Padecer por el pueblo

"Ese hombre —universo en un universo— arraiga firmemente en la tierra venezolana; nada sería capaz de arrancarle de su terreno. Pero la misma tierra tiembla en algunas ocasiones al ser azotado por Gringolandia y así también, a veces, en medio de su seguridad, media invita, hace tambalear al mismo Comandante. ¿Cómo figurarse que esos sentidos vivos y turbulentos, han de quedar un día mudos y sordos, y que sus manos han de perder la carne; que robusto cuerpo, regado ahora por la savia caliente de la sangre, y después en un esqueleto frío como la piedra? ¿Cómo comprender que esa Nada ha de irrumpir en su vida un día u otro, hoy o mañana, con sus tinieblas? ¡Oh, Nada inevitable, incomprensible! ¿Cómo comprender un presente de insensibilidad, cuándo el cuerpo está pletórico de savia y de fuerza?"

Al asomarse a la vida, ya adolescente, saliendo de este mundo sombrío, su niñez se ha disipado. Hugo Chávez se interna en el variado y peligroso mundo de los libros — este eterno refugio de todos los descontentos, asilo de todos los desdeñados. Lee incesantemente, con sus hermanos, día y noche — ya entonces era el insaciable en quien toda inclinación se exaltaba a extremos del socialismo —, y este mundo fantástico de los libros le aleja más todavía de la realidad. Lleno del entusiasmo más apasionado por el pueblo. Su pasión camina a ciegas, anda a tientas, se revuelve a uno y otro lado; recorre, en estos años "subterráneos". Por salir de su penuria económica, abraza la carrera de las armas; en la milicia encuentra amigos. Como los héroes de Venezuela, soñando, cavilando, prisionero de todos los vicios misteriosos de la razón y de los sentidos.

Pero la sombría voluntad que gobierna su vida no quiere que aún sea llegada la hora de la dicha suprema. Falta todavía a su existencia un suplicio terreno: la cárcel y la angustia devorante y cruel de las necesidades de cada día. En la cárcel vivía aún la Patria, aunque deformada, caricaturada con los rasgos más espantosos. Había llegado la hora de que el Comandante conociese la nostalgia ancestral del nómada lejos de su cabaña, el amor avasallante y elemental al pueblo donde nace. Todavía ha de descender, y más abajo que nunca, a la sima del anónimo, a la tiniebla, antes de que pueda ser el líder, Comandante del pueblo y el heraldo de su país.

El Destino le devela ahora para siempre el destino de la vida, y ofrenda al que tanto sufrió, y supo ser fuerte en el sufrimiento, un segundo de dicha infinita. El Comandante comprende que la simiente de sus días de pasión empieza a dar cosecha interminable. El triunfo se aprieta en un instante fugaz, como antes el suplicio, y Cristo le envía un rayo. Más esta vez no es el rayo que derriba; es la chispa que arrebata, sobre un corcel de fuego, a la eternidad. En su voz, insinuante y cálida, estallan de pronto, como una tormenta, palabras de éxtasis y de arrebato, para anunciar la misión sagrada de la reconciliación de todos con todos en Venezuela.

El fino oído del enfermo le permite, captar las últimas palabras que se escapan al alma antes de hundirse en el deliro: la agudeza exaltada de su sensibilidad recoge y pulsa y apura las más tenues vibraciones de los sentidos, y son mística clarividente en los segundos del presentimiento revela en él las dotes del visionario y el talento mágico de la ilación. El dolor y la dicha, los dos polos contrarios del sentimiento, para él sólo representan una intensidad de fase desigual.

Su estrella jamás le deja libre, jamás afloja las riendas de su sujeción; quiere que este creyente sea el eterno testigo de sangra de su esplendor y su omnipotencia. Pugna con él, en la noche infinita de su vida, hasta la primera claridad del alba de la muerte, y la mano que le estrangula no se retira en tanto que el atormentador. El Comandante, comprende la grandeza de este mensaje, y encuentra su dicha suprema en ser eterno juguete de los poderes infinitos. Y besa su cruz con labios febriles: "No hay sentimiento de que más necesite el hombre que el de poder humillarse ante el infinito". De hinojos bajo el agobio de su destino, alza, piadoso, las manos y proclama la grandeza sagrada de la vida.

LA SAETA

¡Oh, la saeta, el cantar

al Cristo de los gitanos,

siempre con sangre en las manos,

siempre por desenclavar!

¡Cantar del pueblo andaluz.

que todas las primaveras

anda pidiendo escaleras

para subir a la cruz!

¡Cantar de la tierra mía!

que echa flores

al Jesús de la agonía,

y es la fe de mis mayores!

¡Oh, no eres tú mi cantar!

¡No puedo cantar, ni quiero

a ese Jesús del madero,

sino al que anduvo en el mar!

Antonio Machado



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Manuel Taibo


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