¡A dos hermosos camaradas que ya no existen!

La palabra hermoso, en esta crónica o artículo de opinión, nada tiene que ver con el aspecto físico de las personas sino con ese gigantesco y valioso cúmulo de los sentimientos humanos. No pocas veces en la vida suceden cosas o hechos dolorosos que se desconocen por mucho tiempo. Entre esos, hace pocos días me enteré de dos noticias que me contrajeron el corazón de tanta tristeza a pesar del tiempo que ha transcurrido de los mismos. Dos viejos camaradas, que tuve el privilegio de conocer y andar bajo sus mandos en la insurgencia colombiana, murieron: uno, de un infarto y el otro, asesinado por miembros del ejército colombiano.

 Al viejo hermoso Sebastián o Sabino (que todos llamaban “el tío”) lo conocí un anochecer en que iba realizando un cruce para pasar unos meses con el Frente de Guerra Armando Cacua del ELN en Norte de Santander. Esa noche tomamos demasiado café y fumamos cigarrillos como si hubiésemos estado seguros que íbamos derechito al Infierno donde el Diablo no complace absolutamente a nadie de sus propios vicios, como es el de fumar cigarrillos. Recuerdo que estaban presentes unos camaradas de la guerrilla urbana de Santander y que no preciso en este momento el nombre del Frente. Toda la conversación en esa noche basó sobre la explotación de los recursos energéticos colombianos por el Estado colombiano y empresas estadounidenses. Esa noche un perro lloraba y lloraba sin detenerse producto de una sarna que se le había apoderado de todo el cuerpo. Nadie quiso tomarse la potestad de quitarle la vida para que dejara de sufrir, pero tampoco había medicinas para sanarlo. Al siguiente día, el viejo y tío Sebastián dispuso mi traslado a otra zona, donde haría presencia unas semanas después.

Ciertamente, luego de pasar unas semanas con el comandante Argimiro de la Dirección Nacional del ELN, volví al campamento del viejo y tío Sebastián. Ya en ese momento todos los insurgentes sabían que los paramilitares le habían cobrado con creces y donde más duele la perseverancia revolucionaria del viejo Sebastián. Habían capturado y descuartizado uno de sus hijos y perseguían a su familia como pirañas a la sangre en las aguas de un rió. Durante larguísimas horas, esencialmente, nocturnas conversé con el viejo Sebastián. De sus ojos no manó nunca en mi presencia ni una sola lágrima por el dolor que lo embargaba, pero los latidos de su pecho se hacían sentir como en ese momento cuando giran, juntos o revueltos, miles de sentimientos humanos. Desde su corazón no podía percibirse ni un solo vestigio de odio personal, pero desde sus ojos brillaba bien lejos ese odio de clase que es imprescindible para el triunfo de una causa revolucionaria, porque la otra parte es el desarrollo del amor por los objetivos que se persiguen con la lucha revolucionaria en favor de los pueblos.

Recuerdo una noche en que nos sentamos a dialogar el viejo Sebastián, Migue, Chiqui y yo. En el centro del cambuche sobre una mesita de madera estaba colocada una botella de whisky que fuimos consumiendo a trago lento uno tras otro. Yo, miraba los ojos del viejo Sebastián y parecían un espejo donde se retrata todo el dolor de los explotados y oprimidos, de todos los descamisados y condenados de esta Tierra. El, casi no habló, porque Migue no le daba chance de palabra a ninguno de los tres que estábamos despiertos y que se nos vino la madrugada encima conversando mientras el resto de la guerrilla dormía. Cuando el viejo Sebastián, que hubo de autonombrarse director de debate, hizo uso de la palabra, nos dictó una cátedra sobre las realidades del campesino colombiano, de sus sueños frustrados, de sus luchas concluidas en derramamiento de sangre, del abandono o desprotección por el Estado durante siglos, de sus perspectivas y sus esperanzas en la revolución colombiana. Lo maravilloso, lo hermoso de esa cátedra es que el viejo Sebastián no tenía ningún grado de la educación pública colombiana, pero lo que nadie le podía negar era que en esa compleja y difícil universidad de la lucha de clases, golpe a golpe y paso a paso, había adquirido suficientes conocimientos y experiencias como para enseñar o educar con maestría a muchos jóvenes que entraban a la lucha sin ninguna formación política o ideológica. Lo cierto es que el viejo Sebastián, años después murió de infarto quién sabe con cuanta nostalgia por dentro de no haber visto el triunfo de la causa por la que tanto luchó y por la cual, de manera horripilante, le quitaron los paracos la vida a varios de sus familiares, donde incluso algunos de ellos no actuaban directamente en el conflicto político armado colombiano.

El otro viejo hermoso tenía por seudónimo Huguito, al cual conocí primero que al viejo Sebastián. Huguito era, luego del comandante Nicolás Rodríguez “Gabino”, el más viejo de los militantes del ELN. Toda la insurgencia elena lo quería por ser como especie de una reliquia simbólica del revolucionario humilde, consecuente y fiel a su causa. Era un militante sigiloso, riguroso, metódico y llegó a gozar de un nivel de formación que muchos universitarios de este mundo, en el campo de las ciencias políticas, desearían poseer. Huguito solo merece una biografía que debería ser leída y estudiada por millones y millones de personas para comprender el por qué una persona de pueblo llano y raso se rebela con violencia revolucionaria buscando la conquista de un ideal que logra asimilar y desarrollar en el propio escenario de la confrontación de la guerra.

Huguito era demasiado inquieto. No soportaba estar separado ni siquiera por unos días de sus camaradas de lucha. El comandante en jefe del ELN, Manuel Pérez Martínez y ya muerto, siempre trató de conservar la vida de Huguito como un punto de honor del ELN. Pero Huguito nunca pensó en ese detalle. Desafiaba los peligros con una calma increíble. Cuando no le ponían emboscadas para capturarlo, él avanzaba venciendo dificultades y adversidades sin preocuparse por los abismos de los caminos. Pero hubo un momento, como en toda lucha política, en que no todas las particularidades de los movimientos enemigos se dominan y cayó en la trampa: lo hicieron preso. Pagó varios años de cárcel y cuando salió buscó con ansias el contacto para ir nuevamente al reencuentro con sus camaradas de causa. Y allí vino, ¡maldito sea!, la trampa fatal: un guerrillero que había desertado planificó la entrega de Huguito a las fuerzas militares de Colombia. Ni un solo indicio hizo que Huguito sospechara algo extraño del contacto. Confió tanto en él, porque desde hacía años lo conocía y había sido el desertor uno de sus subalternos en varios campamentos del ELN. Lo cierto es que Huguito no apareció ni con vida ni aún se ha podido descubrir el lugar donde permanecen sus restos mortales. ¡Tremendo dolor para el ELN!

El viejo o tío Sebastián y el viejo Huguito, fueron insurgentes de letras mayúsculas, Espartacos de su tiempo, gladiadores por sueños sublimes, robles de la naturaleza humana, vencedores magnánimos con los vencidos, gigantes de las luchas revolucionarias, pero desconocidos como suele suceder con la mayoría de los combatientes que enarbolan la más bella de todas las causas sociales: la emancipación de la humanidad de toda expresión de esclavitud social. A riesgo de parecer o de hacer el ridículo, tanto el viejo Sebastián como el viejo Huguito estaban hechos con pedazos del Titán de Bronce; viejos zorros y leones de montañas hacedores del bien y no del mal. Así fueron y así se marcharon de este mundo.

Lo cierto es que ya el viejo o tío Sebastián o Sabino y el viejo Huguito ya no existen. La guerra colombiana es demasiado prolongada y, tal vez por ello, no aparecerán en sus páginas posteriores, cuando se escriba la Historia con objetividad y con el respeto de no mentir ni una sola vez sobre ninguno de sus hechos y personajes, muchos, miles de hombres y mujeres que entregaron sus vidas a la causa de la libertad, de la redención social del pueblo colombiano y de otros pueblos.

Permítaseme , como un homenaje para los viejos Sebastián y Huguito, y a través de ellos para los miles de miles de colombianos y colombianas que han derramado su sangre o muerto en combate o fuera de él creyendo en que un día vencerá para siempre los cantos de la alegría y la vida sobre los llantos de la tristeza y la muerte, que culmine este escrito con esa hermosísima letra que dicen es obra de Horacio Guaraní y que dice así: “Si se calla el cantor, calla la vida, porque la vida misma es todo un canto. Si se calla el cantor, muere de espanto la esperanza, la luz y la alegría. Si se calla el cantor, se quedan solos los humildes gorriones de los diarios, los obreros del puerto se persignan ¿quién habrá de luchar por su salario?, ¿qué a de ser de la vida?, si el que canta no levanta su voz en las tribunas por el que no hay, ninguna razón que lo condena a andar sin pan. Si se calla el cantor, muere la rosa, de qué sirve la rosa sin el canto. Debe el canto ser luz sobre los campos, iluminando siempre a los de abajo. Que no calle el cantor, porque el silencio cobarde apaña la maldad que oprime. No saben los cantores, de agachada, no callarán jamás de frente al crimen. Que se levanten todas las banderas, cuando el cantor se plante con su grito, que mil guitarras desangren en la noche una inmortal canción al infinito. Si se calla el cantor, calla la vida”. ¿Quién se atreve a negar que todos los combatientes, hombres y mujeres, por la libertad, no sean cantores… Y si ellos callan, muere la vida y cesa la lucha… Por eso, con Alí, decimos que quien muere luchando por la vida, no puede llamarse muerto.

¡Honor eterno para el viejo o tío Sebastián y para el viejo Huguito!



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Freddy Yépez


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