En el camino del sectarismo

La doctrina dominante, que cuenta con millones de seguidores a nivel global, sin que apenas tengan conocimiento de su verdadero alcance totalitario, resiste tan prepotente, que sus principales valedores en el plano del poder formal, es decir, los políticos afines a los intereses del gran capital, ya no tienen el menor pudor de incurrir en las mismas prácticas de otros tiempos, que se creían excluidas con el avance de la civilización, esto es, la intolerancia y la exclusión de todo aquello que no es acorde a sus pronunciamientos. En la época de la razón tecnológica se observa, en algunos aspectos, el retorno del sistema de viejas creencias. No es difícil comprobar, porque para eso están los medios de comunicación al alcance de todos, cómo cada día se imponen a la muchedumbre verdades excluyentes, asistidas de puro fanatismo e intolerancia en las mismísimas sociedades avanzadas, que los incautos ciudadanos creían superadas, ignorando, sin duda, que el poder, de cualquier signo que sea, siempre es poder, y para confirmarlo tiene que dejar constancia de alguna manera. Lo que a tal fin ahora se emplea son técnicas sutiles, como la persuasión, pero no se duda en utilizar el garrote si alguien le contradice demasiado. La cuestión es que, esas prácticas, si no se entienden como sectarismo, se parecen demasiado. Ahí esta, la secta de las verdades únicas que dirigen los padres del imperio, conforme a las consignas que les facilita la superelite del poder, avanza a toda máquina, para que no quede tiempo para pensar y las gentes se le entreguen sin darse cuenta. Por otro lado, asistimos al espectáculo de un mundo de fieles que se cree a pies juntillas las mentiras verdaderas, destinadas a blindar los intereses de quienes a la sazón ejercen el poder.

De esta forma, cuando se toca lo inconveniente para el sistema, argumentando que se está en posesión de la verdad, no se permite que suene la voz de la pluralidad y, si suena, hay que descalificarla de inmediato, si no sigue la línea marcada. Amordazarla o echar mano de la censura se ha convertido en práctica habitual, ya no tan discreta en los que se promocionan como Estados libres. Los medios de comunicación, aunque se colocan a menudo la medalla de la libertad, está claro que, ante todo, tienen que cumplir con su papel de empresas capitalistas y velar por el dividendo, lo que hace obligado seguir el juego a los mandantes.

A diferencia del sectarismo de minorías, en el que el asunto solo incumbe a los creyentes, el que se va definiendo como oficial afecta a todos, ya sean creyentes o no creyentes, porque cuenta con la autoridad que le otorgan las leyes estatales. Tomar el camino del sectarismo, acaso haya que remitirlo a que la doctrina tradicional basada en el consumismo, pese a su radicalismo nato, parece como si se hubiera quedado rezagada, y el gran capital demandara mayor sumisión a sus víctimas, fundamentalmente para que no piensen por libre. De ahí que el sectarismo político venga en ayuda de la doctrina. Y para ello juega a dos bandas, la que se refiere a los representantes del poder oficial y a los temas que se ponen sobre el tapete por su actualidad.

Se viene haciendo la jugada, en el caso de la política local, encabezada por miembros de esa nueva secta, integrada por principiantes de la política, políticos de ocasión que caminan dando tumbos, pero unidos por los intereses de la globalización, y dedicados a hipotecar al Estado, en interés de ese orden mundial que ha montado el capitalismo. Su propaganda vende a los inocentes ciudadanos, entretenidos con imágenes y entregados a las redes, que ahorra tiempo eso de que nos dirijan otros y que todo venga hecho, sin necesidad de trabajar uno mismo. Y, sobre todo, que nos subvencionen, nos vendan las delicias del teletrabajo desde la playa para los privilegiados, nos procuren ocio a discreción, nos coloquen una maquinaria estatal a jornada laboral simbólica para que no funcione casi nada, nos vendan ideologías avanzadas para confortar el espíritu vacío y, en fin, se sirvan ocurrencias ocasionales para animar al personal. A cambio, ha pasado a ser función clave de su política, asumida por los fieles gobernados, sentar verdades absolutas, impuestas por sus superiores en la jerarquía del sistema, que la ciudadanía tiene que acatar sin rechista. Esta secta oficial, siguiendo los expresos mandatos de la superelite del poder, se ha lucido estableciendo algunas verdades excluyentes. Últimamente, a propósito de la pandemia y, después, cuando el mercado comienza a decaer y ya no se vende tanto el producto central y sus derivados, se acude al tema de la guerra.

En el primer caso, vino funcionando la consigna oficial desde el comienzo, estableciendo la censura para que los medios autoproclamados libres no difundieran otras posibles verdades al margen de lo autorizado. Luego, para dejar a salvo la racionalidad, vino la puesta en escena de las autoridades en la materia —a sueldo del empresariado, de la oficialidad o simultaneando estipendios de ambas procedencias—, que imponía e impone un llamado criterio científico, que no pasan de ser opiniones mediáticas. La realidad va en otra dirección, esto es, el gran negocio montado en torno al producto. Pero lo más cruel son las víctimas, a quienes esas verdades no han servido para nada. Ahora, cambiando de criterio, se impone el que cada uno se arregle como pueda y que parezca que ya no hay pandemia.

En lo de la guerra, cumpliendo órdenes superiores, no se ha respetado la neutralidad de este país y exigen tomar posiciones del lado de las verdades que dan mayor grandeza al imperio, favorables para él, pero perjudiciales para los seguidores, que tienen el problema aquí al lado y los riesgos que implica. Las elites se llevan el protagonismo y, si fracasa la estrategia, ahí estarán las masas para sufrir las consecuencias. Incluso el Derecho, la justicia, la racionalidad y todo eso que, a veces, sirve para enlazar con el progreso, han quedado tocados, porque se imponen las expropiaciones, las sanciones y la inseguridad jurídica para castigar al rival. Metidos en líos, solo cabe, si las cuentas fallan, acabar siendo víctimas de las decisiones de esa elite política, que simplemente va a lo suyo y a los demás que las parta un rayo, si estalla la tormenta. El hecho es que, ya en términos económicos, ha pasado a ser la ocasión para, entre otros descalabros, llevar la inflación a extremos insospechados — en términos reales, muchos productos han incrementado su precio en un cien por cien, aunque para disimular el problema se utilice el maquillaje estadístico y comercial—, con la finalidad, una vez más, de empobrecer a las masas, cuya misión última siempre es la de pagar los platos rotos por otros.

Tras asumirse las verdades, no porque lo sean, sino porque se imponen, a conveniencia de eso que parece avanzar hacia el sectarismo, lo evidente es que por estas latitudes estamos entretenidos, porque entretener es fundamental en política. Los pudientes, con el turismo, el ocio y el espectáculo, disponen de lo suficiente para ir tirando. Los millennials, con el internet tienen cubierta la jornada. A los menos privilegiados, les queda eso de la televisión —escasa en audiencia, pero que subsiste a cuenta de subvenciones y otras minucias económicas—, siempre que, pese al derecho a la información, no se corte la programación y se queden a dos velas, tal como viene sucediendo. No obstante, la clientela televisiva siempre tiene la sana opción de echar una cabezada, si, además, no se puede resistir tanto bodrio, repeticiones abusivas, una publicidad desbocada y esa propaganda agobiante. Productos habituales para favorecer los variados intereses empresariales que se mueven en su entorno y para satisfacer en lo posible los intereses políticos.

Esta sociedad avanzada, incorporada a una Europa que intelectualmente se cae a trozos, fiel a la doctrina imperial que le han impuesto y conducida por su propia incompetencia, prosigue su camino entregada a la apariencia, asistida por ocurrencias que se confunden con progreso, víctima de la intolerancia del grupo de mandantes y de esos otros astutos que aprovechan la coyuntura para llenar la faltriquera, ya sea a cuenta de la pandemia o de la guerra. Sin embargo, este país tendrá que asumir lo que es y despertar del pequeño sueño de grandeza a la llamada de la realidad económica, que avanza a pasos agigantados en forma de inflación incontenible, y que no entiende de apaños o pamplinas para entretener al auditorio ni de doctrinas para que una minoría privilegiada siga haciendo espectaculares negocios. Quizás entonces, la política de la intolerancia, si superan el adormecimiento que afecta a sus ciudadanos, ceda ante el peso del sentido común.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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