Ola de rumores de la fétida escualidez: aburrida, holgazana, sin patria

Hay mucho loco suelto por la calle, hablando solo y lanzando pendejadas a los cuatro vientos para ver si consiguen enajenar a otros. Son los hijos eternos de Globovisión. Andan con los bolsillos llenos de billetes, comen a cuatro carrillos, conducen carros de lujo, viven en mansiones, y… se quejan, maldicen del gobierno: “¡Esto no se aguanta!”, balbucean. Ellos no se acuerdan de la Venezuela de hace diez años atrás: de como vivíamos aquí durante la IV república. Ellos no se acuerdan que un día nos trajeron al Papa porque la Iglesia venezolana, fuertemente unida al capital y al Estado -en momentos en que disfrutaba de la benevolencia del gobierno (como los militares traidores de entonces)-, recibía cataratas de dólares para que sus príncipes orasen por la paz del mundo, para que los muertos de hambre se resignasen a la carestía y a los paquetazos del gobierno de doctor Rafael Caldera. De eso no quieren acordarse. En pocas palabras: nos trajeron al Papa porque nos faltaba la papa.

Ese mismo Papa sinvergüenza que recibió en el Vaticano a Julio Andreoti, el más grande corrupto del planeta. Lo recibió en momentos en que se procesaban terribles pruebas en contra de este capo; cuando se acumulaban toneladas de informes y expedientes que lo culpaban de enormes delitos al tesoro público de Italia.

¿Para qué venía entonces Juan Pablo II a visitarnos?, sencillamente para que lo recibieran los otros Andreotis que aquí pululaban como moscas. Sólo para eso nos trajeron al Papa, porque aquí estábamos quebrados, disminuidos como seres humanos, sin trabajo y sin salida al gran desastre que imponían los neoliberales.

¿Cómo podía un adeco verde como el doctor Caldera condenar a los corruptos del pasado?; ¿Cómo podía hacerlo él, quien fue el Procurador General de la República después del golpe del 18 de octubre, monigote en fin de las perversiones de Lusinchi, Luis Alfaro Ucero y CAP. No olvidemos que Caldera apoyó con todas fuerzas, recursos y poderes la candidatura de Alfaro Ucero. Él atacó a CAP con furia para volver a coger su juguete que era la silla de Miraflores, y al llegar allí devolvió los altos cargos a los caimanes de anchas fauces que habían estado en la picota pública por actos de oscura manipulación de los dineros públicos. Pero entonces el doctor Caldera dijo: “-No se les probó nada”.

Aquí entonces a nadie se le podía probar nada. El doctor Caldera era el máximo ejemplo de aquí no se le podía probar nada a nadie. Ni a un sólo banquero pudo él meter en la cárcel, durante la espantosa crisis bancaria, teniendo él las Garantías Constitucionales suspendidas. Aquí era inútil tratar de llevar a un ladrón a la cárcel.

¿No fue acaso la decisión policial en el caso de la MASACRE DEL UROLOGICO DE SAN ROMAN, un asesinato monstruoso, donde el autor intelectual de tal matazón fue el ministro de Relaciones Interiores Ramón Escobar Salom? Ah, pero de eso no se acuerdan los escuálidos: Un ministro que vivía bailando como tentetieso cada vez que mencionaba la palabra “Estado de derecho”.

Y entonces Caldera formó su propia Comisión contra la corrupción, para continuar con la farsa. La farsa siempre estuvo muy bien servida durante toda la IV república, y Caldera cedió a la presión de FEDECAMARAS y los agiotistas hicieron su agosto. ¿Cómo en aquellos días podía comer alguien con un sueldo miserable de 30.000 bolívares? ¿Cómo? Sólo un hijo de puta puede darse el lujo de mantener aquella carestía tan grande, y la peste del hambre se desparramara por toda la extensión de la patria de Bolívar.

En aquel país no había un plan económico soberano; los magnates del Estado hacían y deshacían bajo la mirada infame de todos nuestros presidentes; y si más plata llegaba, más se cogía; saben que aquí nunca habría castigo para nadie. Nuestros presidentes ante Fedecámaras siempre habían sido unos cobardes; ¿entonces para qué mentir con aquellos acuerdos con el FMI, si los nueva mafia bancaria estaba a la caza de la gran tajada que se llevaría; si hay algo que se renueva con fuerzas impresionantes e inusitadas son los lacras de los poderosos ladrones. Contra eso no podía existir plan económico que valiera.

La noche del 27 de noviembre de 1996, me llamó la atención ver al doctor Caldera hablando por la televisión con gestos muy elaborados. Me propuse escuchar con atención cuanto decía en un esfuerzo por conocer a un hombre que estaba resultando extraordinariamente anodino y versátil en sus jugadas trapaceras. ¿Por qué estaba paralizada con peligro de perderse la flota de Aeropostal? ¿Por qué la especulación crecía desmesuradamente, tan descaradamente, en las mismas barbas del gobierno? ¿Por qué la política del control de cambios nos había llevado al abismo económico? ¿Por qué la inseguridad en la calle, en las cárceles empeoraba cada día? Tantas preguntas y el presidente no hacía sino responder que los venezolanos padecíamos un pasmoso y tremendo complejo de inferioridad; que vivíamos en medio del sofoco de horribles augurios. Y yo me preguntaba: "¿Qué obliga al señor presidente a ver las cosas distintas (en referencia a dos o tres años atrás), cuando él desde la oposición pintaba un país mil veces más gris y catastrófico que el del presente, cuando él era uno de los adalides y profetas más recalcitrantes sobre el desastre nacional?".

A los ojos de todo el mundo Venezuela había empeorado, y eso era innegable. El país ansiaba un cambio tremendo en la estructura toda del Estado, donde se limpiara de manera definitiva al Poder Judicial, al sistema económico, a nuestros degradantes procesos electorales; a los sindicatos, a las mafias empresariales, a los partidos políticos, a la ineptitud de nuestros Congresos y Asambleas Legislativas de tal manera que era de vida o muerte sacar de la postración sofocante a la vieja Venezuela y hacerlo con gente joven, que teníamos de sobra: vigorosa e inteligente.

¿Pero que acabó haciendo el doctor Caldera?, pues reciclando el desastre anterior y elevándolo a niveles de insolubilidad eterna; ratificando la inutilidad perversa de esa generación de políticos que desde hacía cuarenta años, por su mediocridad y cortedad de vista, por su debilidad y pereza, por su cobardía y egoísmos miserables, se venía empeñando en hacer de Venezuela la perfecta representación del Palacio de Satanás.

El doctor Caldera no podía aspirar a que este país todavía tuviera esperanzas en algo. Dijo algo el presidente que me dejó helado: que en nuestra Nación el hombre honesto y serio no quiere asumir riesgos, afrontar los males inmensos, las responsabilidades que conllevan tocar intereses terribles y peligrosos. Que parte de la virtud política de Inglaterra consistía en que el hombre honesto tenía la audacia y la capacidad de desafío de los pícaros.

Y sabiendo esto el señor presidente llega y colma su Gabinete de gente que toda la vida se la había pasado haciendo malabarismo políticos precisamente para no herir susceptibilidades; echó mano de personalidades como Antonio Luis Cárdenas que nada hizo frente al desorden de las mafias sindicalistas de la Educación y de esos gremialistas que uno toda la vida había enfrentado, por ejemplo, dentro de la ULA. Acomodó en un ministerio al señor Matos Azocar quien había sido ministro de Lusinchi y quien precisamente surgía de la escuela sindicalista venezolana, uno de los asesores más brillantes de Antonio Ríos y de toda esa cadena de locos que administraron y destrozaron al Banco de los Trabajadores. Así, eran los restantes ministros, unos malabaristas que deseaban no ponerse a las malas con nadie y salir incólumes de manchas posibles para tener las puertas abiertas en otros sorteos de nuestras malditas loterías ministeriales. Así estaba Venezuela, pero los escuálidos de hoy se niegan a recordarla, a verla, a reconocerla.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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