La ocumancia

(En la gráfica vemos a Neptalí Mora sosteniendo un ocumo de unos cuatro kilos, de los que se dan en las fértiles tierras de La Coromoto)

La OCUMANCIA es el arte venezolano de ocuparse del ocumo, ese tubérculo tan versátil en la alimentación del campo. Debe ser infaltable en un hervido o mondongo, posee excelentes propiedades nutritivas (hierro y fósforo), muy bueno para hacer los ñoquis, sus hojas sirven hasta para tratar las mordeduras de las serpientes. HABEMUS OCUMOM…

En cuanto a la CAMBURANCIA, se trata otra filosofía culinaria que ha estado cogiendo vuelo en estos tiempos de sanciones criminales de Estados Unidos y la Unión Europea y que tiene mucho que ver con la salvación de América Latina, tal cual lo predijo Humboldt cuando viajó a las regiones equinocciales de nuestro continente. HABEMUS PLATANUM…

22-4-23: Toda la mañana ha estado apagada, cayendo por horas algunas goticas. Pasa Alesio y me dice que las nubes están como las vacas horras, es decir, difíciles de ordeñar. Nosotros hemos aprovechado este benigno clima para desbrozar el área de la troja que incluye la huerta. María Eugenia, con enfebrecida determinación, se ha dedicado a dejar impecable la caminería de lajas, que va desde un lado de la casa hasta la troja. Yo no he conocido una persona más perfeccionista que mi esposa, y su manía es acondicionar, arreglar, decorar y revitalizar cada área de la casa, al punto que los lugareños llegan a admirarse de los grandes cambios que recibe con apenas dos días de haber llegado nosotros. Los cambios son extraordinarios, y la casita entonces reluce hermosa en cada una de sus partes, al punto de que las rosas se exaltan con sus botones, reanimando el jardín de espectaculares colores. Mi esposa no pierde la esperanza de ofrecer sus servicios como jardinera en Mérida, es un oficio que se paga más o menos bien. Por arreglar un jardín pequeño se paga entre 20 a 30 dólares y se hace hasta el mediodía. Ya ella ha ido haciéndose para tal fin con algunas herramientas básicas: guantes, una excelente tijera para el césped, una piqueta, una macheta, rastrillo y un serrucho para poda entre otros pequeños instrumentos y, aunque lo ideal sería tener una guadaña, el problema en este momento es que su costo oscila entre unos 180 a 250 dólares. Yo he pensado que, en estos tiempos de grandes dificultades económicas, no estaría mal el que los dos trabajáramos como jardineros, y entonces yo en ese caso, me convertiría en su ayudante, yendo de quinta en quinta con un buen costal, mi amplio sombrero de pajilla y mis botas de goma, por todas esas urbanizaciones que quedan por La Pedregosa Sur. Algo hemos aprendido de este maravilloso oficio.

Aquí estamos, pues, de nuevo, en medio de la mayor sencillez, con gente feliz con lo poco que tiene, trabajando la tierra, atendiendo a sus animales, escuchando a los niños jugar con sus palos que son sus caballos o becerros, con sus piedras que son ángeles o monstruos, corriendo tras los perros, conejos o pájaros, moviéndose a sus anchas, sin el peligro de los carros o de los locos desbocados en sus motos, o de enfermos sexuales, y sin la plaga de los celulares que los petrifica o los anula como zombies. Si alguna vez hemos palpado y conocido lo que es la felicidad más pura ha sido en esta aldea. Niños que van por las montañas, acompañando a sus padres, tíos o tías en los sagrados trabajos de cultivar la tierra o de atender los animales que les dan la leche o los huevos. Nada es comparable a esta armonía, a esta paz lírica, a esta sencillez plagada de juegos de infancia. Si existe algún sueño sublime, ese está aquí. Uno mismo que tanto lo pondera se encuentra tan maleado por otras costumbres, que acaba a la final resignándose, entregándose al hacinamiento de las urbes. Ahí está el caso, por ejemplo, de los que salen locamente a buscar la felicidad cruzando infiernos, llegando a territorios realmente horribles, plagados de mafias y capataces rapaces, y a eso lo llaman Sueño Americano o Europeo, "calidad de vida"; o se van en un crucero, que son sólo bamboleantes ciudades, enclaustradas con aturdimientos lúdicos. O cogen, insisto, por las selvas del Darién para llegar a Nueva York y tomarse unos selfies en la Gran Manzana y decir que son libres, y que han coronado el objetivo de sus vidas. Embobados, pues, con lo que les metieron por los ojos desde niños: los muñecos siderales de los gringos, los de Disney, o los del Oeste (cowboys), con los estrellados culebrones que manipula Hollywood. Y por buscar esas "calidades de vida", muchos han muerto o enloquecido, o de pronto, se devuelven derrotados, descalabrados y secos, procurando rehacer sus sesos, empezando de cero, si es que acaso la vida les concede otra oportunidad. Sí, es cierto, algunos, quizá, traerán un puñadito de dólares a costa de haberse deslomado y haber perdido parte de la esencia de sus vidas, de sus valores y costumbres, pero con eso no van a reponer la esencia humana, sus sagradas raíces, que durante tanto tiempo dejaron atrás.

Decía Teresa de la Parra: "¿De qué sirve un amor por el que no se ha luchado?", y nosotros parodiando esa sentencia podemos sostener: ¿DE QUÉ SIRVE UN LUGAR POR EL QUE NO SE HA LUCHADO?, de qué sirve, siendo uno venezolano, emigrar a Nueva York, a Madrid, Lima o Santiago de Chile, a Miami o a París, lugares a los que uno no ha aportado ni un granito de arena en su organización o construcción de sus sociedades, de sus costumbres o de sus culturas, sintiéndose desencajado en ellos, totalmente fuera de lugar, de nuestros valores primigenios. ¿Cómo se puede ir a esos sitios para pedir un lugar en esta tierra, o para que se nos reconozca un poquito de dónde provenimos, y se nos respeten y consideren nuestros derechos y tradiciones más elementales? ¿Entonces qué podría hacer con nuestra historia, con todo lo que hicieron por nosotros nuestros antepasados, echarlo por la borda por ser otra cosa que nunca realmente llegaremos a ser y que no está en nosotros? No se puede ir a pedir patria donde no la tenemos, o donde nos la niegan (al menos esa gloriosa Patria Grande), o donde para nada nos reconocen nuestros derechos, insisto. En esos sitios nunca dejaremos de ser forasteros, seremos vistos como meros advenedizos, entrometidos, abusadores, delincuentes o despreciables criaturas.

Entre estos sublimes montes, he estado pensado en ese genio extraordinario llamado Humberto Fernández-Morán, a quien brutalmente adecos y copeyanos condenaron al más vil y criminal ostracismo.

Cómo nos estremecen esas noticias horribles que nos llegan de Colombia, Perú o Chile, cuando maltratan, humillan y escarnecen a nuestros compatriotas, cuando hemos sido nosotros harto generosos en recibir a sus refugiados, cuando han tenido que huir por las tragedias de sus espantosas tiranías.

La patria hay que construirla luchando cada cual, desde las veredas, desde las comunidades organizadas, pariéndola en batallas cruentas y diarias. Perennes.

LA OCUMANCIA: Para el almuerzo, me dedico a pelar tres hermosos ocumos que nos trajo ayer Neptalí. A mucha gente el ocumo le produce cierta piquiña o alergia en las manos cuando los lavan o trocean, a mí no me afecta en nada. El ocumo es excelente para acompañar cualquier comida, y resulta extraordinario para hacer unas arepas. Las arepas de ocumo son tiernas y esponjosas que además, combinadas con mantequilla le dan un sabor que se asemeja al de las cachapas.

Producto de las protestas de los maestros, en la escuelita, frente a nuestra casita, se está dando clases a media máquina: una semana sí y otra no.

Poco después del mediodía, voy a hacerle una visita a los Mora, y encuentro en el corredor conversando (quizá pasando el almuerzo), a Manuel Ovidio, Enrique y Carmelina. Allí me entretengo departiendo un rato con estos amigos. Me entero que uno de los detenidos en las acciones Anticorrupción se suicidó en la cárcel, un tal Azuaje. Hablamos sobre Casanare, ese sitio en el que Carmelina y su esposo Luis tienen una finquita y que se encuentra a unas cinco horas a pie desde Canaguá. Carmelina y Luis cada veinte días se echan esa caminata para ver un ganado y una siembra que tienen en ese lugar.

Se mantiene el día apagadón, que ni llueve ni sale el sol. Las nubes siguen estando horras (como me dijo Alesio).

Pasa Lizardo en su camioneta, se detiene un rato y conversamos en la verja; va con su esposa y su hija Carla.

Por la noche llega Alesio con un racimo de cambur que nos ha traído desde su casa. El trecho que ha hecho con ese cargamento es de unos setecientos metros por una cuesta bien empinada. Alesio es un excelente carpintero y casi toda la madera que se requirió para la construcción de nuestra casa él la rajó y la preparó. Él, junto a su hermano Manuel Ovidio, armaron el techo de mapora (material que se usa aquí para los techos, único en Venezuela), porque nosotros no teníamos para pagar el material de machihembrado. Alesio hizo la enorme y fornida mesa de nuestro comedor (unos dos metros de largo) con sus dos bancas, y un sólido armario esquinero para libros que colocamos en la sala. Alesio trabajó en la colocación de las vigas que son de peralejo, echó cemento y pegó bloques. Nos ponemos a conversar. Alesio masca chimó y de vez en cuando se incorpora y va hasta el jardín a escupir una mascada. La vida de Alesio ha sido dura, y cada vez se le hace más penosa, con el intenso trabajo de un hombre que jamás se ha tomado unas vacaciones, un descanso, ni tampoco ha tenido tiempo para enfermarse. Todo lo arrostra con la perseverancia de su pertinaz movimiento, recorriendo sin parar todas estas montañas que se conoce al dedillo. Para este tipo de hombres, usar tapabocas durante la pandemia del Covid, habría parecido de lo más ridículo, siendo que su ámbito de trabajo son las montañas, el campo abierto. De todos sus hermanos, él ha sido quien ha tenido más hijos, nueve en total, y a todos los ha levantado trabajando como peón de haciendas y el diario y duro batallar por la papita. Sólo tiene una casita que le dio el gobierno. Alesio es recio como el cínaro, desde muchacho se dejó una coleta y su rostro se ha ido haciendo pedregoso y cetrino; usa bigote y ya tiene un gran parecido en todo al mártir del Gólgota. A Alesio se le han muerto dos hijos de unos veinte años cada uno, de un mal terrible de los riñones, un tercero de unos treinta años, lleva cinco años dializándose tres veces a la semana en Mérida. Cuando se le agravó el último (Alejandro), que se encontraba hospitalizado en el IAHULA, Alesio tuvo que vender la vaca que le quedaba para pagar algunos tratamientos médicos. Luego, comenzó desesperadamente a visitar a los amigos más pudientes para que le prestaran un dinerito para hacer lo del entierro, y todo lo que recibió fueron quejas de que la situación está muy mala. A duras penas y con ayudas minúsculas pudo cumplir con las sagradas costumbres que aquí se dispensan a los muertos. Mi esposa y yo estuvimos en el IAHULA el día que murió Alejandro, nos reunimos con la esposa de Alesio, su hermana Iraís y otros familiares porque se encontraban en los arreglos para trasladar el cadáver a Canaguá. Es decir, sentimos que somos parte ya de la familia de los Mora, que todo lo de ellos también nos afecta en lo más hondo.

Alesio nunca se queja, todo esto es historia sabida en la aldea, pero apenas uno lo ve queda estremecido por cuanto le ha tocado sufrir y batallar en este trajinar de infinitos calvarios. Hoy Alesio, como peón, le está trabajando al señor Alexis, aquí en La Coromoto, un técnico dental que tiene una posada en Canaguá y que conoció buenos tiempos hace unos siete años atrás cuando las vacas rebosaban de gordas. Alesio tiene unos "bocaditos" de terrenos (como él llama), que le quedaron de la repartición que hizo su padre Corsino, pero sin dinero, nos dice, cómo los ponemos a producir. Alesio se despide, la noche está cerrada, y al traspasar la verja se pierde en una oscuridad tan recia como ha sido su vida.



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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