La finalidad del espectáculo

Actualmente, un elemento clave para la cohesión de las sociedades abiertas es el entretenimiento de sus integrantes, e inevitablemente de ello se ocupa lo que se sirve a las gentes como espectáculo. De naturaleza variada, pero coordinada en los fines, la función básica del espectáculo, según sus promotores, es servir de pasatiempo a las gentes, generalmente sin complicaciones, a fin de que una gran mayoría social se haga fiel del producto. Teledirigido desde los distintos medios, anima al debate, que induce a una mayor participación, de la que luego se deriva el negocio. En esta función comercial, dada su condición de mercancía dispuesta para la comercialización, acertar con la temática supone una fuente de ingresos, por lo que los productores se esmeran en sacar a relucir el material más atractivo, siempre en línea con las tendencias de moda. Sin embargo, lo real del espectáculo camina en otra dirección más ambiciosa.

Con independencia de esa función de entretener, el espectáculo moderno viene a marcar las obligadas líneas por donde debe transcurrir el pensamiento colectivo. Para la política, primero, se convierte en un discreto sondeo para pulsar el estado de ánimo de las gentes; lo que permite luego sacar a escena a los actores de su espectáculo, para vender apariencia de buen gobierno, cuando solo es negocio personal, adaptándolo a sus intereses de imagen de honradez, pero de bolsillo insaciable. A veces, el inicial aspecto inocente del espectáculo deja de serlo, eso sucede cuando se aleja de la banalidad o el tema se incendia demasiado, entonces operan los extintores, y la cortina de humo surgida viene a apuntar su función, a menudo tapar otras realidades más molestas para quienes manejan el instrumental. Así se confirma la otra realidad del espectáculo, entendido como un producto comercial diseñado para ocultar lo trascendente, haciendo uso exclusivo de lo intrascendente, con vistas a algún tipo de negocio.

Hay más de lo que se observa a primera vista, no tal fácil de ver, porque lo aparente oculta la realidad y se impone sobre ella. Ha adquirido relevancia porque mucha gente, carente de criterio propio a seguir y al albur de lo que toca en el momento, demandan su ración de espectáculo de actualidad para sobrellevar la existencia, por lo que resulta de obligado cumplimiento por parte de sus dirigentes cubrir esta demanda y aprovecharla comercialmente. Como todo producto mercantil, busca la rentabilidad, con lo que la competencia para poner el producto en el escenario mediático suele ser agresiva. Este es el motivo por el que sus intérpretes se multiplican, a la espera de los beneficios, utilizando un innumerable repertorio de ocurrencias para llamar la atención y ganar seguidores. Si el producto escenificado tiene acogida, el personaje productor se eleva sobre el propio espectáculo y pasa a ser espectáculo en sí mismo. Basta su sola presencia en el escenario de los medios de difusión social para que arrastre a las gentes y las lleve en la dirección que convenga a unos u otros intereses, ya sean mercantiles, políticos o de otra naturaleza. De esta manera, los intérpretes se distancian de las masas y son contemplados como esa minoría diferente, encargada de conducir a sus seguidores en la dirección propuesta, liberándolos de su caminar errante. Este es el primer momento del proceso de adoctrinamiento.

De otro lado, en su mayoría, a falta de presencia física, porque es limitada y reduce el número de seguidores, se acoge al amplio espacio virtual, así el espectáculo de imágenes toma mayor presencia y se amplifica. Un modelo en el que las imágenes por sí mismas, dada su condición, no tienen existencia real, solo son el reflejo manipulado de lo real. Pura apariencia dispuesta para ser explotada, por eso el intérprete manipulador que asume la tarea de procurarlo pasa a ser el señor mental del pensamiento de millones de espectadores. De manera que el espectáculo visual, desde ese instante, va más allá del simple entretenimiento colectivo, propio de la sociedad de la abundancia, que encierra en sí mismo poder de dirección de los espectadores, asumido por el intérprete. La demanda de entretenimiento sobre la base de las ocurrencias mediáticas ajenas deja claro el vacío existencial, porque no consiste solamente pasar el tiempo de la mejor manera posible, en el fondo, de lo que se trata es de que desaparece la autonomía personal, por lo que es preciso que alguien la reconduzca. Se asemeja a tratar de vivir la vida otro, en definitiva, asumir el no vivir de uno para tratar de vivir iluminando la propia existencia con la luz ajena. Es el componente imitación, propio de las modas, el que determina el valor doctrinal del espectáculo, utilizado no solo para dirigir el vacío existencial sino para llenarlo con las creencias que permiten cambiar las pautas de comportamiento, unificarlas y llevarlas en la dirección que interesa al productor comercial de la obra. Aquí aparece configurado el semillero de la doctrina.

Por consiguiente, el espectáculo no es solo en sí mismo, sino el medio para un fin menos lúdico, algo para ser utilizado, y cuanto más atracción ejerza mayor es su efectividad. La pauta de transformar lo real acudiendo al uso de la imagen permite falsear el mundo, construyéndolo a conveniencia de ese que emplea las imágenes y hace su papel escénico. El hombre entregado a fabricar espectáculo resulta que, escarbando tras la apariencia que imponen las imágenes, es un simple promotor de la doctrina encubierta que se le transmite. Si se mira al espectador, se convierte en un espejo de las imágenes y opiniones que se le presentan para que, a falta de criterio propio, sea conducido por ellas bajo la dirección del intérprete, puesto al servicio de una doctrina. Sin embargo, buena parte del éxito de la función de adoctrinamiento está tanto en el continente como en el contenido, en cuanto a disponer este último de capacidad de atracción para despertar el interés social. Con lo que el espectáculo ahora deja paso a los dogmas doctrinales.

Finalmente, aparece claramente definido el objetivo real del espectáculo, que no es otro que, partiendo del entretenimiento, adoctrinar a quienes han perdido su propia dirección existencial, mostrando de alguna manera el camino a seguir. Lo que supone imponer desde él una forma de control social, ampliamente establecida en el panorama global del momento. Llegado a este punto, el espectáculo intrascendente se ha quitado la careta para dejar paso a su condición de mercancía especial, en todo caso, dispuesta para ser comercializada en el amplio mercado que domina el campo social. Por tanto, no hay nada desinteresado en él, tiene un precio a pagar, en tal caso se trata de que seguir el espectáculo es comprar la mercancía y sus consecuencias. En ese momento cumple su finalidad, despliega su poder de sumisión y añade nuevos fieles a la doctrina que sutilmente transmite. Incluso los más intrascendentes espectáculos, diseñados para llegar espacios de tiempo libre, siempre cuentan con ese valor añadido, más allá del asunto sobre el que versan, del bombo personal de los intérpretes, de lo comercial y del significado político, en realidad, de forma sutil, adoctrinan a los espectadores para que se sometan sin condiciones a los dogmas doctrinales del poder dominante. Como sobre lo que se asienta es terreno abonado, la fórmula de dominación del espectáculo ha adquirido tal relevancia que en la sociedad de mercado de masas casi todo lo que se observa por vía mediática es simple espectáculo.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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