Los Guardianes del prestigio

La aparición —o reaparición— de una fotografía donde coinciden Noam Chomsky y Jeffrey Epstein no es un hecho trivial ni un simple episodio de farándula intelectual. Es, más bien, un espejo incómodo en el que la comunidad académica y cultural de los Estados Unidos se ve obligada a mirarse. No para dictar sentencias penales —que no corresponden a una imagen—, sino para interrogar los mecanismos con los que se construye, protege y administra el prestigio.

El prestigio intelectual no surge en el vacío. Se edifica a partir de obras, ideas, debates, y también de redes: universidades, fundaciones, donantes, círculos de influencia. Cuando una figura del peso simbólico de Chomsky aparece vinculada, aunque sea circunstancialmente, a un depredador sexual condenado, la pregunta central no es si hubo delito —no hay prueba de ello—, sino qué falló en los sistemas de vigilancia ética que rodean a las élites del saber.

Las causas: poder, acceso y normalización

La primera causa es estructural: el acceso desigual al poder social. Epstein no fue un marginal; fue un intermediario con capital, contactos y capacidad para abrir puertas. Durante años, frecuentó universidades, financió proyectos y cultivó relaciones con académicos de alto perfil. La foto es un síntoma de ese fenómeno: el dinero y la promesa de influencia reducen las barreras morales que, en teoría, deberían ser infranqueables.

La segunda causa es la normalización del trato con figuras "problemáticas" bajo el argumento de la curiosidad intelectual o la utilidad estratégica. En ciertos ambientes académicos se asume que conversar no equivale a legitimar. Esa distinción, válida en abstracto, se vuelve frágil cuando la contraparte ya arrastra una condena y un patrón de abusos conocido. La ética del encuentro no puede ser idéntica antes y después del escándalo.

La tercera causa es la cultura del prestigio como blindaje. Quienes alcanzan la cúspide intelectual suelen quedar protegidos por un aura que atenúa la crítica. Se confía en su juicio moral porque se admira su obra. Esa transferencia automática de autoridad —del pensamiento a la conducta— es una de las trampas más persistentes del mundo académico.

Los motivos: curiosidad, cálculo y ceguera ética

¿Por qué ocurren estos encuentros? Hay motivos diversos. La curiosidad intelectual es uno: hablar con personas influyentes, incluso polémicas, ha sido históricamente una práctica común. Existe también el cálculo pragmático: financiamiento, plataformas, acceso a decisores. Y, finalmente, la ceguera ética gradual, esa que no estalla de golpe, sino que se instala cuando lo excepcional se vuelve rutina.

Nada de esto implica complicidad criminal. Pero sí revela una responsabilidad moral difusa: la de evaluar no solo lo que se hace, sino el mensaje que se transmite al hacerlo.

Las justificaciones: entre la defensa liberal y la exigencia moral

Las defensas suelen apoyarse en tres argumentos. El primero: una foto no prueba nada. Es correcto. Una imagen solo acredita coincidencia en tiempo y lugar. El segundo: dialogar no equivale a aprobar. También es cierto, en términos generales. El tercero: juzgar retroactivamente es injusto. Depende. Cuando los antecedentes eran ya públicos, la vara ética cambia.

Frente a estas defensas se alza una exigencia igualmente legítima: la responsabilidad simbólica. Los intelectuales públicos no son ciudadanos anónimos. Su conducta comunica, habilita o deshabilita. En un país marcado por abusos de poder, la prudencia no es censura; es cuidado del bien común.

Las consecuencias: erosión, desconfianza y reforma

La consecuencia inmediata es la erosión de la confianza. No solo en una persona, sino en las instituciones que no supieron —o no quisieron— establecer límites claros. Le sigue la polarización del debate: la obra se confunde con la conducta, y la crítica se desliza hacia el ad hominem. Finalmente, aparece una oportunidad: la reforma de protocolos. Transparencia en donaciones, códigos de conducta para encuentros privados, y una ética de la distancia razonable frente a figuras con historiales graves.

Ética y moral: separar sin absolver

Desde una ética de la virtud, se espera prudencia y templanza en quienes lideran el debate público. Desde una ética del deber, se exige no contribuir a la normalización del daño. Desde el consecuencialismo, se evalúan los efectos previsibles de una conducta: ¿refuerza narrativas de impunidad?, ¿hiere a las víctimas?, ¿debilita la legitimidad institucional?

Separar obra y autor puede ser necesario para leer y enseñar. Separar conducta y responsabilidad simbólica, no. La comunidad intelectual debe aprender a sostener dos ideas a la vez: que una foto no condena, y que el prestigio no exime.

Custodiar sin idolatrar

"Los Guardianes del prestigio" no son personas concretas; son prácticas. Custodiar el prestigio no es idolatrar a los prestigiosos, sino exigirles más, no menos. El caso Chomsky–Epstein, leído con rigor y sin linchamiento, puede ser una lección cívica: el saber necesita ética; el poder simbólico, límites; y la admiración, vigilancia. Solo así el prestigio vuelve a ser lo que promete: un servicio público, no un escudo privado.

 

De un humilde venezolano, hijo de la Patria del Libertador Simón Bolívar.



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Miguel Angel Agostini


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