"Se dice…" – Manual del perfecto maledicente

En todas partes cuecen habas, pero en España se cultiva con especial mimo una subespecie humana que merece capítulo aparte: el maledicente. No necesita oficio ni talento, porque su arte es de consumo gratuito y universal. No da la cara, pero pone etiquetas. No afirma, insinúa. Y su herramienta favorita no es la lengua, sino esa frase mágica que abre las puertas del cotilleo con barniz de legitimidad: "Dicen de ti que…". Ah, la voz pasiva del chisme: ese prodigio gramatical que permite esparcir basura sin mancharse.

El maledicente no tiene nada personal contra ti, claro. Solo "transmite lo que se comenta". Lo hace por tu bien. Porque le preocupas. Y porque sería una deshonestidad no advertirte de lo que los otros están diciendo. Todo sea por mantenerte al tanto del estiércol social que él mismo ha echado a rodar.

Hay una variante sutilísima de este personaje: el que te confiesa, con tono compungido, que ha intentado defenderte. "Yo les dije que no me parecía, pero claro… tú ya sabes cómo es la gente". Traducción: me sumé al coro con aire de abogado del diablo, pero eché leña suficiente como para mantener vivo el incendio. Porque el maledicente es, por encima de todo, un piromaníaco moral. Disfruta viendo cómo arde la imagen del otro, aunque él se retire discretamente antes de que llegue el humo.

Todo empieza con una observación trivial: "Tiene algo raro…", "Siempre va solo…", "Demasiado amable para ser honesto…". Y desde ahí se lanza la hipótesis envenenada: será un ególatra, un bicho raro, un falso simpático o un degenerado. La lógica importa poco. Lo importante es dejar caer la sospecha, como quien accidentalmente tropieza con una granada desactivada… y decide activarla por si acaso.

No necesita pruebas. Las apariencias bastan. El maledicente ve intenciones ocultas en cada gesto. Si callas, ocultas algo. Si hablas, te exhibes. Si trabajas mucho, estás trepando. Si trabajas poco, eres un parásito. Lo importante no es qué haces, sino que alguien pueda contarlo con ceño fruncido. La verdad le aburre. La malicia le excita.

En España, esta práctica no es una desviación, es casi un deporte nacional. No se compite por ser mejor que el otro, sino por ser el primero en enterarse de lo peor. Y si no hay peor, se fabrica. En las oficinas, en las peluquerías, en los clubes de lectura y hasta en las reuniones de vecinos, hay siempre un profeta del desprestigio dispuesto a iluminar a la comunidad con la revelación de que fulano "no es lo que parece". Y lo dice con la misma solemnidad que si acabara de descifrar los archivos de la CIA.

Lo curioso es que el maledicente se ve a sí mismo como una víctima del sistema. "Yo no soy así —suele decir—, pero es que la gente…". Esa es su coartada predilecta: él solo reacciona. Como los virus, que tampoco tienen malas intenciones, pero infectan igual. Y si lo enfrentas, se ofende: "¿Encima que te lo digo, te molestas?". Porque el maledicente, encima, se cree generoso.

¿La solución? No hay vacuna, pero sí profilaxis: desconfiar de quien viene a traerte "lo que se comenta", especialmente si lo hace con cara de santo escandalizado. Y si puedes, responde con la dosis justa de ironía: "Qué curioso, justo eso mismo se dice de ti". Con suerte, le devuelves el espejo. Y con algo de suerte, se asoma.



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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