Las universidades deben impulsar una reforma curricular que incorpore transversalmente los valores nacionales y el respeto a la soberanía. No se trata de imponer ideologías, sino de formar profesionales conscientes de su papel en la defensa del país y en la construcción de un proyecto colectivo, al cual todas las instituciones nacionales deben incorporarse y las Universidades nacionales ya tienen 30 años de atraso. Desde ingeniería hasta humanidades, toda disciplina puede vincularse con una ética pública arraigada en el compromiso y la soberanía nacional. Esta integración fortalecería una ciudadanía crítica, lúcida y comprometida con el desarrollo soberano y un desarrollo socialista.

La autonomía universitaria fue concebida como un pilar de la educación universitaria, concebido para garantizar la libertad académica en una época donde el desarrollo necesitaba el pensamiento y la producción de conocimiento sin injerencias del poder político, económico o religioso. Sin embargo esta vinculación entre las universidades y el desarrollo económico siguió un camino distinto al de los países imperialistas donde ambos movimientos, la creación del conocimiento y el desarrollo nacional estaban y están casados, mientras en nuestros países están divorciados.

Este divorcio casi absoluto del sector universitario autónomo del proyecto nacional, debe repensarse y establecer la integración y superar la indiferencia universitaria en su trajinar y en su propuesta curricular, frente a los desafíos de la soberanía. Se necesita por lo tanto una universidad verdaderamente vinculada al desarrollo nacional que sería aquella que, desde su independencia, elige comprometerse activamente con la transformación social y el bienestar colectivo, lo cual no está sucediendo principalmente con las universidades autónomas.

La defensa de la educación universitaria implica proteger a la universidad de presiones externas trasnacionales que intenten instrumentalizarla, con directivas que más se sienten identificados con los objetivos de dominación y creación de conocimiento imperialista que con los que nuestra sociedad sostiene. En contextos como el latinoamericano, donde la construcción de un proyecto nacional soberano ha estado históricamente atravesada por presiones geopolíticas, extractivismo y dependencia tecnológica, las universidades deben asumir un rol protagónico. No se trata de alinearse ciegamente con el Estado, sino de construir, desde el pensamiento libre y crítico, respuestas situadas a los problemas del país.

La autonomía, entonces, no es aislamiento sino una forma de soberanía intelectual que se pone al servicio de la soberanía nacional. Es en ese cruce donde la universidad encuentra su sentido más profundo, generando conocimiento pertinente, formando ciudadanos críticos y cultivando una ética pública sostenida todo por los principios de soberanía nacional y patria. Negar este compromiso implicaría caer en un academicismo estéril o en una complicidad manifiesta. La autonomía universitaria sería entonces un aporte de generar conocimiento propio independiente de las pautas que llegan de países externos al nuestro.

Así entendida, la educación universitaria no debilita a la nación, sino que es la única manera de fortalecerla. Porque una sociedad en desarrollo y libre de injerencias externas necesita instituciones que practiquen un pensamiento libre, pero también coherentes con el proyecto nacional venezolano, sumando el potencial transformador de una universidad consciente de su misión histórica. Que gana el país con un buen profesional, medico, ingeniero, abogado, pero mal ciudadano venezolano, identificado con el modo de vivir de Miami o Londres, deben de preguntárselo las universidades.

Es fundamental que las instituciones educativas universitarias autónomas asuman el compromiso de enseñar no solo contenidos académicos, sino los valores, la historia y las raíces culturales del país en el que se insertan, en todas sus especialidades y carreras. Este compromiso no puede ser considerado accesorio, sino esencial para la formación de ciudadanos conscientes, críticos y comprometidos con el destino colectivo de su nación. La historia nacional no es una tarea memorística, sino un ejercicio de autoconocimiento colectivo que permite comprender los desafíos estructurales, las luchas sociales y los logros que han moldeado la identidad de un pueblo.

Promover el respeto por la soberanía nacional en el ámbito universitario y el educativo en general, y el deber de reflejarlo en lo curricular, no implica fomentar nacionalismos cerrados, sino cultivar una conciencia ciudadana que sepa defender la autodeterminación de su país frente a dinámicas de subordinación o dependencia. En un mundo donde los países más ricos imponen con frecuencia lógicas económicas, culturales y políticas que vulneran la autonomía de los más débiles, es vital que las nuevas generaciones desarrollen una mirada crítica y solidaria frente a las asimetrías globales. Las universidades autónomas deben trabajar conjuntamente con el gobierno nacional definiendo los alcances de su reforma curricular, los apoyos concretos que ellas necesitan y los beneficios esperados para todos.

La escuela y la universidad tienen así una doble responsabilidad: formar profesionales capaces y, al mismo tiempo, ciudadanos comprometidos con la justicia social y la dignidad nacional. No basta con reproducir conocimientos descontextualizados; es necesario formar sujetos capaces de pensar desde y para su realidad. Solo entonces la educación se transforma en una herramienta emancipadora, capaz de fortalecer la soberanía no solo territorial, sino también cultural, tecnológica y epistémica.

En definitiva, educar desde el respeto a la soberanía y a los valores nacionales no es adoctrinar, sino construir una ciudadanía lúcida, capaz de defender con argumentos y conciencia su derecho a existir con dignidad en este mundo en crisis.

Oscar Rodríguez Estrada

26 de junio de 2025