Entrevistando imaginariamente a Marx sobre lo tratado en: El capítulo VIII de “El Capital” (V)

¿Qué diferencias existen entre el hambre de plusvalía que reina en el feudalismo y en el capitalismo?

Ofrece especial interés comparar el hambre de plusvalía que impera en los principados del Danubio con la que reina en las fábricas inglesas, por una razón: porque en las prestaciones de los vasallos la plusvalía reviste una forma sustantiva y tangible.

Supongamos que la jornada de trabajo abarca 6 horas de trabajo necesario y 6 horas de trabaje excedente. Tendremos que el obrero libre suministra al capitalista, al cabo de la semana, 6 X 6, es decir, 36 horas de trabajo sobrante. Es lo mismo que si trabajase 3 días de la semana para él mismo y 3 días gratis para el capitalista. Sólo que esto no se ve. El trabajo excedente y el trabajo necesario se confunden formando un bloque. Podríamos, por tanto, expresar también esta proporción diciendo que de cada minuto de trabajo del obrero trabaja 30 segundos para sí y 30 segundos para el capitalista, y así sucesivamente. En las prestaciones del vasallo las cosas se presentan de otro modo. El trabajo necesario que realiza, por ejemplo, el campesino de la Valaquia para poder vivir no se confunde en el espacio con el trabajo excedente que rinde para el feudatario. El primero lo realiza en su propia tierra, el segundo en la finca del señor. Las dos partes que integran el tiempo de trabajo adoptan, por tanto, una existencia independiente. Bajo la forma de prestación de vasallaje, el trabajo excedente aparece claramente desglosado del trabajo necesario. Esta forma diversa de manifestarse no altera para nada, evidentemente, la proporción cuantitativa entre ambas clases de trabajo. Tres días de trabajo excedente a la semana siguen siendo, llámense prestación de vasallaje o trabajo asalariado, tres días de trabajo por los que el obrero no percibe equivalente alguno. Sin embargo, para el capitalista, el hambre de trabajo excedente se traduce en el impulso desmedido de alargar la jornada de trabajo, mientras que para el feudatario provoca, sencillamente, la codicia de aumentar los días de prestación.

En los principados del Danubio, las prestaciones de los vasallos llevaban aparejadas rentas en especie y todo lo que constituye el aparato de la servidumbre de la gleba; aquellas prestaciones constituían, sin embargo, el tributo principal abonado a la clase gobernante. Donde esto acontece, lo normal es que la servidumbre de la gleba surja de las prestaciones de vasallaje, y no a la inversa. Tal, por ejemplo, en las provincias rumanas. El régimen primitivo de producción de esos territorios se basaba en la propiedad colectiva, pero no al modo eslavo, ni mucho menos al modo indio. Una parte de las tierras se cultivaba individualmente por los miembros de la colectividad, como propiedad individual libre; otra parte –el terreno público- era cultivado en común. Una parte de los productos de este trabajo colectivo se destinaba a formar un fondo de reserva para hacer frente a las malas cosechas y a otras eventualidades; otra parte, a alimentar el erario, a sufragar los gastos de la e guerra, de la religión y demás atenciones colectivas. Andando el tiempo, los dignatarios guerreros y eclesiásticos usurparon la propiedad colectiva y sus prestaciones. El trabajo de los campesinos libres sobre sus tierras colectivas se convirtió en trabajo de vasallos para los usurpadores de la propiedad comunal. A la par con esto, fueron desarrollándose una serie de relaciones de vasallaje, relaciones que, sin embargo, tenían una existencia de hecho. Hasta que Rusia, la redentora universal, so pretexto de abolir el vasallaje, elevó esas relaciones a ley. Huelga decir que el Código de trabajo de prestación, proclamado en 1831 por el general ruso Kisselev, había sido dictado por los propios feudatarios. De este modo, Rusia se atraía de un golpe a los magnates de los principados del Danubio y se ganaba las simpatías charlatanescas de los cretinos liberales de toda Europa.


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Nicolás Urdaneta Núñez


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