Del país profundo: Los valses tachirenses y el juramento de Matilde Jáuregui

Todavía queda en los andes venezolanos un bandolín hecho en maderas de pino y cedro que recibe en su soporte hasta catorce cuerdas de acero distribuidas en cinco órdenes. Está claramente localizado en la tradición musical tachirense y los más exigentes ejecutantes de este instrumento hacen gala de su afinación cuando pulsan sus resistentes cuerdas de distintos calibres. La primera vez que vi muy de cerca como se producía su sonido sin reglas fijas, fue en las manos de una atractiva y sabia mujer llamada Matilde Jáuregui. Dependía de sus caprichos la entonación del instrumento y su belleza armónica para agradar al oído de sus más cercanos admiradores. Calibraba las distancias de un traste a otro en un extraño ejercicio matemático que hacía variar la altura de las notas en su afinación.

Matilde Jáuregui nació un 24 de febrero del año 1927 y gracias a su tío Juan del La Cruz Contreras fue aprendiendo a pulsar desde la prima hasta la sexta en aquel reconstruido bandolín que paseó entre sus dedos con seis órdenes de cuerdas y que le duraría una eternidad. Acababa de cumplir los nueve años y en solo tres meses pudo aprenderlo todo para quedar a la deriva, porque a los tres meses de iniciarse con aquel instrumento de brillante caja armónica, repentinamente muere Juan de La Cruz Contreras. Sería su única herencia ese bandolín de tantas clavijas en el que ya podía ofrecer la canción Ave de Paso. Lo que si te digo, que si muero pronto, siembres en mi tumba una blanca flor. La letra de aquel brindis iniciático dividido en amores no la olvidaría jamás.

En la población de La Fría, en el estado Táchira, Matilde se enamora de José Guillermo Alviárez y tiene cinco hijos varones, Luis Fernando, José Alirio, Juan Pedro, Antonio, y Freddy Enrique. Muy temprano murió José Guillermo Alviárez y la dejó con esos cinco niños huérfanos pasando trabajo y luchando para mantenerlos. Lavaba ropas ajenas, planchaba, cosía. En una cocina de kerosene hacía pastelitos y chicha para vender. “Hay que confiar en Dios” nos dice. Cuando perdió la única casa de mujer pobre que había plantado con tanto esfuerzo, encontró otros trabajos y así fue haciendo para levantar a los hijos, trabajando de día y de noche. Hoy tiene hasta tataranietos y no olvida su música. En la ciudad de Colón, donde falleció su padre Santiago Jáuregui está su nueva casa. Allí se hace amiga de las noches y de la luna que ilumina la magia de su bandolín con una cejilla de hueso entre el diapasón y el clavijero. Ella repasa las canciones más conocidas de antaño y repite: yo no seré en tu vida cuál ave de paso.

Interpreta sin descanso esa letra que descubrió al otro lado de la frontera entre los secretos de la caja mágica heredada de Juan de la Cruz Contreras, el tío que le enseñó a explorar el sonido de aquella boca de madera. Era el gran pariente que galopaba y le ofrecía saludos majestuosos cuando pulsaba cada cuerda.

Matilde Jáuregui había nacido en San Juan Bautista de Chinácota, perteneciente al departamento colombiano del Norte de Santander, a solo cuarenta y cinco kilómetros de Cúcuta. Chinácota, paso obligado del Libertador Simón Bolívar en sus travesías por los Andes entre bosques de nieves y páramos.

Los cultivos matizan los campos, tierra buena fecunda y feraz, en los montes florecen cafetos, en las almas florece la paz. Así se lee en unas de las estrofas finales del himno de Chinácota, y ciertamente, en ese terreno muy fértil, además de los grandes cafetales impulsados por terratenientes de Santander, donde se llegó a cultivar la mayor parte del café colombiano, también se siembran hortalizas, maíz, tomate, zanahoria, cebolla, plátano, caña de azúcar, pero lo más importante que destaca en el suelo de esa comarca andina es el uso de los pastos para la alimentación de bovinos y producción de leche y carne. Era ese el ambiente en el que permaneció Matilde hasta los veintiún años, viendo transcurrir la vida de sus padres campesinos, recordando los compases del bambuco, tan relacionados con los ritmos de herencia vasca, los valses y los pasillos en las notas de aquel famoso bandolín del hechizante brazo. En esa tierra recibiría sepultura la madre Pastora Delgado de Jáuregui, tiempos después del fallecimiento de su primer maestro Juan de la Cruz Contreras, pero más allá de la confluencia del luto que penetra en su alma, hay un hecho que hace sangrar las voces del pueblo y la lleva a despedirse de Chinácota para nunca más volver.

A cuatrocientos sesenta kilómetros de Chinácota, donde tiene asiento Santafé de Bogotá, capital de Colombia y del departamento de Cundinamarca, un 9 de abril de 1948 a la 1:05 p.m. es asesinado por el pistolero Juan Roa Sierra el senador y líder principal del liberalismo Jorge Eliécer Gaitán. Gran parte de Bogotá es destruida por las revueltas que dejan un saldo estimado en tres mil muertos. Se exacerbaron las pasiones y una ola de violencia recorre a Colombia toda, particularmente en las regiones de los llanos y de los andes, donde Chinácota no está ausente de la lucha entre liberales y conservadores. Los muertos siguen siendo del pueblo. Se desencadenó la tragedia y nunca se restableció el orden. Ese mismo año, después de ser incendiada la casa familiar de Matilde Jáuregui a cuatrocientos sesenta kilómetros de Bogotá, viene la huída. Eran doce los hijos que Santiago Jáuregui había tenido en Chinácota y pudo sacarlos a todos de aquel infierno. “Yo venía con mi papá por lo que llamaban la trocha de agua clara y el paso del burro, hasta que llegamos a caño arenoso, pasando hambre, frio, sed y sufrimiento, en casi dos días desde que salimos de Cúcuta, esta es una historia muy triste que me duele contar, atravesamos el curso remoto de los ríos en la clandestinidad, hasta que mi papá se estableció en Colón y vivimos todos alquilados en la calle cuatro…”.

“Desde ese año 1948 decidí no volver a Colombia”. Era uno de sus grandes misterios. Le hablamos de nuevo sobre el bandolín y me dice que entre sus temas preferidos están Brisas de Pamplonita, Flor del Campo y Ave de Paso. Entonces me repite los dominantes versos finales sin desprender ninguna lágrima de sus ojos: Lo que si te digo, que si muero pronto, siembres en mi tumba una blanca flor.

Matilde Jáuregui toca su bandolín. San Cristóbal. 2015
Credito: Rafael Salvatore




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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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