Hannah Arendt, vocación emancipadora

"El totalitarismo es una forma de gobierno

que reemplaza la política con la ideología."

(Hannah Arendt)

Dos tumbas. Una, de uno de los más grandes pensadores del siglo pasado, nutriente indiscutible de gran parte de las corrientes contemporáneas de la filosofía y de las ciencias sociales, Martin Heidegger (1889-1976), ubicada en el cementerio de su pequeña ciudad natal, de origen rural, en la Selva Negra, Meßkirch. Una tumba arraigada en su tierra pueblerina, apartada del bullicio, sembrada en el recogimiento. Otra, en el Estado de Nueva York, en un cementerio de profesores, en una tumba muy modesta, sin mayores pretensiones, con apenas una placa contentiva de los datos usuales, a cien metros de la biblioteca. Esta última, la tumba de Hannah Arendt (1906-1975), de quien este 4 de diciembre de 2025 conmemoramos cincuenta años de su partida. Una tumba rodeada de interlocutores citadinos para la discusión y el debate, para el permanente encuentro dialógico. ¿Voluntad de recogimiento o voluntad de diálogo? Dos tumbas. Cada una expresa una de esas voluntades. Recogerse en la escucha del olvidado Ser o encontrarse con los otros para el diálogo y la deliberación. ¿Sólo un Dios podrá salvarnos (Heidegger) o sólo podremos salvarnos nosotros mismos exponiendo nuestras diferencias y buscando puntos transitorios de encuentro para navegar la vida que nos toca? ¡Qué pensador y pensadora tan distintos! Distinción reflejada en la distinción de sus tumbas, como si hasta en la mismísima muerte nos persiguieran nuestras identidades sociales.

Cómo hubiese querido haber sido yo quien descubriese el espíritu sociológico tras las tumbas de Martin Heidegger y de Hannah Arendt, acaso el filósofo ontológico más grande de los últimos tiempos, acaso la filósofa política más grande de los últimos tiempos. Pero esta sociología de las tumbas, que bien vale practicar con otros personajes, sean más o menos anónimos, que puede dar trabajos de grado, tesis y ensayos magníficos, se la debo a la genialidad de Peter Sloterdijk (n. 1947) en las páginas iniciales del ensayo "Caída y Vuelta", recopilado en su libro "Sin Salvación. Tras las huellas de Heidegger". Tan diferentes Heidegger y Arendt, y sin embargo tan unidos desde la misma juventud de ella, cuando asistió a las clases del gran maestro. Allí surgió un gran idilio entre ambos, cuyo recuerdo no se borró a lo largo del siglo, como lo evidencia la correspondencia escrita entre ambos. Unidos por un gran amor, separados por sus propios filosofares. En efecto, Heidegger vivió toda su vida bajo el abrigo de su cabaña en la Selva Negra. De poco viajar, de poco salir de sus caminos de bosque, en los que se sentía un pastor del Ser, Heidegger un día se metió en política y naufragó. Se encandiló con el ideario nacionalsocialista en sus inicios. Aceptó la rectoría de la Universidad de Friburgo, renunció al año. No estaba dispuesto a perseguir y expulsar estudiantes y profesores con orígenes judíos. Después de todo, mucho antes de todo eso se había enamorado locamente de aquella estudiante judíogermana que será recordada siempre por "Los orígenes del Totalitarismo". Heidegger naufragó políticamente, como tantos han, hemos, naufragado a lo largo de la historia, de nuestras historias, pero se le recrimina que nunca presentó excusas de su naufragio, no al menos explícitamente, si bien sus seminarios sobre Nietzsche a partir de 1936, recogidos hoy en dos sendos tomos, bien valen unas excusas implícitas. Allí se deja maravillar con el filósofo del bigote, pero lo critica como la última etapa de la metafísica objetivista (entificadora) de occidente, la de la voluntad de poder (Nietzsche) y su éxtasis, aquel mismo éxtasis presente en los discursos de Hitler. Desde entonces el recogimiento de Heidegger en su Selva Negra, en sus caminos de bosque, fue mayor, quizás hasta aquella famosa entrevista que concedió a finales de los sesenta a condición de que sólo se publicara tras su muerte. Tras la muerte de Dios anunciada por Nietzsche en Zarathustra, o por Dostoievski en "Los hermanos Karamazov", desencandilado ya ante su naufragio de los treinta, allí, en aquella famosa entrevista, fue que sentenció: "Sólo un Dios podrá salvarnos".

Pero Hannah Arendt no esperaba a ningún Dios para salvarnos. Como lo dibuja el entorno de su tumba, lo de Arendt fue una permanente voluntad dialógica y profundamente crítica, voluntad que exige de una anterior como su paso previo, la voluntad de escucha. La obra que nos lega la filósofa expresa como muy pocas esa escucha, ese esfuerzo por comprender el sentido y significado de sus interlocutores, así sea que estos interlocutores fuesen unos desaforados genocidas de judíos, y no sólo judíos. En efecto, el monumental estudio sobre "Los orígenes del totalitarismo" comprende desde sus inicios históricos el prejuicio nazi, y no solo nazi, contra los judíos. Relata con muy buenas fuentes el desarrollo de ese prejuicio desde el papel que jugó ese pueblo en el financiamiento de las coronas previas a la formación del Estado nacional moderno y cómo una vez formado este, sobre todo a partir de la Paz de Westfalia (1648), quedaron como parias, como pajarito en grama, diría nuestra sabiduría popular. La cuestión judía, ya tratada por Marx, consigue su mayor complejidad en el análisis de la gran pensadora judía, comprende en toda su magnitud el proceso que llevó a la "Solución Final". Comprender no es justificar, esto hay que repetirlo una y otra vez, especialmente cuando Arendt fue acusada por los propagandistas sionistas de antijudía, de gran traidora, de filonazi. Comprender como forma de análisis y síntesis del pensamiento y el estudio es captar interpretativamente el sentido y significado que para determinados actores sociales adquiere su accionar, y para hacerlo se precisa sumergirse en las circunstancias históricas de esos actores. Arendt lo hizo magistralmente con los nazis, y no sólo con ellos, pues "Los orígenes del totalitarismo" y sus otras obras nos pasean por los imperialismos brutales tras la Gran Guerra de 1914 o la pretendida revolución socialista y su frecuente y horripilante anclaje en el Terror de la francesa. Empero, alertemos, el comprender no se agota en el mero pensar y el estudio, comprender es un paso fundamental para una acción inteligente, una que no quiera repetir las barbaridades del pasado.

Arendt, ya lo hemos dicho, difería mucho de la filosofía del recogimiento de su maestro Heidegger. Así, además de académica participativa en las discusiones políticas más variadas, ejerció también de periodista. En ese oficio tan metido siempre en el día a día de nuestros avatares, le tocó llevar a cabo el reportaje del reconocido juicio a Adolf Eichmann (1906-1962), el jerarca nazi encargado del traslado de los judíos de todos los países europeos a los campos de exterminio. De allí la reportera Arendt publicó un libro filosófico hasta los tuétanos: "Eichmann en Jerusalén". Un texto que retumba hasta hoy por los rincones en los que emerge el discutir filosófico político para una praxis que se quiera inteligente. Pocos serán quienes no han escuchado alguna vez la expresión "la banalidad del mal", que sale de aquellas páginas para referir a un Eichmann que en lugar de ser el malvado estereotipado de alguna película o telenovela era un hombre común y corriente, moral e intelectualmente heterónomo, burócrata gris y militar obediente que cumplía sus órdenes de modo muy eficaz. Eichmann, secuestrado por el Mosad (servicio secreto del Estado de Israel) en Argentina donde se había refugiado, fue exhibido como el gran logro israelita, extensamente publicitado como un juicio justo contra la maldad genocida de los nazis. Obviamente, el estudio de Arendt disgustó demasiado a muchos de sus congéneres judíos y a todos los sionistas. Repudiada la filósofa, jamás renunció al esfuerzo comprensivo, nuevamente no justificatorio, de muchos de los ejecutores del holocausto, aunque ello pusiese en peligro hasta su propia vida. Muchos de esos ejecutores, como Eichmann, eran burócratas ejecutando sus órdenes, buenos empleados del régimen. Sabían lo que hacían, no eran ignorantes, pero su juicio era banal, había que cumplir las órdenes, fue la banalidad del mal.

Pues el problema del mal es que generalmente es banal. Se hace y ya. Es heterónomo. Y heterónomo es opuesto a autónomo. Heterónomo es quien recibe de fuera los mandamientos de su pensar y conducta, quien es obediente porque así se lo enseñó un padre, un prelado, un profesor, un propagandista, un amigo, un Führer o quien sea, o quizás todos juntos. Autónomo es quien procura formarse un juicio a partir de criterios propios que ha adoptado de una ilustración permanente, mas una no despótica, sino una que sabe que toda luz siempre, eternamente, ilumina sobre un fondo de sombras. Una ilustración que reconoce sus límites porque dispone de una sensible voluntad de escucha de lo otro, de lo que es diferente, y en su escucha lo comprende. Y como hay muchos otros, como el ser que somos es tan diverso, como no hay un solo camino en el bosque sino muchos, como en realidad se hacen caminos al andar (Machado), pues se escuchan y se comprenden muchas voces. Y en ese diálogo de voces, no justificatorio a priori, surgen los propios criterios, la autonomía, el pensar propio, lo que Kant llamó Ilustración, el atreverse a pensar por uno mismo. Hannah Arendt ha sido emblema de ese pensar libre, propio, aunque ello le costó todo lo que le costó en vida, mucho con demasiado. Pues por lo general los heterónomos sentencian que sólo importa la lealtad, que el honor es ser leales siempre, que discrepar es traición. El heterónomo es sordo, oye pero no escucha. No dialoga, monologa. Te extrañamos Hannah. No obstante, nos dejaste tu espíritu como modelo de formación para la libertad. Como tu tumba muestra, y sin desmeritar la voluntad de recogerse de aquel tu maestro, pues después de todo quien se recoge, quien se retira, no mata, tu tumba muestra el amor por la sana discusión para la mejor deliberación de un sujeto que siempre es un nosotros y que se quiere inteligente en su actuar.



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Javier B. Seoane C.

Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela, 2009). Magister en Filosofía (Universidad Simón Bolívar, 1998. Graduado con Honores). Sociólogo (Universidad Central de Venezuela, 1992). Profesor e Investigador Titular de la Escuela de Sociología y del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela.

 99teoria@gmail.com

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