Los capitalistas del desastre comparten la misma incapacidad entre destrucción y creación

Buena parte del atractivo de la economía de la Escuela de Chicago era que, en unos tiempos en que las ideas de la izquierda radical sobre el poder de los trabajadores ganaban fuerza en todo el mundo, ofrecía una forma de defender los intereses de los propietarios que era igual de radical y estaba imbuida de su propia forma de idealismo. En palabras del propio Friedman, sus ideas no consistían en defender el derecho de los propietarios de fábricas a pagar salarios bajos, sino, más bien, consistían en una búsqueda de la forma más pura posible de "democracia participativa", puesto que en el libre mercado "todo hombre puede votar, por así decirlo, por el color de corbata que prefiere". Donde los izquierdistas prometían liberar a los trabajadores de sus jefes, a los ciudadanos de la dictadura y a los países del colonialismo, Friedman prometía "libertad individual", un proyecto que elevaba a cada ciudadano individual por encima de cualquier actividad colectiva y les liberaba para expresar su libre albedrió a través de sus elecciones como consumidores. "Lo que resulta particularmente emocionante eran las mismas cualidades que hicieron el marxismo tan atractivo para muchos otros jóvenes de aquellos tiempos", recuerda el economista Don Patinkin, que estudió en Chicago en los años cuarenta, "simplicidad unida a una aparente completitud lógica; idealismo combinado con radicalismo". Los marxistas tenían su utopía trabajadora, y los de Chicago tenían su utopía de los emprendedores, y ambos afirmaban que si sed salían con la suya, se llegaría a la perfección y al equilibrio.

La cuestión, como siempre, era cómo conseguir llegar a ese lugar maravilloso desde aquí. Los marxistas lo tenían claro: la revolución. Había que librarse del sistema actual y reemplazarlo por el socialismo. Para los de Chicago la respuesta no era tan clara. Estados Unidos ya era un país capitalista pero, según lo veían ellos, lo era a duras penas. Tanto en Estados Unidos como en todas las supuestas economías capitalistas, los de Chicago veían interferencias por todas partes. Los políticos fijaban precios para hacer algunos productos más asequibles; fijaban salarios mínimos para que no se explotara a los trabajadores y para que todo el mundo tuviera acceso a la educación, que mantenían en manos del Estado. Muchas veces podía parecer que estas medidas ayudaban al pueblo, pero Friedman y sus colegas estaban convencidos —y lo "probaron" en sus modelos— de que lo que en realidad hacían era un daño enorme al equilibrio del mercado y perjudicaban la capacidad de sus diversas señales para comunicarse entre ellas. La misión de la Escuela Chicago, pues, era conseguir una purificación. Debían liberar al mercado de esas interrupciones para que así el libre mercado pudiera elevar su canto.

Por este motivo los de Chicago no consideraban al marxismo su auténtico enemigo. La auténtica fuente de sus problemas estaba en las ideas de los Keynesianos en Estados Unidos, los socialdemócratas en Europa y los desarrollistas en lo que entonces se llamaba el Tercer Mundo. Todo el pueblo no creía en la utopía, sino en economías mixtas, que a ojos de Chicago no eran más que horribles batiburrillos de capitalismo para la fabricación y distribución de productos de consumo, socialismo en la educación, propiedad del Estado en servicios básicos como el agua y de toda clase de leyes diseñadas para atemperar los extremos del capitalismo. Igual que el fundamentalista religioso respeta, aunque les odie, a los fundamentalistas de otras fes y a los ateos y desprecia al creyente informal, los de Chicago declararon la guerra a esos economistas eclécticos. Lo que buscaban los de Chicago no era exactamente una revolución, sino una Reforma: retorno a un capitalismo puro, no contaminado.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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