En los años cuarenta Horkheimer y Adorno publicaron "Dialéctica de la ilustración", un texto que denunciaba que la dominación ideológica estaba instalada en el mismo desarrollo de la razón occidental, una razón con una clara orientación instrumental y estratégica cuya expansión exitosa transformaba el mundo en un gran objeto de manipulación, incluido el ser humano mismo. Ya in nuce en los mitos homéricos de la antigüedad, nos cuentan que esta razón "conquistó" con el advenimiento de la modernidad, por medio de la revolución científico-técnica, a la naturaleza externa y, después, con la conformación de las ciencias sociales y humanas, la naturaleza interna, la humana. Con la ayuda de estos aparatos cognoscitivos, la sociedad contemporánea se vuelve un mundo administrado y autárquico, al modo de las narrativas distópicas de Kafka, Huxley y Orwell, o en el cine la filmografía de Stanley Kubrick. Kubrick, por ejemplo, nos deja una metáfora visual de lo dicho. Su versión de "2001, Odisea del espacio" es precisamente esa odisea homérica de conquista del universo completo por el hombre y su tecnología, aunque con un final trágico. En cambio, en "La naranja mecánica" presenta el dominio de la mente humana por las ciencias humanas y sociales destinadas al estudio de la conducta y la tecnología del comportamiento. Con un final terrible en su ambigüedad, "La naranja mecánica" relata con meridiana claridad el uso de estas ciencias por el poder político, representado en la película por el Ministro del Interior y un intelectual opositor. Así, en una época previa a la presente de la posverdad y las mal llamadas redes sociales, de teorías de la conspiración y su uso pornográfico por los poderes económico-políticos de nuestras sociedades, ya se visualizó y conceptualizó una gran jaula de hierro perfectamente solidificada por una organización estratégicamente racionalizada de la sociedad.
La nueva perspectiva distanció a la Escuela de Frankfurt, término usual para agrupar a Horkheimer, Adorno y Marcuse, del campo teórico del marxismo. Al entender de la Dialektik y los posteriores escritos de Horkheimer y Adorno, la obra de Marx y de los marxistas posteriores se asentaba en la matriz de la racionalidad instrumental y estratégica occidental. La lógica del dominio sobre la naturaleza ─externa e interna─ quedaba clara en el optimismo marxista con relación al desarrollo de las fuerzas productivas. De la obra de Marx, el totalitarismo estalinista de la Unión Soviética y Europa del este, podía obtener elementos para su discurso, si bien haciendo las necesarias filtraciones para acomodar ideológicamente la obra del gran pensador a las terroríficas prácticas soviéticas, especialmente censurando conceptos "juveniles" de Marx como alienación. La Unión Soviética supo emplear bien el desarrollo de las fuerzas productivas poniéndose al día con la industrialización occidental, pero triturando aún más que las sociedades capitalistas las libertades políticas y sociales de las personas. La emancipación se usó como propaganda a favor del autoritarismo y la destrucción de cualquier esperanza democrática. Así, la teoría crítica a partir de los cuarenta se volvió cada vez más sombría en las versiones de Horkheimer, Adorno y Marcuse. Los dos primeros, en uno de los últimos fragmentos de la Dialektik, afirman que el pensamiento crítico, carente de sujeto de la emancipación, no pasaba de ser el mensaje en la botella de un náufrago: "Si el discurso debe hoy dirigirse a alguien no es a las llamadas masas ni al individuo, que es impotente, sino más bien a un testigo imaginario, a quien se lo dejamos en herencia para que no desaparezca por entero con nosotros." (Max Horkheimer y Theodor W. Adorno: Dialéctica del iluminismo, tr. H. A. Murena, Sur, Buenos Aires 1970; p. 300). Marcuse, en "El hombre unidimensional" (1964), sentenció que en la sociedad industrial avanzada (término que implica también a la Unión Soviética y sus satélites) carecía de sentido seguir usando el concepto de alienación, pues el explotado se identifica con el explotador en una especie de "conciencia feliz". De esta guisa, la teoría crítica llegó a un callejón sin salida: lo que la legitimaba era su vinculación con las fuerzas emancipadoras, así lo escribieron en los años treinta, pero su conclusión ya en los cuarenta era que tales fuerzas habían dejado de existir. Nada más lógico teniendo enfrente el apoyo de las clases trabajadoras a los movimientos fascistas y su desenlace en la barbarie de la segunda guerra. Luego, a partir de los sesenta los diagnósticos del postindustrialismo reforzaron su idea de que ya no había fuerzas emancipadoras, de que el mundo se había vuelto la mencionada jaula de hierro vivida placenteramente por los apresados. No obstante, al final de esa década, la revolución sociocultural que tiene su epicentro en 1968, tornó más optimista a Marcuse, no así a Horkheimer y Adorno. La revolución del 68, fracasada en sus pretensiones políticas, ha triunfado parcialmente en lo cultural hasta el día de hoy, cuando todos sus impulsos democratizadores están en peligro real por el crecimiento de las ultraderechas globalizadas.
En este punto entran en escena otros caminos de la tradición crítica, entre ellos, dentro de la propia corriente frankfurtiana, el de Karl Otto Apel y Jürgen Habermas, quienes tomarán el relevo generacional-intelectual de sus maestros a partir del 68. Desde aquellos años, ambos se empeñaron en elaborar una salida a la aporía de la teoría crítica, aporía, repetimos, que se expresa en que el sentido y legitimación de la teoría crítica descansa en entrar en diálogo con las fuerzas efectivas del cambio sociohistórico mientras que la misma teoría termina sancionando la inexistencia de las mismas. Apel y Habermas elaboran nuevas síntesis teórico-epistemológicas. Acuden, entre otros, al pragmatismo de Charles Sanders Peirce, William James, John Dewey y George Herbert Mead y su centramiento en torno al lenguaje y la comunicación. Recordemos aquí que Mead, como representante de este pragmatismo filosófico y sociológico, en los últimos capítulos de "Mind, self and society", afirma que la democracia real consiste en incluir efectivamente en la comunicación a la mayor cantidad de los lenguajes de los más diversos actores actores sociales. Por oposición, el autoritarismo supone un cierre a los lenguajes diferentes del poder y el totalitarismo la clausura total de cualquier lenguaje que no sea el del poder establecido mismo. Apel y Habermas reelaboraron la teoría emancipatoria nucleando su crítica en torno a la confrontación entre dos grandes paradigmas epistémicos, el de la filosofía de la conciencia (de una modernidad autoritaria) y el de la intersubjetividad (de una modernidad sustantivamente democratizadora). Para Apel y Habermas, la tradición crítica desde Marx hasta Marcuse está transida, junto con la historia milenaria del pensamiento occidental, por el primer paradigma, por el de la conciencia, caracterizado por el menosprecio del factor lenguaje constituyente de la subjetividad y, en consecuencia, por la separación abstracta entre sujeto y objeto que da lugar al reforzamiento de la razón instrumental y estratégica.
En la Teoría de la acción comunicativa (1981), como antes Apel en su "Transformación de la filosofía" (1973), presentan sus respectivos esfuerzos de síntesis teórica que incluye principalmente las obras de Hegel, Marx, Weber, Freud, Horkheimer, Adorno, Marcuse, Durkheim, Piaget, Dewey, Mead y Toulmin. Se diseña desde allí una teoría crítica reformulada a partir de una acción y ética comunicativas dirigidas a la práctica de un modelo de democracia deliberativa emancipadora. La acción comunicativa descansa sobre criterios contrafácticos de simetría entre los capitales culturales, económico, político y sociales ─me tomo la licencia de acudir aquí al léxico de Bourdieu─ de los actores comunicativos y la base de una racionalidad argumentativa con anclaje en la evolución sociocultural occidental pero universalizable por su carácter formal y ajustado a la ontología del lenguaje y los actos de habla (Austin, Searle). Con estos flirteos neokantianos, Apel y Habermas presentan toda una idea regulativa que orienta la teoría y acción emancipadoras en clave adversa a los autoritarismos epistemológicos y políticos de las teorías que le precedieron, especialmente las de sus maestros Horkheimer, Adorno y Marcuse. Quieren Apel y Habermas una teoría crítica dialógica que retome el mandato de la undécima tesis sobre Feuerbach de Marx, aquel que reza que hasta ahora la filosofía ha interpretado la historia, lo que se trata es de transformarla. Mandato que Karl Korsch y Georg Lukács interpretaron, a mi juicio muy adecuadamente, como realización de la filosofía y no como su abandono o supresión.
Si la filosofía contemporánea ha llegado a ser fundamentalmente una filosofía del lenguaje, una filosofía que en diálogo con las ciencias ha llegado a la conclusión de que el lenguaje es constituyente del mundo, de nuestras representaciones e imaginarios del mundo, representaciones e imaginarios con los que pensamos y actuamos, y que ese lenguaje humano se expresa en múltiples lenguajes socioculturales, algunos de los cuales se erigen autoritariamente como los únicos verdaderos y volviéndose real poder sociopolítico ejercen la dominación sometiendo los otros lenguajes y sus respectivos cuerpos, si gran parte de la filosofía contemporánea nutrida desde diferentes fuentes ha formulado estas conclusiones, y siendo el lenguaje una realidad intersubjetiva configuradora de las conciencias, entonces, la realización de la filosofía pasa por la realización efectivamente práxica de un modelo democratizador deliberativo sustentado en el entendimiento intersubjetivo. Precisamente, y siguiendo este mandato en una clave democratizadora, quieren también Apel y Habermas que su teoría crítica supere la tradición occidental centrada en el interés meramente instrumental y estratégico, supeditando esta racionalidad al interés de una razón emancipadora, comunicativa, que amplíe la comunicación bajo un imperativo ético-político de la inclusión, uno que, palabras más, palabras menos, manda a no excluir apriorísticamente a nadie, y mucho menos a los potenciales afectados, de las decisiones a tomar dentro de un orden social determinado.
Para estos pensadores se trata de una nueva ilustración, una ilustración de la ilustración que, reconociendo los límites de la primera ilustración moderna, la de la conciencia cartesiana y kantiana, los supere en una racionalidad democrática y comunicativa, una abierta a la pluralidad, a la diversidad humana. Como la anterior ilustración, y aunque no sea de mayor tratamiento por los alemanes mencionados, la nueva ilustración supone una educación formadora, una Bildung, que tenga como eje la formación del carácter, y desde la más temprana edad posible. Pero a diferencia de la educación de la primera, la segunda ilustración se enfoca en la formación de competencias comunicativas como el razonamiento argumentativo para un diálogo en el que se expresen libremente las más distintas posiciones y, desde allí, se llegue a acuerdos lo más consensuados posibles para la solución de los problemas que nos aquejan en las circunstancias que nos han tocado vivir. Se trata de una educación emancipadora, sustentada en la comprensión de la complejidad ontológica del lenguaje, de su potencial poético que es decir creativo, y de su poder democratizador mediante una práctica dialógica con sólida base en una sincera voluntad de escucha. Los juegos infantiles de otrora, como la ere, el escondite y tantos otros, guardaban un potencial para esa formación en la medida en que la comunidad de habla de niños respectiva debían acordar entre ellos reglas como el lugar de las taimas (venezolanismo para expresar lugares de resguardo o fuera del tiempo o time-out). Digo juegos de otrora, pues el presente que nos toca marca una clausura comunicativa al encerrarnos en una pantalla y juegos en video cuyo carácter es por lo general, además de bélico, más monológico que dialógico, pantallas para una mujer y un hombre unidimensionales, placenteramente alienados.