Del ridiculizado sentimiento y condición de ser agricultor en la Venezuela petrolera

En el marco de la crisis, del decreto de emergencia económica, de la histórica dependencia petrolera que ha llevado a la mayoría del país a no saber nada de producción alimentaria y a machacar su capacidad creativa en multitud de renglones, el Estado manda a sembrar y ello parece lo acertado, como siempre ha parecido ese mandato cada vez que se ha generado una crisis con la monodependencia y se han buscado alternativas.

El precio del petróleo llegó cerca de los $20 el barril y las alarmas se prendieron en un país que, ridículamente, ha cifrado su existencia política y económica en su exportación, en vivir de él, en comer y orinar petróleo, en vivir una vida fundada en las bondades de un recurso que tiene vida limitada, sin que la dirigencia, los delineadores políticos, se hayan planteado de modo importante preguntarse si Venezuela es eso nada más, barriles y más barriles, y si más allá del oro negro Venezuela es no es un país. Empezó a escasear el dinero producto de la importación y se sucedió un chorreo generalizado en las posaderas del Estado. Entonces ahí sí que se pensó, una vez más, en la tierra, en su siembra, en su explotación, en sus bondades salvadoras. Un genio se asomó por el balcón del pueblo y grito: "Debemos sembrar para desembarazarnos de la monodependencia petrolera".

Después del golpe de Estado y durante el paro petrolero, hubo otro conato de regresar a la madre tierra. La producción estaba paralizada y no había nada que sostuviera al país monodependiente. Los buques varados, la venta e importación en cero. Los factores adversos a la Revolución Bolivariana conspiraban su quiebre, fácil desde todo ángulo si se considera que un país de petróleo sin petróleo es nada, o por lo menos es un cascarón de nación. Quien escribe conversó con un amigo del Partido Comunista de Venezuela (Paul Seijas) y rememoró aquel intento de retomar, desesperadamente, la tierra para conjurar la desgracia que pudiera abalanzarse sobre un país desmontado. La iniciativa de entonces para evitar sorpresas a futuro por carencia de petróleo y verse sumido en la improvisación se denominó "Todas las manos en la siembra", especialmente impulsada por un compatriota llamado Carlos Lanz desde el sector educativo. La idea, por supuesto, era difundir la siembra por doquier, en lo rural y lo urbano, sobremanera en las consciencias, para que la gente al menos dejara de comer petróleo exclusivamente y aprendiera a sembrar y cultivar su pan desde el plano de la tierra.

¿Qué pasó luego? Se superó la crisis. Se dispararon los precios del petróleo cercanos a los $200 en algún momento y de nuevo volvió el sentimiento saudita de confortabilidad e invencibilidad en virtud de poseer el mayor yacimiento de hidrocarburos del planeta. De nuevo el campesino o el loco urbano que intentó sembrar en sus espacios fueron devorados por el olvido del "progreso", y fueron empujados a la periferia cultural como locos que eran, malolientes a cebolla, cebollín o pimentón.

¿Qué pasará ahora que se vive la coyuntura de los precios caídos y de nuevo se buscan salidas desesperadas? ¿Pasará la "fiebre" de la tierra otra vez cuando pase el susto de la debacle petrolera? ¿Se reirá el país y el Estado otra vez de los campurusos y productores que ahora convocan para que empiecen a sembrar en todas partes, en el patio, en el balcón, en la azotea? ¡Vamos, respuestas! ¿El flamante Ministerio de Agricultura Urbana fue creado para olvidarlo una vez pasada la crisis?

Si se va a sembrar, hágase en serio. Asúmase que el petróleo es una maldición que castra la creatividad del venezolano y ruéguese, más bien, que no exista en tanto no exista una gerencia que no sepa invertir en la tierra el fruto de sus ventas. El viejo Uslar Pietri, con todo y lo burgués que era, lanzó la idea de "sembrar el petróleo", idea que es aprovechable en esa su sola sintaxis y semántica: tómese la ganancia petrolera e inviértase en la siembra con la idea de dejar de depender de algo que se acaba. Se acaba el petróleo, se acaba Venezuela. Pero si el país es telúrico, agrícola, la nación venezolana tiene que ser, necesariamente, eterna, porque estaría dependiendo de un bien infinito y prodigioso, como lo es la tierra.

Hora de empezar a pensar a futuro. Siémbrese y punto, y donde sea: balcón, patio, terrenos públicos, periferia urbana, zonas rurales. Y llámese a la acción o plan "Semillas de consciencia, Venezuela eterna". Y no se haga caso de las burlas, de que se sea un país de agricultores o de urbanos que siembran en una azotea si el objetivo es que el venezolano contribuya con algo en la producción de lo que come. ¿Se ríe alguien de Argentina, país agrícola y pecuario, y potencia en la materia? ¿Se ríe alguien de Singapur, que construye invernaderos urbanos, huertos verticales, para la producción de sus alimentos? (http://ecocosas.com/noticias/un-gigantesco-huerto-vertical-soluciona-un-grave-problema-en-singapur/) Siémbrese y déjese la ridiculez de sentirse ridículo, sobremanera si le dicen que esas ideas de huertos y gallineros verticales son las pavosas ideas que una vez presentara el imborrable Hugo Chávez. Aproveche, mejor, la ocasión de pensar que ha perdido el norte como ciudadano del mundo que tiene que asegurar su subsistencia. Por el contrario, fortalezca su autoestima figurándose que está salvando al planeta, como manda a los revolucionarios uno de los postulados del Plan de la patria.

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Oscar J. Camero

Escritor e investigador. Estudió Literatura en la UCV. Activista de izquierda. Apasionado por la filosofía, fotografía, viajes, ciudad, salud, música llanera y la investigación documental.

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