La excepción como regla

El estado de excepción se ha generalizado en varios países de América Latina, hasta alcanzar casi el carácter de un modelo político en sí mismo; es decir, parece dejar de ser excepcional, como sugieren las normas constitucionales, para convertirse en permanente, hacerse la regla general. Esto es notable en el caso venezolano, pero también en Ecuador, por ejemplo, donde una excepción sucede a otra, con pequeños lapsos de "normalidad" por justificaciones diversas: desde antes de la la pandemia, cuando el COVID también; por el auge de la delincuencia organizada, pasando por luchas populares callejeras, llegando a la "alerta máxima" actual por presuntos atentados terroristas. En Nicaragua, la excepcionalidad derivó en una reforma constitucional que cambió el esquema organizativo-funcional del Estado, para darle plenos poderes a la parejita monstruosa, después que varias leyes habían suspendido todas las garantías constitucionales de los derechos. Se confirma en este y en el caso venezolano, la lógica que lleva de la excepcionalidad a la "normalización" mediante una nueva Constitución. En términos de Cecilio Acosta, cada déspota hace una constitución a su medida. O, mejor dicho, a la medida de su arbitrariedad. En otros países de la región, Perú, por ejemplo, la inestabilidad política, causada por los conflictos permanentes entre ramas del poder público, entre el Ejecutivo y el Legislativo, también parece convertirse en una constante, dada la secuencia de elecciones y destituciones de presidentes desde, por lo menos, 2019, y antes, con el autogolpe de Fujimori, en 1992, caso extremo.

Llama la atención la tensión existente, que suele ser explosiva, entre, por una parte, las Constituciones, basadas en principios republicanos y liberales, legítimas de origen (porque surgen de la deliberación del cuerpo establecido en la norma de las normas, la Constitución) y vigencia (porque, según el Derecho positivo, existen y deben ser aplicadas), y, por otro lado, el desempeño político del Poder, como rama de la "potestas" estatal, es decir, el Poder Público devenido poder fáctico, de hecho, equivalente a la fuerza o la coacción. Empíricamente, se reconoce esto como abuso o violación sistemática de la norma. Algunos aducirán, dejando atrás el plano jurídico, que es la confirmación de la máxima maoísta de que "el poder surge del cañón del fusil", dejando de lado el aspecto del consentimiento generalizado, el cual debe ser ganado por la vía de la persuasión, razones o seducciones. O la simple continuación de los conflictos políticos por vías diferentes a las previstas por las normas jurídicas. Otros, le darán a las leyes la connotación de simple adorno de la fuerza, lo cual, dicen, es sugerido por la metáfora marxista de "superestructura", continente de las leyes y las ideologías, tan discutida por Ludovico Silva en su momento. Teóricos como Agamben reconocen la excepcionalidad nada menos que como el paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea. Schmitt, el jurista del Tercer Reich, el mismo que hace girar conceptualmente toda la Política en torno a la bipolaridad de "amigo" o "enemigo", coloca la excepcionalidad como lo propio de la Soberanía misma; es decir, del Poder absoluto desnudo. Tal parece que lo normal en la historia es el poder como ejercicio de la fuerza de los fuertes, como diría Trasímaco, el amigo de Platón que defendía que lo justo es el interés de "los más fuertes"; y que lo excepcional, lo raro, es la vigencia y la aplicación de las reglas jurídicas positivas. Pero son posibles otras interpretaciones.

Una que me llama la atención proviene de los historiadores (Elías Pino, por ejemplo), y apunta a que el abuso de la fuerza y la arbitrariedad, así como el desprecio de las normas emitidas por organismos legítimos, la apropiación privada de los bienes públicos (dicho más directamente, la corrupción) y la violación de las normas jurídicas (que lleva muchas veces al cambio de esas normas), forman parte de una tradición que viene desde la Conquista y la colonización. Efectivamente, los más destacados conquistadores ocuparon territorios y sometieron poblaciones con recursos muchas veces procedentes de su propio bolsillo, por su cuenta y riesgo, con su audacia, esfuerzo y crueldad, por lo que su sometimiento al Rey era solo una formalidad, a la cual no le paraban demasiado. El caso más evidente, que fue solo un ejemplo extremo, es el del Tirano Aguirre, quien le dijo claramente al Rey lo que pensaban Pizarro y Cortés, que sus hazañas las realizó porque él era arrecho y el Monarca no tenía por qué meterse en lo que no le incumbía. De esta manera, los criollos tenían un lema "se cumple, pero no se acata", cuando venía alguna norma de una instancia reguladora de la Corona que no encajara con sus intereses particulares. De modo que la arbitrariedad y el despotismo, junto a las otras flores que le acompañan, que debieran ser excepcionales, en realidad es una tradición que se reflejó igual, con toda su crudeza y crueldad, en Morillo, Boves, el propio Bolívar, y después la larga cadena de caudillos que marcaron nuestro siglo XIX, continuación de la guerra civil social que tomó, sucesivamente, las banderas del Rey y de la República, el federalismo y el conservadurismo, etc.

Pero, así como hay la tradición del caudillismo y el despotismo, hay tradiciones de lucha cívicas que se plasmaron, también, desde la génesis de la República. Es más, el hecho mismo de haber nacido como Republica (y no como monarquía, por ejemplo), ya es marca de una peculiar constelación de fuerzas culturales y políticas. También hay tradiciones de democracia que vienen, incluso, desde la Colonia, con el poder de los cabildos abiertos, de los municipios, que se expresó, por ejemplo, el 19 de abril de 1811. Igual, hay tradiciones de civilidad, de respeto a los derechos y deberes, de democracia, en fin, que siempre se han enfrentado al despotismo.

Es la misma arbitrariedad, despotismo, nepotismo, corrupción, abyección, que ahora muestra el madurismo. Y todo esto con la mayor sinvergüenzura y caradurismo que se haya visto. El mismo que se robó las elecciones del 28 de julio de 2024 (esa página se niega a pasar), que no publicó las actas, que anuló al Poder Electoral con una maniobra ante un Tribunal controlado por el mismo partido de gobierno, viene ahora a pedir la publicación las actas electorales de las elecciones en Ecuador. El déspota organiza unas elecciones regionales con todas las irregularidades, enmarcadas en una eterna excepcionalidad, que los mismos participantes de hoy denuncian, pero que se las calan para "preservar espacios" y "hacer algo", para elegir autoridades regionales que, anuncia él también, quedarán muy reducidos en sus competencias porque les impondrá un "Poder Comunal" que funcionará a imagen y semejanza del Partido de gobierno: centralizando el poder en una cúpula que se rige por el dedo poderoso, la cooptación y a persecución a los disidentes. Hemos llegado al punto de que el déspota, que ejerce la fuerza, requiere de una nueva Constitución a la medida de su arbitrariedad, para convertir la excepcionalidad en normalidad.

Hemos defendido la Constitución vigente; aunque le tengamos algunas observaciones. Sostenemos que los derechos que consagra, no solo son banderas populares actuales y pertinentes, que unifican diversas fuerzas que se sacuden el despotismo en nuestra sociedad, sino que también expresan el nivel que han alcanzado esas luchas populares, la marca que han ganado en décadas de historia de la República, conquistas a las que no podemos ni debemos renunciar. Por eso hemos asumido como consigna esa de "no la reformes, cúmplela". Rechazo a la reforma despótica de la Constitución; exigencia de realización de su articulado legítimo.

Se trata de exigencias, por supuesto. Aquí cabría que aclarar lo siguiente. Cierta visión sociológica inspirada en el funcionalismo, entiende al Estado como un sistema que recibe insumos, demandas, "inputs", y emite respuestas a esa alimentación. Si así fuera, por supuesto, sería absurdo esperar que la demanda por derechos sea respondida adecuadamente por la máquina construida precisamente con base en la violación de esos derechos. No entendemos al Estado venezolano de esa manera. Para nosotros, se trata de un aparato de dominación de clases o de segmentos sociales, como los militares y políticos profesionales, una "nueva clase" que usufructúa a la Nación como propiedad o patrimonio suyo, particular. Ese Estado dictatorial, despótico, es un producto histórico, ha resultado de correlaciones de fuerzas, es el resultante del enfrentamiento de otros vectores de fuerzas. Es un tejido de relaciones o tensiones. Las demandas no entran al sistema político como "inputs" o insumos de una máquina que funciona automáticamente, como lo muestran los modelos de la sociología norteamericana. Más bien constituyen signos cuyo significado y referentes son los intereses de clases y segmentos sociales, como los trabajadores, pequeños emprendedores, campesinos, intelectuales, etc.

Es en ese contexto que puede comprenderse la lucha por los derechos y por la Constitución, como una estrategia que puede, efectivamente, cambiar la correlación de fuerzas. Que todas las fuerzas sociales, trabajadores, campesinos, maestros, jubilados, etc., levanten esas banderas. Que se haga una exigencia entonada por todas las voces. Que se ejerzan efectivamente esos derechos de expresión, organización, movilización, huelga; no como concesiones del aparato opresor, sino como conquistas populares. Esos son los verdaderos "espacios" a ganar.

La legitimación es un concepto fundamental dentro de la teoría política y social, que se refiere al proceso mediante el cual un sistema político, una institución, una norma o una autoridad adquieren una base de legitimidad, es decir, el reconocimiento y aceptación por parte de la sociedad de su autoridad y validez.

Tipos de legitimación

Existen diferentes tipos de legitimación, según el fundamento en el cual se sustenta la autoridad o validez de un sistema o institución:

  • Legitimación tradicional: se basa en la historicidad de una institución o autoridad, su arraigo en la cultura y la tradición de la sociedad.

  • Legitimación carismática: se sustenta en el carisma o liderazgo excepcional de una persona, que logra cautivar y movilizar a la sociedad.

  • Legitimación legal-racional: se fundamenta en el cumplimiento de normas y procedimientos establecidos legalmente, que otorgan validez a la autoridad.

Importancia de la legitimación

La legitimación es crucial para el funcionamiento de cualquier sistema político y social, ya que sin ella la autoridad carecería de validez y la sociedad no reconocería su legitimidad. La legitimación contribuye a la estabilidad y legitimidad de las instituciones, generando confianza en la autoridad y en las normas establecidas.

Además, la legitimación permite la reproducción del sistema social, ya que al ser reconocida y aceptada por la sociedad, las instituciones y normas pueden perdurar en el tiempo y ser transmitidas de una generación a otra.

Procesos de legitimación

La legitimación puede llevarse a cabo a través de diferentes procesos y estrategias, que buscan construir y mantener la legitimidad de una autoridad o institución:

  • Legitimación por la tradición: basada en la historia y la herencia cultural de una institución, buscando su arraigo en el pasado y su continuidad en el presente.

  • Legitimación por el desempeño: fundamentada en los logros y resultados de una autoridad o institución, que demuestran su eficacia y beneficios para la sociedad.

  • Legitimación por el consenso: basada en el acuerdo y aceptación de la sociedad sobre la autoridad y las normas establecidas, generando un consenso sobre su legitimidad.

De nuevo, Trasímaco. Lo justo, lo legal, lo "real" político.

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Jesús Puerta


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