El Imperio en zapatillas: Trump, Rubio y la guerra imaginaria contra Venezuela

Dicen que el Imperio nunca duerme, pero últimamente parece que ronca, delira y habla solo frente al espejo. En especial cuando se trata de Venezuela, ese país pequeño, según los mapas que caben en la cabeza de Washington, pero enorme en petróleo, memoria histórica y capacidad para provocar urticaria ideológica en ciertos despachos alfombrados.

En el centro del escenario reaparece Donald Trump, un hombre que gobierna como quien conduce un reality show, con cejas levantadas, frases cortas y una convicción inquebrantable de que el mundo es una franquicia mal administrada que él puede comprar con un tuit. Trump no discute con argumentos, compite con caricaturas, y cuando pierde contra la realidad, la acusa de fraude.

Venezuela, para Trump, no es un país, es una obsesión tropical. Algo así como una piña geopolítica atravesada en la garganta del águila imperial. Cada vez que Caracas respira, en Washington suenan alarmas, cada vez que PDVSA produce, alguien en Florida pierde el sueño, y cada vez que Venezuela habla de soberanía, el Departamento de Estado entra en pánico semántico.

Allí aparece Marco Rubio, el canciller informal de la nostalgia de Miami, el hombre que habla de América Latina como si fuera un álbum de estampitas que se quedó incompleto en su infancia. Rubio no analiza Venezuela, la recuerda con rencor heredado, como si el país le debiera una disculpa personal por no parecerse a una postal de 1958.

Rubio es ese tipo de político que pronuncia la palabra “democracia” con tanta frecuencia que ya no sabe qué significa, pero la usa igual, como quien agita un rosario sin rezar. Para él, Venezuela es una amenaza existencial… aunque no sepa ubicar a Barinas sin Google Maps. Eso sí, amenaza socialista, petrolera y, peor aún, soberana, el peor de los pecados.

Y si Trump pone el espectáculo y Rubio escribe el guion dramático, el secretario de Defensa, ese personaje siempre serio, siempre con mapas, siempre dispuesto a explicar guerras que nadie pidió, aporta el sonido de fondo: tambores, portaviones, metáforas musculares. Cada rueda de prensa parece el tráiler de una película que nunca se estrena, porque incluso Hollywood sabe cuándo una historia es inverosímil.

Hablan de “amenaza venezolana” como si Caracas estuviera a punto de desembarcar en Miami con arepas armadas y discursos de Bolívar. El Pentágono mira al Caribe como quien mira una bañera ajena y dice: “Eso también debería ser mío”. Pero la verdad es menos épica y más cómica.  Venezuela no quiere invadir a nadie, solo quiere que la dejen vivir en paz, algo que en Washington se considera un acto de rebeldía.

El drama es que el Imperio ya no sabe cómo justificar su propio reflejo. Antes hablaba de comunismo, ahora habla de “amenazas híbridas”. Antes hablaba de dictaduras, ahora habla de “regímenes no alineados”. Antes hablaba de libertad; ahora habla de sanciones, bloqueos y asfixias económicas, con la misma sonrisa con la que un prestamista explica los intereses.

Trump, con su lógica de vendedor de casino, cree que el mundo funciona como Atlantic City, si no ganas, demueles el edificio y culpas a los empleados. Rubio, más refinado en la forma pero igual de obsesivo, cree que la política exterior se decide en cafeterías de Miami, entre recuerdos familiares y promesas electorales. Y el secretario de Defensa cree que todo se resuelve con un mapa grande y flechas rojas.

Mientras tanto, Venezuela sigue ahí. Resiste, que es una palabra que en Washington provoca alergia. Produce petróleo pese a las sanciones. Habla de integración mientras le imponen aislamiento. Celebra elecciones mientras le explican, desde afuera, cómo debería votar. Es un país que no pide permiso, y eso, para el Imperio, es imperdonable.

Lo verdaderamente cómico es que Trump acusa a Venezuela de “robarle el petróleo a Estados Unidos”. Es decir, un país invadido durante décadas es acusado de hurto por quien históricamente se llevó el botín. Es como si el pirata denunciara al puerto por no entregarle el tesoro voluntariamente. El humor negro se escribe solo.

Rubio, por su parte, habla de “liberar” a Venezuela con una solemnidad que haría llorar a cualquier diccionario. Liberar con sanciones, liberar con hambre inducida, liberar con bloqueo financiero. Es una liberación tan generosa que deja al “liberado” sin oxígeno, sin medicinas y sin acceso a su propio dinero. Una libertad estilo jaula, con barrotes de Wall Street.

Y el secretario de Defensa, siempre serio, siempre grave, siempre preocupado por la “seguridad regional”, olvida mencionar que la mayor inestabilidad de América Latina ha venido históricamente del norte, no del sur. Pero eso no entra en el PowerPoint de su mente.

Lo que no entienden y ahí está el verdadero chiste, es que Venezuela no es solo un gobierno, es una cultura política, una memoria, una terquedad histórica. Es Bolívar reencarnado en cada “no” que se le dice al Imperio. Es la costumbre peligrosa de pensar con cabeza propia. Y eso no se sanciona, no se bloquea y no se bombardea sin consecuencias morales.

Trump se irá, como se van todos los emperadores mediáticos. Rubio seguirá hablando de Venezuela como quien discute con un fantasma familiar. Y los secretarios de guerra cambiarán de nombre, pero no de libreto. Venezuela, en cambio, seguirá ahí, imperfecta, contradictoria, pero soberana.

Al final, el Imperio en zapatillas podrá hacer chistes sobre Venezuela, pero la risa verdadera surge cuando se observa lo contrario, una superpotencia nerviosa frente a un país que se niega a arrodillarse. Eso, más que amenaza, es un espejo. Y parece que no les gusta lo que ven.

Porque la soberanía no se negocia por acceso a mercados. Porque la dignidad no se firma en oficinas ajenas. Y porque, al final, la historia suele reírse del poder cuando este se toma demasiado en serio a sí mismo.

De un humilde cmpesino venezolano, hijo de la Patria del Libertador Simon Bolivar

 


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Miguel Angel Agostini


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