La ironía del temor a un nuevo sistema económico mundial

Los Derechos Especiales de Giro (DEG) representan un activo de reserva internacional. Fueron creados por el Fondo Monetario Internacional (FMI) en 1969 y su valor se calcula mediante una fórmula que toma como referencia el valor de cambio entre las cinco monedas de libre uso más importantes y ampliamente utilizadas en el comercio internacional. Es necesario mencionar que, en la actualidad, esta cesta está compuesta por el dólar estadounidense, el euro, el yuan, el yen y la libra esterlina.

Los DEG son prácticamente invisibles para el público en general. Al no ser una moneda de curso legal en ningún país, no pueden utilizarse directamente para la compra de bienes o servicios, ni ser empleados en transacciones comerciales personales. Su función principal se limita a ser un activo de reserva cuando el FMI los asigna a sus países miembros para aumentar sus reservas internacionales y proporcionar liquidez en momentos de necesidad. Son una especie de garantía o fianza asumida por el FMI ante los acreedores del país. Por esta razón, solo los gobiernos y algunos bancos de desarrollo tienen la potestad de intercambiar sus DEG por cualquiera de las monedas de libre uso que componen la cesta.

Otro aspecto crucial de los Derechos Especiales de Giro es que su asignación, tenencia, valor e intercambio están determinados por una serie de aspectos técnicos complejos, como el balance de pagos, las reservas internacionales y las tasas de interés. Esta complejidad intrínseca lo mantiene como un tema comprensible principalmente para economistas y funcionarios especialistas, lo cual limita su atractivo para el debate popular.

Históricamente, han existido múltiples propuestas y debates serios con el fin de elevar el papel de los DEG y convertirlos en una moneda de reserva mundial o, incluso, en una supermoneda supranacional. Sin embargo, este camino siempre ha encontrado un inmenso obstáculo: la persistente hegemonía del dólar estadounidense en el sistema financiero global.

No debe olvidarse que el dólar es una moneda nacional que ha funcionado como la principal moneda de reserva mundial desde 1944. Esta situación histórica dio origen a lo que se conoce como el "Dilema de Triffin" pues los Estados Unidos tiene la doble obligación de proveer la liquidez necesaria al sistema global (es decir, crear y emitir dólares) sin que ello cause una inflación interna significativa ni erosione la confianza internacional en la estabilidad de su propia moneda y, en contrapeso, este poder de emisión le otorga una posición de privilegio, una "ventaja exorbitante" ante cualquier otra nación. En términos sencillos, al ser la divisa aceptada para transacciones y reservas globales, Estados Unidos puede financiar sus déficits y adquirir bienes y servicios internacionales sin las mismas restricciones que enfrentan otras naciones, ya que puede pagar emitiendo su propia moneda en lugar de tener que ceder recursos naturales, servicios o productos.

El Dilema de Triffin fue planteado como hipótesis en los años cincuenta, pero se convirtió en una certeza palpable a fines de los sesenta. En ese período, y notablemente a instancias de Francia, varios países comenzaron a demandar a Estados Unidos que transparentara y probara la cantidad de oro disponible como respaldo de la vasta cantidad de dólares que circulaban a nivel mundial. Esta exigencia reveló una creciente desconfianza en el sistema de Bretton Woods, el cual había sido acordado en 1944, en la localidad del mismo nombre, para establecer el orden financiero global de posguerra. Ante esto, las salida por la que opto los EE.UU, en 1973, fue desconocer abiertamente el compromiso de Bretton Woods y abandonar el patrón oro, convirtiendo al dólar en una moneda fiduciaria, es decir, sin respaldo directo y, en consecuencia, surgió la necesidad de una Enmienda al Convenio Constitutivo del FMI, realizada en 1978, para establecer formalmente al DEG como el principal activo de reserva del sistema. Pese a esta declaración oficial, en la práctica, el comercio internacional, ya saturado de dólares, continuó utilizando la moneda estadounidense. Por ello, no se logró convertir al DEG en una moneda global de uso extendido. Así que se puede afirmar que los DEG fueron el germen o la base de una posible moneda mundial destinada a sustituir, al menos parcialmente, el dominio absoluto del dólar.

Más tarde, en 2009, en medio de la crisis financiera global causada por la burbuja inmobiliaria, China propuso reformar radicalmente el DEG con el objetivo de transformarlo en una moneda de reserva supranacional. Sin embargo, una vez más, la persistente dominación del dólar en la economía mundial y la inercia del sistema hicieron que esta ambiciosa propuesta fuera desestimada.

La principal barrera para que exista una moneda verdaderamente mundial es una combinación de resistencia política, la inercia del sistema financiero y la conveniencia circunstancial de los actores globales. La hegemonía del dólar se sustenta en el hecho de que la mayoría de los países del mundo mantienen sus reservas de valor y activos en esta divisa, por lo que nadie está dispuesto a asumir el riesgo de una desvalorización abrupta de sus carteras mediante un cambio de sistema.

Además, es fundamental entender que una divisa requiere un mercado funcional para su uso. Por ejemplo, si un particular viaja a Europa necesitará euros, y si un país necesita comprar petróleo, requerirá dólares. Este último punto es crucial, ya que desde 1973, tras un acuerdo entre Estados Unidos y Arabia Saudita, el crudo se cotiza y vende casi exclusivamente en la divisa estadounidense. Por lo tanto, el DEG carece de un mercado de uso directo. Aunque existe la posibilidad de cambiar DEG a dólares para realizar compras internacionales —lo que se conoce como transitividad—, este paso intermedio implica un costo de transacción y la necesidad de un intermediario dispuesto, lo que lo hace significativamente menos eficiente que el uso directo del dólar.

Otro aspecto muy importante a considerar es que convertir el DEG en moneda implicaría transformar al FMI, la institución que lo emite, en una especie de banco central mundial. Esta idea es cuestionable, dadas las condiciones que históricamente ha impuesto el FMI para otorgar préstamos a los países con problemas económicos, y es una situación que jamás será aceptada por los Estados Unidos, pues históricamente no han aceptado someterse a una autoridad, control o sociedad externa.

Podemos concluir que, debido a las barreras mencionadas, es improbable que se alcance un acuerdo para crear una moneda de reserva verdaderamente mundial y, en consecuencia, establecer un patrón único que permita medir la riqueza global con total eficacia y certidumbre.

La falta de un patrón de valor uniforme ocasiona distorsiones enormes. Un mismo objeto puede cotizarse en el equivalente a un dólar en un país y, en un país vecino, cotizarse en el equivalente a diez, a pesar de la existencia de una tasa de cambio oficial de la moneda local respecto al dólar.

Sin la existencia de patrones universales de valor, la economía jamás tendrá la posibilidad de proponer modelos certeros o infalibles. Para entender la magnitud de este problema, imaginemos por un instante que el kilogramo pesara lo que cada persona asumiera, es decir, que su masa se estableciera a conveniencia; en ese escenario, sería imposible establecer leyes físicas precisas, y la ciencia se estancaría. Esta misma disparidad en el patrón de valor monetario es la que, en última instancia, alimenta el contrabando, exacerba la pobreza y la delincuencia, y se convierte en un factor crucial que impulsa la migración.

Todo indica que cada país preservará su moneda, ya que la soberanía y el concepto de Estado-nación implican la emisión monetaria como un aspecto fundamental. Por lo tanto, el patrón monetario internacional no será el producto de un acuerdo firmado, sino más bien una vía de hecho impuesta por la productividad real de cada país. Si una nación puede producir maíz y no lo hace, tendrá que comprar el excedente a otro país, pagando en la divisa de este último. En cambio, si se autoabastece, reducirá su necesidad de monedas ajenas. Para aquellos productos que no posea y que necesite importar, el país deberá sincerar la cantidad y las consecuencias, estableciendo controles y culturas internas que impulsen la producción de rubros que compensen ese egreso, como sería el caso al comprar productos tecnológicos.

Si los intercambios comerciales pudieran negociarse en las monedas de los países socios, el sistema se descentralizaría. Por ejemplo, si compramos tecnología China y podemos negociar en yuanes, nuestros intercambios podrían realizarse en bolívares y yuanes. Si se sumara un tercer país, la cesta de monedas de intercambio crecería a tres. En otras palabras, todas las monedas adquirirían valor en función de la capacidad productiva real de cada país, eliminando la necesidad de vender, por ejemplo, solo a Estados Unidos para obtener dólares y luego usar esos dólares para comprar soya a Brasil.

Evidentemente que para el caso de países con ingentes recursos naturales críticos (petróleo, cobre, litio, etc.) causará una demanda inmediata de tales monedas a nivel global y ocasionará un mercado funcional para la moneda, tal como ocurrió históricamente con el dólar. Por ejemplo, si Venezuela solo aceptase bolívares por su petróleo, el bolívar se convertiría en una moneda necesaria para el comercio energético, ventaja inmediata, por supuesto, pero jamás debemos olvidar que el petróleo, y todos los minerales son recursos naturales no renovables, de manera que ese poder inmediato es transitorio y hasta efímero, pues 100 años para un país es nada.

Aquel acuerdo entre Arabia Saudita, y otros países de la OPEP, para vender petróleo predominantemente en dólares se estableció a cambio de protección ante el temor saudí a las amenazas de regímenes nacionalistas o radicales de la región, como la República Árabe Unida (Egipto), así como las rivalidades con Irak, Siria y el conflicto en Yemen. Hoy en día, dicho acuerdo ha perdido vigencia o está siendo activamente erosionado. Esto abre la puerta a que Arabia Saudita proceda a vender su caudal petrolero a socios clave como China en Yuanes o, incluso, en Riyales Saudíes. Si esto ocurre a gran escala, el mundo se encaminará hacia un "trueque" con características acumulativas, descentralizando el comercio.

Jamás debemos olvidar que el trueque es la base de cualquier intercambio comercial; las monedas son símbolos o patrones para cuantificar bienes y servicios. Por lo tanto, cuando un país confía en la moneda de otro, es porque sabe que con ella puede adquirir los bienes que necesita de esa otra nación. Este es el verdadero valor de una divisa y, por extensión, un valor de reserva.

En este modelo, el valor de cualquier moneda acumulada no dependerá ni del oro ni del dólar, sino de la capacidad productiva real del país emisor. Esta misma idea fue la que Richard Nixon empleó el día que anunció el rompimiento unilateral de los acuerdos de Bretton Woods. En consecuencia, lo que estamos a punto de vivir es el final de una política imperialista y extorsionadora, y no una total desdolarización, pues EE. UU. sigue siendo un enorme productor de petróleo y gas, y su aparato industrial continúa siendo importante. El cambio temido por EE. UU. es un escenario donde los posibles rivales tengan mayores y mejores niveles de competencia y capacidad productiva. Qué ironía: el temor del país que pregona el capitalismo y la libre competencia es competir.

 



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Manuel Gragirena

Profesor Universitario. Ingeniero Electricista. Especialista en Telecomunicaciones. Diploma de Estudios Avanzados en Educación. Ex Sidorista

 manuelgragirena1@gmail.com

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