Históricamente, la sociedad ha sido programada para normalizar lo irracional. Lo que debería resultar inaceptable; la explotación, la desigualdad, la sumisión a estructuras opresoras se ha convertido en parte cotidiana de la vida social.
En este vasto experimento, los seres humanos hemos sido tratados como ratones de laboratorio: objetivados, manipulados y despojados de nuestra subjetividad, de nuestra capacidad para pensar, cuestionar y transformar.
Este fenómeno no es casual ni aislado. En toda especie, incluida la humana, existen individuos y grupos que, sin producir valor alguno, se alimentan del esfuerzo ajeno. Estos sectores parasitarios no solo consumen los frutos del trabajo colectivo, sino que además han logrado instalar una narrativa perversa: convencer a quienes sí producen campesinos, obreros, profesionales, empresarios de que les deben lealtad, respeto e incluso gratitud.
Dos ejemplos claros de este parasitismo institucionalizado son la clase política tradicional y las jerarquías religiosas. A lo largo de la historia, muchos de sus representantes no han generado más que desechos biológicos y discursos que dividen, controlan y justifican la desigualdad. Viven del trabajo de otros, mientras cultivan una imagen de autoridad moral o técnica que no siempre se corresponde con su aporte real a la sociedad.
Pero su estrategia más eficaz no ha sido solo el saqueo; ha sido la división. Para perpetuar su dominio, los grupos parasitarios han fragmentado a la población productiva en categorías aparentemente irreconciliables: profesionales contra obreros, empresarios contra campesinos, jóvenes contra adultos, creyentes contra laicos. Esta fragmentación no busca justicia ni desarrollo, sino distracción: mantener a quienes sostienen la sociedad peleando entre sí, impidiéndoles reconocer su verdadero enemigo común.
Imaginemos por un momento una gran plaza pública. En ella, vemos a los profesionales con sus trajes y perfumes; a los campesinos con la piel marcada por el sol y la tierra en sus ropas; a los empresarios con sus maletines y agendas de lujo; a los obreros con manos callosas y ropa manchada de grasa; a jóvenes inmersos en sus pantallas; a adultos mayores con el rostro marcado por el cansancio; y a las madres, muchas invisibilizadas , que limpiando y atendiendo hogares propios o ajenos con su trabajo silencioso. Cada grupo se mantiene en su esfera, muchas veces ignorando o despreciando a los demás.
Ahora, supongamos que, desde el centro de esa plaza, se emite una llamada:
Que entren al círculo quienes aman a sus hijos o a sus padres.
De inmediato, personas de todos los grupos caminan hacia el centro.
Que entren quienes disfrutan reír.
Nuevamente, el círculo se llena.
Que entren quienes sienten dolor al ver sufrir a otro ser vivo.
Una vez más, no hay diferencias visibles: la humanidad se reconoce en su empatía.
Este sencillo ejercicio mental revela una verdad incómoda para el sistema, y es que son infinitamente más las cosas que nos unen que las que nos separan.
Las divisiones que vemos no son naturales; son artificiales, diseñadas para mantenernos domesticados.
El camino hacia una sociedad más justa, humana y equitativa no pasa por reforzar esas divisiones, sino por despertar colectivamente.
Debemos exigir que quienes históricamente han vivido del esfuerzo ajeno se integren al trabajo productivo o, al menos, dejen de impedir que la riqueza se distribuya según quien la genera. Solo así podremos acabar con las desigualdades estructurales, con la deshumanización sistemática, y con guerras que solo cobran vidas de los hijos de quienes trabajan, mientras los hijos de los parasitarios jamás pisarán un frente de batalla.
La verdadera revolución no es ideológica: es ética. Y comienza cuando dejamos de aceptar como normal lo que es profundamente irracional.
La tarea fundamental que nos queda como seres humanos es hacer más humana la humanidad .