertará pánico en no pocos. Para ellos representa peligro, veneno, parece fea y de divina nada tiene. ¿Cuál es la verdadera Goliath? Nuestra realidad tiene una dimensión material y otra que acompaña a esta materialidad y resulta tan importante como la misma: la dimensión simbólica posible sólo por el lenguaje.
La palabra devela y oculta, descubre y encubre. Digo "jirafa", y desvío la atención de mi interlocutor a ella. La palabra llama, hace presente lo ausente y ausenta lo no llamado. Dice Leopoldo Zea, y con buenas razones, que el descubrimiento de América por parte de Europa fue a la vez el ocultamiento de las culturas originarias, amerindias. Una ontología del lenguaje revela tanto esta dualidad de develamiento y ocultamiento como el carácter constitutivo del mundo de lo lingüístico. En efecto, el sentido posibilitado por el lenguaje se proyecta en la suma de entes que significa, siendo el mundo, entendido por Heidegger desde la tradición fenomenológica, esa totalidad de entes alrededor del humano que somos. El filósofo insiste en que el lenguaje no ha de entenderse en la visión reduccionista de lo instrumental, que trata a la palabra como un medio de comunicación, un instrumento que transmite emociones e informaciones, como, por ejemplo, consideraba Darwin. A una concepción tal habría que preguntarle, ¿quién hace uso de ese instrumento que es el lenguaje? Y la respuesta obvia sería: el ser humano. Mas, ¿cómo resulta posible ese humano en su humanidad si no es por el lenguaje?
Nuestro pensamiento y sentimiento sin el lenguaje serían mucho más limitados de lo que ya son con el lenguaje. No hay pensamiento que se desarrolle sin conceptos. La intuición resulta insuficiente. No hay emoción o sentir que logre expresarse como sentimiento sin el lenguaje, caso que bien muestra los problemas de traducibilidad de la poesía lírica entre lenguas diferentes. No habría comunidad ni sociedad sin la condición simbólica que da el lenguaje y que posibilita la existencia de instituciones. Y sin comunidad no hay humano. Ernst Cassirer nos definió como "animal simbólico", definición superior a la aristotélica de "animal racional", pues, ¿pueden establecerse y desarrollarse racionalidades sin lenguaje? Lo simbólico posibilita las racionalidades, como el mundo mismo.
Llegamos a un mundo constituido lingüísticamente que nos ha precedido y que configura nuestra ser por medio de los diversos procesos sociales de subjetivación. Cualquier ilusión de un sujeto autónomo y soberano, no sólo se ha desplomado por las consideraciones de los filósofos de la sospecha Marx, Nietzsche o Freud, sino también por el giro lingüístico de la filosofía del último siglo, de la cual Cassirer, Wittgenstein y Heidegger fueron precursores. Todo "Pienso, luego soy", principio cartesiano y soberano de la modernidad inicial, supone el lenguaje, y no sólo en razón de que para expresar tal frase hace falta la palabra, sino en la dirección de que para pensarla también resulta imprescindible. Así, el mundo constituido lingüísticamente precede y configura a nuestro yo. Algo que faltó en la no tan solitaria meditación de Descartes.
El sujeto mismo al que nos referimos aludiendo a mujer, hombre o sexodiverso, el yo que somos, ha de entenderse en gran medida como constituido desde discursos, textos direccionados con un sentido determinado. Es el yo en cuanto que identidad de la autoconciencia un texto de textos, un entrelazado de discursos inacabados, no siempre coherentes, a veces contradictorios. Soy lo que he llegado a ser a partir de una continua relación con otros yoes, complejos intertextuales cada uno. Hemos de entender el yo y el sujeto como un resultado de un complejo entramado, un punto tensado entre muchos hilos, antes que como una voluntad productora autoconsciente.
¿Quién eres tú? La respuesta propia del principio de identidad de la lógica formal a esta pregunta resulta insuficiente: tú eres igual a ti mismo como "A" = "A". Esta identidad intuitiva no nos satisface. Para decirme quién eres necesitas contarte, narrarte, presentarte. Relatarás tu identidad relacionando hechos, acontecimientos y conceptos. Dirás yo nací en tal sitio, soy hijo de tales padres, estudié esto o aquello, trabajo en tal cosa y antes lo hice en otra, me gustan los animales, o quizás no. Para decirlo con Ricoeur, la identidad personal no es "idem" (lógica formal) sino "ipso" (narrada). Y cuando haya malestar psicológico requeriré narrarme ante el terapeuta y reconstruir mi relato de ser posible. Esto dicho para la identidad personal se extiende a las identidades colectivas como pueblo, ciudad, nación, banda y pare usted de contar.
Dicho lo dicho cabe preguntarse por la validez del adagio de que una imagen vale más que mil palabras, pues para que valga ha de contarse dicho valor, interpretarse en el marco de un contexto. No obstante, más allá de ello, cabe invertir esta pretendida máxima y decir "mil palabras valen más que una imagen", pues las combinaciones de mil palabras dan lugar a millones de imágenes. No hay imagen que no pase por la palabra. La imagen es ya palabra. Quede claro la concepción ostensiva de lenguaje que aquí se sustenta. Nuestra cultura occidental ocularcéntrica resulta, muy en el fondo, y como cualquier otra cultura lingüisticocéntrica.
Kant afirmó adecuadamente que la metafísica gira sobre tres temas: la creación, el cosmos y el alma. Llegamos al punto en que nuestro mundo (cosmos) y nuestro yo (alma), así como todo pensar y hasta la vida humana misma, están constituidos por el lenguaje. No se entienda mal. No estamos comprometidos con una visión panlingüística. El lenguaje se queda corto para todo lo que quisiéramos decir, es más, a veces la palabra disponible limita, se presta a confusión. Pero el lenguaje, al igual que toda estructura, habilita a la par que limita. De nuevo, qué mejor ejemplo que la poesía, la literatura, las artes. Un mundo humano ha surgido desde, por y con los lenguajes. De esta manera, al decir que el lenguaje constituye nuestra realidad queremos afirmar el mundo que emerge a partir del mismo al igual que afirmar que aquello que denominamos realidad además de tener una dimensión física tiene para nosotros una dimensión simbólica, tal como ya apreciamos con el caso de nuestra amiga la tarántula Goliath. La ciencia, nuestra forma de conocer la realidad, también ilustra lo dicho. Ya hace más de medio siglo que se zanjó la discusión del papel que juegan los datos y la teoría en la ciencia, y se zanjó a favor de la teoría, pues sin ella no hay datos. Estos siempre son una selección, un recorte del mundo a partir de los discursos conjeturales del quehacer científico. ¿Qué es el cosmos? ¿Cómo se originó? Sobre ello los datos informan algo pero siempre muy poco. Responder estas cuestiones pasa por elaborar conjeturas como el Big Bang o la que sea. Con relación al alma, al yo, ya hemos dicho que nuestra identidad personal contiene esencialmente una narrativa.
Igualmente Kant entendió la filosofía como la interminable aventura humana por responder las preguntas vitales, a saber: ¿qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? Para el filósofo de Königsberg todas apuntan a la cuestión central ¿quién soy yo? Preguntamos y respondemos mediante la palabra. Los lenguajes abren o cierran las respuestas, y al hacerlo abren o cierran las prácticas humanas con sus consecuencias sociales, económicas, políticas. Hoy hay cierta moda de criticar el lenguaje políticamente correcto, aquel cuya base descansa sobre las inclusiones étnicas, ideológicas, de identidades de género y muchas otras. Para esta moda el lenguaje inclusivo del que hablamos es también una moda, y una muy hipócrita. Y no le falta cierto grado de verdad a esta acusación pues no pocos emplean este habla sólo para "quedar bien". Empero, la hipocresía, si creemos en lo que nos dice una larga línea de pensamiento que atraviesa por Baltasar Gracián y llega hasta Erving Goffman, no carece de una razón de ser. De seguro resulta mejor que la guerra y el exterminio de los no tolerados. Por consiguiente, creo que cabe pensar preferible el lenguaje inclusivo al de los nazis o los de cualquier otra ortodoxia que se sienta dueña de la verdad y de la historia, cualquier otra ortodoxia dispuesta a implementar su propia inquisición.
El tema del poder del lenguaje no se agota. Se extiende por doquier y en las formas más diversas, es rizomático como la vida. La palabra llama, trae a la presencia lo ausente, como aquella mínima jirafa del comienzo. Pero también al llamar distrae, entretiene, llama la atención sobre algo y oculta, queriendo o sin querer, lo no llamado. Silencia, y ello es inevitable, pertenece a su naturaleza del llamar.
¿Qué devela y oculta, qué silencia de este mundo nuestra narración y tu narrar? ¿Podemos contarnos de otra manera? ¿Cuál sería la mejor forma de hacerlo? ¿Por qué? Preguntas para seguir pensando mientras se camina o se degusta un café, un té, una cerveza…