La autoconciencia feminista y el "pecado" de ser mujer

El androcentrismo cultural (para otros, falocentrismo) está tan arraigado en nuestras sociedades que -generalmente- se acepta como algo totalmente correcto, natural y legítimo que no es preciso explicarlo, tan solo aceptarlo. Esto, a pesar de que las mujeres adquirieron, en los últimos cien años, más derechos que sus antecesoras, como el derecho a la educación, al divorcio, a participar en el escenario político, a una igualdad laboral y salarial, a ejercer cargos de autoridad en diferentes instituciones y a defenderse y a ser defendidas de la violencia machista. No obstante, aún se percibe a la mujer como guarda de la «santidad» del hogar, reproductora de la especie humana y objeto decorativo y sexual que el hombre exitoso puede mostrar a sus semejantes en todo momento; refrendado por el uso del apellido de su cónyuge, como marca de posesión, y la sentencia del mito bíblico del pecado original. El patriarcado se mantiene vigente, entonces, por medio de diversos sistemas de dominación y recursos simbólicos que lo exaltan, una cuestión importante que se hace imperioso develar para que la sociedad entera conozca cómo reducirlos y eliminarlos, en función de lograr un mayor nivel de libertad y de democracia, por igual, para todos. «Al igual que otras ideologías dominantes, -escribe Kate Millet en su obra «Política sexual»- tales como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no solo constituye una medida de emergencia sino también un instrumento de intimidación constante». Esto se basa en los roles de género a los cuales son sometidos niños y niñas, estableciendo diferenciaciones que, a final de cuentas, imponen un sistema de dominación y de explotación que, fundamentalmente, privilegia al sexo masculino.

De esta forma, la arcaica idea del príncipe azul (repetida innumerables veces a través de telenovelas) «educa» a la mujer en la pasividad, la paciencia y la ilusión de encontrar, algún día, mágicamente, un varón apuesto dispuesto a acogerla y protegerla, a cambio de su amor, devoción, utilidad y complacencia, sin esperar reciprocidad alguna de quien debiera ser su compañero y no su amo o dios redentor. En todo caso, se produce lo que algunos estudiosos y estudiosas de este tema llaman plusvalía de la dignidad genérica, obtenida en cada interación de ambos sexos. Al respecto, cabe mencionar que existe cierta inconsistencia en cuanto a la enseñanza común que se le imparte a niños, niñas y adolescentes sobre el sexo, sin mayores alusiones a lo que es, o debería ser, el amor entre las parejas de todo tipo, algo que pasan por alto, incluso, aquellos que reclaman que se elimine la educación sexual por calificarla de pervertida e inconveniente para la formación de las generaciones futuras. Quizás haya en todos la convicción de que el amor no se puede cuantificar y, por lo tanto, no se podrá explicar racionalmente, quedando reducido simplemente a una especie de buena suerte para aquellas personas que están recíprocamente enamoradas.

La influencia de la industria del consumo, del cine y de los medios de comunicación de masas, a pesar de abrirse a la inclusión de la comunidad LGBTQ (para algunos, de un modo exagerado), se manifiesta en los patrones de conducta que deben seguir hombres y mujeres, los cuales asignan a éstas un papel cosmético, secundario y dependiente de su par masculino, de quien se espera que sea arrogante, decidido y capaz de realizar toda proeza física destacable, sea en un campo de batalla (real o ficticio) o en cualquier deporte, convertido en deidad o héroe para las multitudes; especialmente, para las mujeres. Algo que se deja traslucir (sin profundizar, puesto que no se trata de filosofar) en la versión cinematográfica «humanizada» de la muñeca Barbie.

Las luchas y las políticas feministas no tendrían, entonces, como único objetivo el reconocimiento y el mejoramiento de las condiciones en que viven, o podrían vivir, las mujeres y todas las personas disidentes de la heteronorma tradicional. Esto es algo que entronca la autoconciencia femenina con las demás luchas y políticas que se proponen producir cambios en el sistema-mundo prevaleciente. Para lograrlo, es vital comprender que la reproducción social no se basa solamente en el factor económico o político, como suele verse y entenderse, lo que hace necesario incluir un análisis más integral y completo que permita modificar estructuralmente este sistema-mundo en favor de todas las justas aspiraciones de la humanidad; de manera que se amplíen los horizontes de cada una de estas luchas y políticas.

Por otra parte, se debe considerar que la rancia ideología de la desigualdad de sexos se expresa también en la violencia y la prostitución a que son sometidas muchas mujeres alrededor del mundo. Esta establece relaciones de subordinación y, hasta, de propiedad que se refuerzan mediante diversos mecanismos de ideologización, tales como los medios publicitarios y de entretenimiento, la religión y la instrucción (pública y privada), regidos normalmente por hombres. Todos éstos, juntos, contribuyen a impedir la autoconciencia feminista y a hacer permanente el «pecado» de ser mujer, prestadora , además, de servicios jamás remunerados en casa, aunque se viva en una sociedad nominalmente igualitaria. Tales elementos le dan una consistencia única a las luchas y las políticas feministas que exige una participación decidida de parte de los hombres, sin que por ello lleguen a sentirse disminuidos, desplazados y humillados, ya que su aporte a estas luchas y políticas crearán una perspectiva aún mejor de lo que es la humanidad en todo su conjunto.



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Homar Garcés


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