El Libertador visita a Paéz

Un día decidí conocer a Páez, quien en esa época era un guerrillero sin mayor importancia, pero con más vista que un lince y más agallas que un pargo. Aunque meses antes me había reconocido como jefe único, tenía mis reservas en cuanto a su fidelidad. Todos cuantos lo conocían, además de Santander, Urdaneta y Zea, decían que era muy díscolo y vanidoso, jactándose de ser el único a quien los españoles le tenían miedo, a pesar de que Morillo le había hecho parar la cola al tomar San Fernando y cruzar el Arauca. Ya nos aproximábamos a su hato de (Cañafistola), donde había acampado con tres mil hombres. Me hice acompañar por unos setecientos soldados y trescientos legionarios británicos. Pretendía impresionarlo con su disciplina y sus vistosos uniformes. Era bien entrada la mañana cuando uno de los de vanguardia me comunicó que el general Páez venía a mi encuentro. No había terminado de darme la novedad cuando vi venir hacia donde me encontraba un tropel de caballería capitaneado por un hombre que de lejos parecía rechoncho, con sombrero de paja y montado a la mujeriega. Apenas lo divisé, ordené alto a la columna, bajé del caballo y salí a su encuentro. Páez hizo otro tanto. No era gordo como yo creía; su tórax desmesurado y su recia musculatura lo hacían parecer más bajo de lo que era. Con paso de loro sabanero, se vino hacia mí, descubriéndose respetuoso. ¡Venga un abrazo, General Páez! Le grité emocionado. Nos abrazamos ruidosamente. Poniéndonos en camino hacia (Cañafistola), donde estaba el grueso de su tropa. Les confieso que al principio me desconcertó: en vez del hombre suficiente y altivo que me habían pintado, me encontré con un tipo cortes y cohibido, excesivamente respetuoso y más bien callado, que fingía seguir con interés todo cuanto yo iba diciendo. Y digo fingido, porque no había naturaleza más opuesta a aquella que me estaba brindando el jefe de los llaneros, como tendría ocasión de comprobarlo más tarde y como había de sufrirlo el resto de mi vida.

Por culpa de Páez fui derrotado en mi campaña de 1818, teniendo que regresar a Angostura con el rabo entre las piernas. Esa fue la primera deserción que hube de sufrir de su parte. No sería la última. Cuando decidí cruzar los Andes y caer sobre la Nueva Granada en aquella memorable jornada, me dijo que ni de vaina me ayudaría a libertar a los (reinosos), como despectivamente llamaba a los colombianos. La animadversión que se profesaban Páez y Santander, además de risible, era dramática. Más que el antagonismo de dos hombres, era el de los dos pueblos a los que yo pretendía reunir bajo una misma nación. Los venezolanos eran libres y montaraces como los caballos y los toros alzados de sus llanuras; los neogranadinos estaban acostumbrados a las formas de vida superiores, sin olvidar la intriga y el disimulo. Con los primeros se podía ir a la guerra con la plena confianza de tener las espaldas cubiertas, mientras se estuviese en combate, aunque luego desbarataran con los pies lo que alguna vez hicieron con las manos. Los neogranadinos eran respetuosos; pero uno nunca sabía si eran aliados o lo manipulaban a uno para lograr sus propósitos.

El negro Leonardo Infante me salvó la vida, aquella noche del Rincón de los Toros, en que el capitán español Renovales, haciéndose pasar por patriota, se llegó hasta el campamento y, luego de preguntarle a un oficial (donde se encuentra Bolívar), apenas éste le señaló mi hamaca, él y sus hombres le cayeron a plomo, salvándome de chiripa porque una guajirita de los contornos quiso complacerme aquella noche, más allá de unos mogotales. El negro Leonardo Infante me dijo: (Ándese con cuidado con el tal Santander). Santander había sido el oficial de guardia, que le señaló a Renovales el sitio donde presuntamente yo debería estar durmiendo. ¿Usted cree que son casualidades? Yo no creo en esa vaina. ¿Cómo va a proceder en forma tan bolsa un hombre tan facurto como Santander? ¿Hasta que punto el negro Leonardo Infante percibió con su malicia la felonía de la que Santander no se cansaría de darme pruebas? La antipatía de Infante por Santander no cesó a todo lo largo de la vida, concitando su repulsa y retaliación. Aprovechando de que yo estaba ausente en el Perú, metió al pobre en una intriga; lo acusaron de haber asesinado a un hombre y lo fusilaron en Bogotá, originándose por este crimen, como muchos así lo han calificado, la separación de Venezuela y Colombia. Páez, quien además de ser enemigo de esta unión, quería a Infante igual que yo, en lo que supo lo que había hecho Santander, puso a Venezuela en armas, iniciando con La Cosiata, en 1826, lo que terminaría de completar cuatro años más tarde: la destrucción de mi obra. (Confiar demasiado en Santander fue mi perdición). Sí yo hubiese fusilado a Páez, Santander y a otros cuantos más, que no veían más allá de sus intereses personales, hoy seríamos, luego de los Estados Unidos, la primera potencia de América y no la serie de países inermes que somos.

“El gran mérito de bolívar, le decía el general Urdaneta al coronel caraqueño Ambrosio Plaza es habernos unificado bajo un mando único. De no ser así, ya estaríamos pelados. Casi un cuarto de millón de venezolanos fue el precio de nuestra desunión. No podemos negar que los venezolanos somos una vaina muy seria” prosiguió Urdaneta, haciendo mofa de la escasa combatividad de los neogranadinos.

“Ambrosio Plaza, preguntó con reticencia: ¿Rafael, tu como que estás llamando cobardes a los reinosos? Es que ellos son chibchas y nosotros caribes. Ellos al igual que mayas, aztecas e incas dependían de la voluntad de sus reyes; depuestos estos, el pueblo se sometía al conquistador. En Venezuela, al igual que ahora, nadie le hacía caso a nadie. Como si fuera poco en nuestro país, lo que no sucedió en Castilla, se desarrolló el feudalismo y además como siempre fuimos una sociedad costeña y por consiguiente constantemente amenazada por piratas, ingleses, franceses y holandeses, por trescientos años no hicimos más que pelear y aprender a defendernos, lo que no le pasaba a esta gente, aquí en su altiplano y a mil leguas del mar”.

“Yo no creo en esas vainas, le repostó Urdaneta malhumorado. De que tienen la sangre aguá pa´la pelea, la tienen; así como hablan bonito, como no hay nadie. De Santander, a mí no me gusta ese carajo. A mí lo que me parece es uno de esos jinetes de escritorio, que como el viejo Zea creen que se hace patria con pluma y tintero. Y no hablemos de lo adulantes que son, además de tenernos ojeriza a todos los venezolanos. En una sola cosa estoy de acuerdo con Páez: esto de estar libertando reinosos con nuestras armas, en vez de conquistarlos para Venezuela, es criar cuervos para que nos dejen ciegos. Ya veras cuando pase el tiempo, como El Libertador está pelado si piensa que puede unirnos bajo una misma bandera a venezolanos y neogranadinos”.

Páez tenía 28 años; luego de Bolívar, o más que él, según lo decían hasta los mismos españoles, era el republicano más poderoso, dueño de los llanos occidentales, desde el pie del cerro andino hasta las riberas del Orinoco, del Apure y del Meta. “Soy catire, tan blanco o más blanco que los mismos mantuanos, (Páez era hijo de un gallego y una mestiza) y la gente que anda conmigo y me sigue, es mi propia gente. Además ¿Cuándo se ha visto que llanero no le pise adelante al que quiera meterle una zancadilla? Si Bolívar se me resbala y quiere hacerme una mala pasada, como le hizo a Manuel Piar, se quedará sin chivo y sin mecate; en cambio yo, por más que acepte ser segundo, continuare siendo jefe absoluto de verdad, verdad, tanto de mi gente como de muchos de los que andan con el. Bolívar tiene un defecto: no conoce ni sabe mandar a los llaneros. Y somos nosotros los únicos que le podemos sacar las patas del barrial y hechar pa’lante la guerra. ¡Tío, tío! El Libertador te manda esta carta. Páez vio con desden la misiva sellada y lacrada. No sabía leer ni escribir, (lo acompañaba un cura que le leía la correspondencia que le enviaban) lo que disimulaba a medias y lo llenaba de irritación “ya que no era posible que estuviesen juntos tanto poder y tamaña ignorancia”. Páez ha sabido resolver el problema de las razas. Esto explica, además de sus otras virtudes, buena parte de su éxito. Los caudillos regionales no tenían el menor interés por otras regiones que no fueran las suyas. Arismendi se negó a que sus margariteños abandonasen la isla para incorporarse al Ejército Libertador. A Zaraza tan sólo le importaba liberar la provincia de Barcelona, al igual que a Mariño la provincia de Cumaná. No había en ellos menor noción de patria grande ni tampoco de patria chica.

Durante el día tuve ocasión de observar detenidamente el campamento de Páez. Estos hombres que lo siguen lo ven como una deidad. Son capaces de hacerse matar por él, tan sólo de pedírselo. Sí Páez decide mañana pasarse al bando realista, serán más monárquicos que los españoles que trajo Morillo. Pero todos ellos juntos, con los hombres que los siguen y con los que yo tengo, no somos nada ante el inmenso poder de José Antonio Páez. ¿Qué ha hecho este hombre para hacerse obedecer y amar al mismo tiempo? En primer lugar, es temible. No vacila en ejecutar al que le falle en el campo de batalla; luego, está poseído por los dioses de la guerra. Si al miedo se le añade el botín y la gloria y luego sumamos la abolición real y efectiva del sistema de castas, es de comprender el por qué ha lograda, siendo analfabeta, una sociedad armada, dichosa y confiada en su futuro. A diferencia de mis oficiales, tan puntillosos en sus jerarquías, aquí todos son iguales; nadie es superior a otro. Ni yo, ni nadie, será capaz de arrebatarle a este hombre su jefatura y cacicazgo en la inmensa provincia de Barinas. ¿Quién es capaz de institucionalizar el papel del jefe? “Páez no me gustó para nada desde que lo conocí, era Zamarro e Hipócrita. Se le palpaba por encima de la ropa su Ambición desmedida y su naturaleza pronta a la Insubordinación. Páez es tan salvaje como los hombres de su horda, ya que no merece otro nombre. Es hipócrita y ladino como un sacristán y a la hora de asesinar no lo piensa ni por un momento. ¿Podré yo dominar a este hombre? Jamás me había encontrado a ningún otro de tanta audacia y poderío”.

No olvidemos que Bolívar había leído a Rousseau, el patriarca del pesimismo, y que los dos volúmenes del Contrato Social que habían pertenecido a la biblioteca de Napoleón, que el general inglés Roberto Wilson regaló al Libertador, solía llevarlos consigo, y los regaló al morir, a la Universidad de Caracas. A cada hombre puede juzgársele por sus lecturas favoritas. Don Quijote leía libros de caballería; Bolívar, leía a Rosseau; Páez, era analfabeta y autodidacta. Y el decir simplemente que aquél leía a Rousseau, y éste analfabeta y autodidacta, dice tanto para los que a Rousseau conozcan, como cuantos desencuentros entre uno y otro puedan buscarse. Bolívar era un águila; como lo llamó el chileno Santa María. Páez era un zorro, zamarro e hipócrita.

Cito a Mario Briceño: Debemos ver a Bolívar no como difunto, sino como el Héroe que renace para el triunfo permanente y cuya apoteosis ahoga la misma voz de la muerte.

Salud Camaradas.

Con Chávez todo, sin Chávez nada.

Hasta la Victoria Siempre.

Patria, Socialismo o Muerte.

Venceremos.


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Manuel Taibo


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