Una reflexión sobre la invasión de Irak y el silencio cómplice de Occidente
Desde 2001 estoy consternado. La palabra puede parecer insuficiente, pero es exacta. No es tristeza. No es sorpresa. Es un estado moral que persiste, una indignación que no caduca. La invasión de Irak no fue solo una guerra: fue la escena de una época infame, legitimada por mentiras flagrantes, ejecutada con arrogancia colonial y celebrada por una intelligentsia en silencio culpable.
La banalidad de la inevitabilidad
Lo que me produce más náusea no es únicamente lo que hicieron George W. Bush, Tony Blair o José María Aznar. Es lo que no hicieron los demás. La invasión se anunció, se justificó con argumentos que no resistían el mínimo contraste con los informes de la AIEA (Organismo Internacional de Energía Atómica) o de Hans Blix (sueco, presidente de la Comisión de Armas de Destrucción Masiva): No había armas de destrucción masiva. No había vínculo con Al Qaeda. Pero tampoco hubo oposición efectiva.
Aznar dijo, con su ministro de Defensa Federico Trillo, que "no se puede evitar esta guerra". Esa frase no es una simple rendición al imperialismo anglosajón: es una frase sin alma, sin lenguaje moral. Años después, en una entrevista en ABC, Aznar afirmaría: "Yo no me arrepiento. Volvería a hacer lo mismo". Ese es el verdadero crimen: la falta de arrepentimiento, el dogma de la impunidad.
Silencio e intelectuales
En marzo de 2003, mientras se lanzaban misiles de crucero sobre Bagdad en lo que se llamó con sarcasmo shock and awe ("conmoción y pavor"), no recuerdo un solo editorial en la prensa española que llamara las cosas por su nombre: una agresión ilegal, una guerra de agresión condenada por la Carta de la ONU, una violación del derecho internacional. Se habló de geoestrategia, de alianzas, de estabilidad. Pero no se habló de crimen.
La única gran movilización fue ciudadana: millones en las calles bajo el lema "No a la guerra", desobedecidos por unos gobernantes ya entregados al guión de Washington. Los intelectuales y escritores más leídos optaron por el silencio o por la equidistancia. Vargas Llosa, Savater, Muñoz Molina, Javier Marías: todos evitaron la condena explícita. Se hablaba del autoritarismo de Saddam y de las "dudas legítimas", como si la masacre fuese una disyuntiva académica.
Solo voces aisladas, como Harold Pinter, dramaturgo, poeta, guionista y activista británico, se atrevieron a nombrar la infamia con palabras precisas. En su discurso del Nobel de 2005 dijo:
"La invasión de Irak fue un acto de bandidaje, un acto de terrorismo de Estado, que demostró desprecio absoluto por el concepto de derecho internacional."
Y Noam Chomsky, sí, pero su crítica solo conocida después, cuando el desastre era ya imposible de ocultar. No durante la infamia, sino cuando era ya un residuo.
Un odio sin objeto
Mi consternación, lo repito, no nace sólo de los hechos, sino de su asimilación por las esferas, por el mundo, que se hacen oír. La guerra se convirtió en noticia vieja, luego en error táctico, después en molestia diplomática. Y finalmente, en nada.
Desde entonces vivo con un odio abstracto. No dirigido a individuos. No es personal. Es estructural. Hacia los comités de expertos que no dimiten. Hacia los periodistas que firman sin pensar. Hacia las universidades que no tiemblan. Hacia las academias que callan. Hacia los congresos donde se reían mientras caían bombas de fósforo sobre Faluya.
Sin redención
No tengo redención que ofrecer. No hay enseñanza edificante. Solo la persistencia de la memoria. Porque cada vez que se calla ante una infamia, esa infamia se institucionaliza. Y cada vez que un crimen no se nombra como tal, ese crimen se prepara para repetirse.
Este es mi estado: consternado, lúcido, desolado. Y sin embargo, todavía no del todo vencido…