El Contraataque de la Oposición y las posibilidades de Jara en Chile

El panorama político chileno contemporáneo parece gravitar con ciertas posibilidades hacia la derecha. Figuras como José Antonio Kast y Evelyn Matthei se perfilan con una ventaja considerable en las encuestas y en el ánimo de un sector importante del electorado, mientras que la izquierda lucha por encontrar un rumbo y una conexión con una ciudadanía desencantada. Esta tendencia no es casual ni efímera; es el resultado de un complejo entramado de fuerzas estructurales, errores de gestión y una desmovilización del pueblo que en otrora fue su principal motor. La tesis central que se explora es contundente: la izquierda chilena no parece tener la capacidad de ganar una elección presidencial en el escenario actual, sin la irrupción de un evento de la magnitud y el impacto del Estallido Social de 2019, que actuó como el catalizador único que catapultó a Gabriel Boric a La Moneda. 

El gobierno de Boric llegó al poder montado en una ola de esperanza transformadora. Su victoria no fue solo contra Kast, sino contra un modelo que, se percibía, había agotado su capacidad de brindar dignidad a la mayoría. Su mandato se erigió sobre una promesa fundacional: cambiar la Constitución de Pinochet, el sustrato legal del modelo neoliberal chileno. Sin embargo, este objetivo, el principal y más simbólico, terminó en un fracaso estruendoso. El proceso constituyente, marcado por excesos, desorden y una profunda campaña de desinformación, culminó con el rechazo abrumador de la propuesta de la Convención Constitucional y, posteriormente, con el fracaso del segundo intento con un comité de expertos. Este revés no fue sólo político; fue anímico. Le quitó a la ciudadanía que votó por el cambio la prueba tangible de que este era posible dentro de los marcos institucionales. 

Este fracaso tiene un peso electoral incalculable. La administración Boric se ha visto forzada a gestionar un modelo que criticó ferozmente, pero sin tener la herramienta fundamental para reformarlo de raíz. Su gobierno se ha convertido, a los ojos de muchos de sus ex simpatizantes, en un administrador más del status quo, un gerente de una versión levemente más amable, pero innegablemente neoliberal, del capitalismo chileno. Aquí resulta pertinente recordar la aguda observación del intelectual y ex vicepresidente boliviano, Álvaro García Linera: "Los pueblos no votan por candidatos de izquierda para que estos realicen un programa de gobierno neoliberal enfocado en una mejor versión del capitalismo". Esta frase encapsula la profunda incongruencia que hoy carcome el proyecto de la izquierda gobernante.

Mientras la izquierda navega en la ambigüedad y la desilusión, la derecha chilena se presenta como un bloque recio, bien establecido y con un control casi hegemónico de los pilares del poder real del país. Su fortaleza no es solo electoral; es estructural. Cuenta con un poder monetario avasallador, representado por los grandes conglomerados económicos que dominan sectores claves como la minería, el retail, la banca y los seguros. Este poder económico se traduce directamente en poder político, mediante lobbies influyentes y una capacidad de financiamiento de campañas que deja en clara desventaja a cualquier candidatura progresista. 

Pero su influencia va más allá de lo económico. La derecha controla el grueso de los medios de comunicación masivos, moldeando la agenda pública y el sentido común de millones de chilenos. Define los términos del debate, amplifica los errores del oficialismo y opaca sus logros. Además, su arraigo en las Fuerzas Armadas y de Orden, instituciones históricamente conservadoras, le otorga una base de poder y legitimidad adicional que la izquierda nunca ha podido consolidar. 

Este control se extiende a la vida cotidiana de los chilenos: las clínicas privadas en salud, las inmobiliarias y el mercado de la vivienda, los sistemas privados de pensiones (AFP) y educación. La derecha no es solo un partido político; es el administrador de un modelo de vida, lo que le permite presentarse ante la clase media y alta como la garante de la estabilidad y el progreso individual. En contraposición, cualquier proyecto que busque alterar este modelo es inmediatamente estigmatizado como un salto al vacío, un riesgo para la economía familiar y la seguridad nacional. 

En el plano internacional, esta hegemonía se traduce en una conducta exterior que se aleja cada vez más de los ideales de fraternidad latinoamericana y solidaridad internacional que pregona la izquierda. Se avizora una política exterior más alineada con los intereses geopolíticos de las potencias occidentales y los mercados globales, priorizando los acuerdos de libre comercio sobre la integración regional y los derechos humanos. Chile, bajo un eventual gobierno de Kast o Matthei, probablemente profundizaría este rumbo, alejándose de bloques progresistas como el de los países del ALBA-TCP y acercándose a un eje más conservador. 

En este escenario desfavorable, la candidata de izquierda, representada por Carmen Gloria Jara, lleva sobre sus hombros una carga enorme. No solo debe enfrentar la maquinaria derechista, sino que debe cargar con todas las incongruencias y

promesas incumplidas del gobierno de Boric. Su campaña no parte de cero; parte con un saldo negativo: el del desencanto. 

Debe explicar por qué el cambio constitucional no se logró, por qué la reforma tributaria se diluyó, por qué la seguridad pública sigue siendo una preocupación central sin respuestas contundentes, y por qué el gobierno terminó aplicando, en la práctica, una versión "mejorada" del programa económico de sus adversarios. Cada acto de su campaña será leído a través del prisma de la gestión presidencial actual. Será la candidata del "ya les dimos una oportunidad y no pudieron", un argumento manipulador en manos de la oposición. 

El elemento más crucial, y quizás el más doloroso para la izquierda, es la actitud del "pueblo de a pie" que alguna vez fue su base fundamental. El mismo pueblo que despertó con una furia incontenible en octubre de 2019, que llenó las plazas y alzó la voz demandando dignidad, parece hoy sumido en un letargo profundo. El estallido social fue un evento excepcional, un momento de efervescencia política pura que logró horadar la normalidad del modelo y forzar un proceso de cambio. 

Sin embargo, ese pueblo se dejó dormir. La combinación de la pandemia, la frustración del proceso constitucional, la inflación y una sensación generalizada de que la verdadera transformación no llega, ha generado escepticismo y apatía. La energía revolucionaria, aquella que es capaz de torcer el brazo de la historia, se ha disipado. Hoy, ese ciudadano duda. Dudó en el plebiscito de salida y duda ahora ante la contienda electoral. Ve la política no como un espacio de cambio, sino como un escenario de disputas lejanas donde todas las opciones parecen, en el fondo, variantes de lo mismo. 

La contienda electoral, por tanto, se desarrolla en un campo minado para la izquierda, (Encajonados en las Reglas del Juego Ajeno). No solo compite en desventaja numérica y financiera, sino que lo hace bajo un esquema de derecha sin modificar. Las reglas del juego, económicas, mediáticas, institucionales, fueron escritas y son custodiadas por la hegemonía conservadora. Pelear en ese terreno, sin la capacidad de alterar sus fundamentos, es siempre una lucha cuesta arriba. 

La ausencia de efectos revolucionarios verdaderos y tangibles durante el gobierno de Boric, más allá de los simbólicos, desestimula a ese pueblo chileno que anhelaba un nuevo país. Lo deja frente a la disyuntiva de votar por una izquierda que percibe como gestionaria y moderada, o por una derecha que al menos propone su modelo neoliberal sin tapujos, prometiendo villas y castillos. 

Sin un nuevo catalizador, sin un evento que reactive la conciencia colectiva y la urgencia del cambio, un nuevo estallido, una crisis económica profunda provocada por factores de la derecha, un hecho de corrupción de importante magnitud de

alguna de las familias ricas del país, la izquierda parece condenada a pronto ser  oposición nuevamente. La victoria de Kast o Matthei no sería solo un triunfo electoral de la derecha; sería la ratificación de que, por ahora, el Chile post estallido volvió a acomodarse dentro de los márgenes que el poder real siempre ha controlado. 

La esperanza de la candidata Jara, estaría en que ese porcentaje de casi un tercio de electores que todavía no se definen, vea en ella su compromiso revolucionario, su excelente gestión como ministra, su compromiso real con los más necesitados, su origen de pueblo, su extraordinaria formación política y profesional, su actitud de mujer valiente, y su diferencia de compromiso con Gabriel Boric, esto sin duda dará la base para confiar una vez más, y depositar el voto a favor de la candidata. 

La pregunta que queda flotando es si el desencanto actual del pueblo es el preludio de una resignación duradera o solo la calma que precede a una nueva tormenta. 

INCONFORMIDAD, IDEOLOGÍA Y TRABAJO

 


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José F. Medina


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