Entrevista entre Guzmán Blanco e Isabel II

El general Antonio Guzmán Blanco: Con el título de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Venezuela, con que fue investido, rehízo sus vínculos en París con la destronada Isabel II, quien por haberse restaurado en el trono a su dinastía, recupera algo de su menguada importancia e influencia. Es llana, vulgarzota y sincera:

—Fueron ustedes, los venezolanos, encabezados por ese tal Bolívar, los que acabaron con el imperio español en América —dice a Guzmán en tono de chacota.

—No olvide Su Majestad —le repuso Guzmán con tono de excusa— que mi padre fue Teniente del Rey, su padre, Don Fernando VII.

—Tienes razón, hombre; siempre se me olvida. Pero a ti también se te olvida que fui yo, la soberana, quien firmo la Independencia de Venezuela, lo que jamás sucedió en vida de mi padre, ni cuando mi madre era Regente.

—¿Y por qué tardó tanto España en reconocer la Independencia de mi país, cuando se la reconoció a México y a Perú con diez años de anticipación, habiendo sido ambos virreinatos y tan llenos de oro y plata como jamás lo tuviésemos nosotros?

—¿No lo sabes, Guzmán?, —preguntó la reina con extrañeza—. A ustedes tardamos en reconocerlos por dos razones: en primer lugar, por lo que te acabo de decir; luego, porque además de rebeldes fueron unos picaros y ladrones insoportables, (cachicamo llamándole a morrocoy conchudo) lo cual no sucedió en ninguna de nuestras provincias de ultramar.

—¿Cómo es eso, Majestad? La verdad es que no entiendo.

—Ustedes fueron los únicos de nuestros súbditos que les confinaron los bienes a los españoles y a los criollos partidarios del rey, negándose a devolver lo ajeno luego de firmarse el armisticio. Como tu comprenderás, aquello no era cuento de rebeldes y leales súbditos, sino de ladrones y policías.

—Eso es verdad, Majestad. Es cierto que el General Bolívar confiscó los bienes a los que usted se refiere, repartiéndolos entre los soldados. Pero un general llamado Páez, que sucedió a Bolívar y se mantuvo en el poder hasta que yo lo derroté en una larga guerra, compró a bajo precio y con amenazas las tierras de los veteranos. De haber devuelto las propiedades, se hubiese quedado en la miseria. Era el más grande latifundista del país, aquel libertador liberticida, como él mismo cínicamente calificó a sus colegas.

—Me complace saber que fuiste tú quien lo derrotó, y que seas hijo de quien eres; si yo fuera reina te concedería un título nobiliario. ¡Bien te lo mereces! Recomendaré tu caso a Alfonsito.

—¡Majestad, nada me complacería más —repuso Guzmán, ahogando un sollozo— que recibir un honor semejante!

La restauración de los Borbones devolvía a la hija de Fernando VII su dignidad de reina madre, (Antoñito Guzmán Blanco le pidió un título de Conde o Marqués) por lo menos en lo que a realeza se refiere, ya que en lo otro Doña Isabel era copia al carbón de su ninfomaníaca abuela María Luisa de Parma, y menos recatada que María Cristina de Austria su madre, la reina Regente, quien a pesar de ser rabo caliente, hizo lo indecible por reguardar las apariencias. La Isabel derrocada continua siendo tan impúdica en Francia, como lo fue en las gradas del trono, rodeada permanentemente de chulos.

En 1877 Guzmán tenía cuarenta y ocho años y su gran prestancia física de siempre, además de su inmensa fortuna. (Robada al pueblo venezolano) Isabel II tenía su misma edad, y aunque era gorda y fondona, no dejaba de ser seductora, y como Guzmán no se paraba en esos detalles, no tiene nada de particular que la haya pasado por las armas, con tal de lograr el ansiado título, empresa nada fácil por la plebeyez de los Guzmán y el nudo de La Tiñosa.

Guzmán, jubiloso, salió del palacio de Castilla. Ser conde o marqués en la misma Francia era de un valor inestimable. Tan pronto llegó a su casa, buscó en el sótano un cuadro, retrato de mujer, que había comprado su padre en el Perú. Era una española de raza, de facciones clásicas y serena mirada. Lo colgó en la biblioteca, junto a los retratos de sus padres.

—¿Y ésta quién es? —Preguntó sorprendida Ana Teresa Ibarra, su mujer.

—Es Doña Josefa García de la Concha de Guzmán y Jaén, madre de mi padre, Antonio Leocadio Guzmán, y abuela mía por consiguiente.

—Y de esa manera, Guzmán quitó de en medio a su abuela la Tiñosa, no fuera ser cosa, como le sucedió al Libertador con su bisabuela la Marín de Narváez, que por unos tintes de más o por hacer arepas, se le cerrase un lugar en la nobleza europea. Ésa es y será por mucho tiempo la tragedia de la clase dirigente venezolana. Quieren ser españoles y no los dejan; desprecian al pueblo por lo que tiene de indio o de negro, y ninguno se salva de tener rastros de las razas vencidas.

—La fortuna acumulada (robada) por Guzmán era colosal. Valido de su dinero conoció y frecuentó a los nobles de segunda, que a pesar de estar arruinados tenían puerta franca con los poderosos. Luego de utilizarlos como escalones en su ascenso los puso a un lado, para regodearse casi exclusivamente con lo más granado de la sociedad francesa.

El Consejo de Castilla, compuesto por hurgadores de oficio en el linaje, eran reacios a las propuestas de Isabel, no obstante los crecidos emolumentos que recibiría la empobrecida casa de Borbón. Tan sólo el Rey, y nada más que el Rey, pudiera inclinar la balanza a favor de Guzmán, como se lo había pedido Isabel II. Todo marchaba sobre ruedas, cuando el joven monarca murió súbitamente en 1885, a consecuencia del cólera. Guzmán, para ganar méritos, mato caballos en dos días de ferrocarril, para estar presente en el funeral y dar su pésame a la madre y a la viuda María Cristina de Habsburgo. La reina consorte pasó a ocupar la regencia hasta que el hijo que llevaba en su seno, si nacía varón, alcanzase la edad para gobernar.

María Cristina, la regente, no era la llana y castiza Isabel II. Era sobrina de Francisco José de Austria, el último gran emperador que conociera el mundo, la más acabada representación de la dignidad imperial. El protocolo imperante en Viena exigía ser dieciséis veces noble para ser recibido en audiencia privada por el Emperador, y aunque concedió el título de conde a los banqueros (judíos) los Rothschild, eso de vender los títulos como empanadas, como lo hacían sus primos de España y Parma, era para él y los suyos una locura inconcebible. María Cristina había sido tallada por Francisco José, además de haber sido desgarrada por la tragedia de sus otros tíos, Maximiliano y Carlota, asesinado uno, y enloquecida la otra, por “indios de nuestra América”. Para complemento, Isabel II y su nuera se llevaban a las patadas. Si aquélla hizo de la Corte de España una zarzuela, María Cristina estableció la severidad de Schönbrunn. No obstante la obsequiosidad de Guzmán, de las sugerencias ya hechas por su difunto esposo y los compromisos con la ex reina, María Cristina no era partidaria de otorgarle al “indiano” título alguno, por más que no se lo dijese cara a cara al dueño de Venezuela, que para halagarla y salirse con la suya, había propuesto al final del período llamado de la Aclamación, que la reina de España fuese el árbitro de nuestras diferencias limítrofes con Colombia, lo que fuera sancionado luego por Andueza Palacios, títere de Guzmán, siendo la pérdida de la Guajira el resultado de aquel laudo arbitral. ¿Es que acaso no contaron con las terribles consecuencias que concitarían contra la integridad nacional?

—A la parejería de Guzmán Blanco, debemos el hecho de haber perdido la Península de la Guajira y los llanos de Casanare, por su manía de ponerse en un título nobiliario.

— ¿A quién se le ocurre, —“exclamó indignado el Libertador”—, elegir como árbitro a España, cuando fuimos nosotros, los venezolanos, y no los colombianos, los que destruimos su imperio más acá del mar? ¡Sería como elegir juez a Inglaterra en nuestras diferencias con Trinidad! Así se han manejado en Venezuela todos nuestros problemas limítrofes.

—Venezuela, en toda su historia, ha ganado tan sólo una, y nada más que una, disputa territorial: la que le ganó a Francia por un atolón de medio kilómetros cuadrado frente a Guadalupe. Colombia en el siglo pasado, (la traición de López Contreras) nos ha arrebatado medio millón de kilómetros cuadrados.

—Si él, por obra de su madre, adquirió la bizarría que lo hizo dueño de Venezuela, Antonio Leocadio le enseñó que su país era el mejor del mundo para vivir fuera de él, con el botín que se adquiere (robado) adentro; de Antonio Leocadio aprendió el arte de la lisonja y de la intriga en todos sus matices, desde el comentario malévolo hasta el uso adecuado de los anónimos.

Antonio Leocadio era un portento de seducción y engaño, hasta el punto de haberse hecho perdonar por el Libertador la traición que le hizo su padre, aquel sargento soez, que junto con el desleal Vinoni, entregó el castillo de Puerto Cabello a los españoles, provocando así el colapso de la Primera República. Pero no era tan sólo eso: es que Antonio Leocadio, por más que fuese un niño, era reo de maldad en primer grado, como se lo echase en cara el obispo Méndez cuando lo vio venir en el cortejo del Libertador, en su último viaje a Venezuela:

 

—Mientras su padre y usted degollaban patriotas en Puerto Cabello —le espetó en medio de un banquete—, yo me batía contra los españoles con una lanza en la mano. El padre de Guzmán Blanco, con apenas doce años había sido capaz de sacar de las urnas de una lotería infernal el nombre de los patriotas que habrían de ser ejecutados al amanecer, y ese acto era más que suficiente para anular a cualquiera como hombre.

Antonio Leocadio Guzmán, como estaba ungido por Mercurio, el dios de los comerciantes y de los ladrones, nadie le tomó en cuenta su participación en la espantosa pantomima. Así como engaño al Libertador hasta ser su secretario, para espiarlo por orden de Páez y llevarlo al matadero, fue también el primero en firmar el decreto de expulsión del Padre de la Patria, lo que sembró un hito en la crónica de la infamia.

Antonio Leocadio, le aconsejaba permanentemente a su hijo: Acuérdate siempre, Antoñito, hijo de mi alma, que en Venezuela vivir sin poder es no poder vivir, y cuando no se tiene plata, como no la tenía yo, tan sólo queda un camino: encaramarte en el carro del poderoso y coger aunque sea fallo. Quien conoce el deleite del mando, es como el tigre que come carne humana. “Luego que uno ha sido ministro, queda maleado para el resto de su vida”. Tan sólo el poder, y nada más que el poder será su afán; y si para lograrlo hay que comer mierda, se come, aunque sea de abuchito. No creas en revolucionarios. Todo cuanto quieren es un quítate tú para ponerme “Yo”. Las ideas políticas, al igual que las banderas, son meros pretextos para voltear la tortilla. Si éstas arriba, todo es sonrisa y adulación, si estás abajo, todo se vuelve menos precio.

—A Guzmán Blanco, todo eso, que se llama pueblo: los negros, los desposeídos, la gente de abajo, lo tenía sin cuidado. Todo cuanto escribía y hacía su padre, como a él le constaba, era una artimaña para abrirse paso hacia el poder y señorío que se le negaba. Por eso no lo consolaban aquellos vítores de peones embrutecidos y de famélicos campesinos. No eran gente. Eran parte de la tierra y propiedad de sus amos, como el ganado que cuidaban.

Espejos, floreros, candelabros, cómodas, bibliotecas, seguían entrando en el palacete, para estupor de Ana Teresa. ¡Ay, mi amor!, exclamaba alarmada. ¿Y qué vamos hacer con este perolero cuando tengamos que regresar a Venezuela?

¿Regresar a Venezuela, mujer? ¡Tú estás loca! París de aquí en adelante, será mi residencia, de la que me ausentaré ocasionalmente y donde habré de morir, si el cielo lo permite.

 

¡Gringos Go Home!

¡Pa’fuera tús sucias pezuñas asesinas de la América de Bolívar, de Martí, de Fidel y de Chávez!

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!

¡Viviremos y Venceremos!



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Manuel Taibo


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