Me llama la atención que justo la gente en la cual caló la idea de convertirse en una pata más del sistema de conciliación de élites (1958-1998), hoy sea la más decidida representante de la política "conversacional", esa que insiste, a pesar de los presos, las descaradas arbitrariedades y el evidente autoritarismo del actual régimen del partido hegemón, en el diálogo con los verdugos, en firmar cualquier compromiso que presenten los secuestradores, con tal de "sobrevivir" o "preservar los espacios". Ciertamente esta gente o, mejor dicho, sus viejos dirigentes más destacados (sobre todo Petkoff, en segundo término, Martín y Moleiro), tuvieron un gran mérito en su momento. Lograron romper, allá a finales de los sesenta e inicios de los setenta, con concepciones revolucionarias fracasadas, en principio la locura de la lucha armada, luego con las simplezas de un bolchevismo trasplantado de época y geografía. Se adelantaron, en su día, a los propios eurocomunistas italianos, franceses y españoles. Pero sus discípulos fueron más allá de la ruptura con el marxismo-leninismo y de la asunción del reformismo, pues devinieron conservadores.
Hablo, por si no queda claro, de casos como Ochoa Antich y los amigos de Avanzada Progresista, quienes hasta se ilustraron con lecturas tardías de Bernstein, Kautsky y del "socialismo liberal" de los politólogos italianos. También allí podríamos agrupar a Luís Fuenmayor y los también amigos del MAS. No meto en este saco a exadecos todavía adecos, como Manuel Rosales, cuyo bagaje ideológico e histórico es diferente. Tal vez un día les dedique un pequeño ensayo a los lamentables adecos. Mientras, tengo que reconocer que los actuales "conversacionales" adquieren hoy cierta pertinencia ante el fracaso consecutivo de la oposición en sus intentos fallidos de derrocar la dictadura y frente a la actual sensación de vacío de estrategia, fundamentada principalmente en apoyos internacionales de sujetos tan impresentables como Trump y Netanyahu.
Los análisis de los "conversacionales" cuestionan el "extremismo" consuetudinario de la oposición. Afirman que la "vía electoral", siempre y en cualquier condición, permite "movilizar y organizar", "conservar espacios", "la supervivencia política", incluso "ejercer la democracia". Traen a colación los ejemplos de transición chilena y española; recuerdan las elecciones de 1952 y el plebiscito de 1957 en Venezuela. Señalan que, en contraste con las derrotas sufridas, la participación electoral, el diálogo y la negociación han significado avances importantes para la oposición cuando las han usado, y mencionan elecciones de gobernadores y alcaldes, así como la victoria parlamentaria de 2015, como ejemplos fehacientes. Sostienen que todavía es posible dialogar y "llegar a acuerdos" en las presentes condiciones; es decir, con presos, tarjetas secuestradas, CNE controlado por el Partido, inhabilitaciones posibles, acusaciones que anuncian nuevas persecuciones (como las de Cabello contra Andrés Caleca, quien anunció que sí, va a participar), censura de prensa, "potabilización" de los candidatos, etc.
Ya hay una división de hecho en la oposición, entre "electoralistas" y "abstencionistas". Muchas preguntas y dudas quedan en el aire: ¿qué hacer con el avance del 28 de Julio? Pues el régimen del partido hegemón, no solo exige el reconocimiento formal de la legitimidad supuesta de la presidencia de Maduro, sino la firma de reconocimiento anticipado de los resultados del CNE de la servilleta. También ¿cómo queda el capital político de MCM y EGU, logrado en primarias, campaña electoral y resultados en las actas del 28 de julio? No solo se trata de los votos que, según las actas recogidas, representan casi las dos terceras partes de los votantes del 28 de julio; sino también del apoyo internacional.
Es una ironía que, mientras unos afirmen con gesto adusto su postura electoralista, conversacional, dialogante, en el otro lado, o sea, el del régimen, prevalecen las concepciones autoritarias, radicales; la lógica de la guerra y la "fortaleza sitiada", paranoia que inventa "traidores a la patria", criminales de "odio", conspiraciones por doquier y nuevas desapariciones, represión sectaria descarada, visión del Otro como enemigo a aniquilar y, encima, un proyecto de reforma constitucional que elimina la elección universal, directa y secreta (recordar el artículo 136 de la Reforma de 2007, que hacía residir la soberanía popular "en el pueblo organizado territorialmente", o sea, los actuales CLAP y Consejo comunales controlados por el Partido hegemón), desarrollando un "Poder Comunal" de tres niveles, controlado por un Ejecutivo supercentralizador y el Partido hegemón, que significaría el desangre presupuestario y la anulación de hecho de gobernaciones, alcaldías y concejos municipales.
Hay aquí una diferencia que me atrevo a caracterizar como filosófica. Mientras unos conciben la política como una conversación, es decir, la búsqueda de pactos y acuerdos entre grupos informados, los otros la entienden como una polémica, una guerra o la realización por la fuerza de un proyecto, de una "ingeniería social", basada en una verdad que le corta la cabeza y los pies a la realidad para que quepa en el "lecho de Procusto" de las formulaciones teóricas. Sin querer y, peor, sin saber, resurge la tradición conservadora que se enfrentó a los filósofos de la Revolución Francesa, acusándolos de "extremistas", arribistas, inexpertos de la política porque nunca la han ejercido, torpes y violentos.
El padre de la tendencia filosófica conservadora, fue el británico Edmund Burke quien, allá a finales del siglo XVIII, combatió la idea de los Derechos Humanos, la noción de que los seres humanos tenemos derechos por el mero hecho de ser parte de esta especie. Esto lo refutaba Burke aduciendo que "el Hombre" o la "Humanidad" no existen, son simples abstracciones, porque los que existen son estos hombres concretos, singulares, de un país concreto, con su historia, sus gustos, virtudes y defectos, quienes se obligan a interrelacionarse por su propio bien. Frente a la abstracción de las teorías revolucionarias, habría que, más bien, recuperar las tradiciones de cada pueblo. De esa manera, se descubriría que los derechos, por ejemplo, el debido proceso, provienen de una tradición anclada en la historia de Inglaterra. Allí se vería, por ejemplo, que las tradiciones jurídicas anglosajonas se basan en las costumbres y herencias transmitidas de generación en generación, mientras que la tradición latina, de Francia o España, pretenden deducir las leyes de principios abstractos que no funcionan, y por eso cambian a cada momento las constituciones y las leyes, sin poder dar con lo justo a la realidad. El colmo de esa actitud fueron los filósofos franceses del siglo XVIII que tanto gustaron a Miranda y Bolívar.
Es interesante descubrir algo de ese conservadurismo en el pragmatismo, la filosofía propiamente estadounidense. Desde el principio, el pragmatismo se distingue, se opone y ataca al "principismo", es decir, la política que pretende realizar sus principios generales sin pararle demasiado a la realidad. El pragmatismo rechaza lo que considera "metafísica", incluida la de las teorías que se presentan como "verdaderas" o "científicas": por ejemplo, el marxismo-leninismo; pero también la teoría iusnaturalista, la misma que propone que los hombres tenemos derechos solo por nacer. Entiende la verdad como un bien, o mejor dicho, un beneficio; o sea, afirma que, si algo es bueno, es verdadero. En esto coincide con la otra tendencia filosófica anglosajona: el utilitarismo que postula que, si algo es útil, si brinda un resultado beneficioso inmediato, es verdad. Por eso, las versiones más logradas del pragmatismo (Pierce) coinciden con el materialismo. Pero también convergen con el estoicismo, el cual recomienda aceptar lo que no se puede cambiar y también las calamidades porque son parte del funcionamiento del universo.
Curiosamente, los neoliberales, desde Reagan y la Thatcher, no son pragmáticos, sino radicales o extremistas del mercado. Someten la política (instituciones democráticas que, muchas veces, estorban) a la economía (libre flujo de capitales y mercancías) o, mejor dicho, a la "ingeniería social" del proyecto de desregulación y globalización totales, que se impuso desde los ochenta hasta, más o menos, 2008. Hoy en día, los "neoconservadores", mezclados con ideólogos "nazbol" (como el asesor de Putin, Dugin, o el vicepresidente norteamericano, Vance, en campaña con los neonazis alemanes, junto a Musk), ya no quieren a los defensores extremistas del mercado libre, rol que asumen entonces los camaradas del Partido Comunista Chino. Parece el "mundo bizarro" de las comiquitas de Superman de mi infancia.
Este nuevo radicalismo de la derecha (chovinismo, conservadurismo religioso y moral, expansionismo imperial a tres: Estados Unidos, Rusia y China) marca esta nueva época, la reconfiguración ideológica y el nuevo reparto del mundo, donde nosotros volveremos a ser, como nunca, el patio trasero de EEUU, y, en interacción, tal vez surja una nueva izquierda.
En ese contexto de nuevo reparto y reconfiguración del mundo ¿cómo se ubica el régimen autoritario de Partido hegemón de Maduro? Ya es cosa del pasado la bandera de la democracia y los derechos humanos. Para nada es hoy la de Estados Unidos. No se trata de pragmatismo; sino de un nuevo proyecto, igual de radical y "extremista": se trata de convertir a nuestros pueblos, de ser dependientes, a ser prescindibles, como una vez dijo Hinkelammert. Sustituir muchas personas por la IA y la Big Data. Esto pasa por grandes inversiones (Trump ya anunció 500 mil millones de dólares para el desarrollo de IA en competencia con China), pero también por la guerra, primero económica (aranceles, control directo del canal de Panamá, expansión territorial), luego por otros medios. Guerra por los recursos (por ejemplo, el agua del Amazonas, destinada a enfriar el hardware de la IA, lo cual justifica la reciente compra de Microsoft de millones de hectáreas en Brasil); la disputa por las "tierras raras", por lo cual se entiende el "negocio" planteado por Trump a Ucrania para que le dejen sus yacimientos a Estados Unidos mientras estos negocian con Rusia.
Y también un interés por Venezuela, no solo por el petróleo, sino por los materiales radioactivos que están en el estado Amazonas. En ese contexto, se repotencia la Doctrina Monroe. El único acuerdo posible entre Maduro y Trump sonaría así: "dame todo y me hago el loco con la legitimidad del régimen, sus presos, torturados y muertos. No te reconozco, pero no te hago nada, mientras haces lo que te ordeno". En ese "todo", además de las riquezas minerales, se encuentra la posición geoestratégica del país: justo al lado de Colombia, que acaba de abrir una vía marítima a la Ruta de la Sede, y al norte de Brasil, principal socio de los chinos, que pretende acceder al Caribe a través de autopistas en Guyana.
La propia distopía ante la cual uno se pregunta: ¿es pragmático ser pragmático?