¡He renunciado a ti: no era posible!

No se trata del poema de don Andrés Eloy Blanco conocido como “La renuncia”. No, se trata de la renuncia del Papa Benedicto XVI, cosa que no sucedía desde 1415 cuando el Papa Gregorio XII lo hizo, es decir, hace 598 años. El Papa Gregorio XII renunció para permitir que se eligiera a su sucesor. Lo mismo, es lo que se dice, ha hecho el Papa Benedicto XVI.

            Lo cierto es que el Papa Benedicto XVI renunció alegando que sus facultades físicas y hasta mentales no estaban aptas para poder cumplir las múltiples funciones de un jefe de la Iglesia católica y cristiana. Luego, surgieron miles de conjeturas sobre su renuncia como también nacieron cantidades de chistes como ese de que el cardenal negro no podía ser Papa por llamarse Chongo y no se debía permitir que los feligreses dijeran Papachongo. Será difícil, por ahora, descubrir todos los entretelones de la renuncia del Papa, sobre la causa, motivo o razón de la misma. Se sabe que son muchas las contradicciones que existen no sólo en el Vaticano sino en el mundo del cristianismo. Contradicciones que van desde las que se presentan entre cardenales y el Papa, monseñores y el Papa, cardenales y monseñores, sacerdotes y el Papa, sacerdotes y cardenales, sacerdotes y monseñores sin incluir, por ahora, las que se manifiestan entre monjas y sacerdotes o con los monseñores o cardenales o hasta con el mismo Papa ni tampoco entre la feligresía y los voceros de su religión. Muchas de esas contradicciones son por razones políticas o ideológicas sin dejar de creer en las profundas diferencias relacionadas con las de carácter económico.

            Sin duda alguna, la posición política y hasta religiosa del Cristianismo en la actualidad ha variado mucho, pero mucho a la de aquella época en que las clases y sectores populares, víctimas de la dominación del Imperio Romano, miraban al Cielo buscando que un Ser Supremo los salvase del hambre y del sufrimiento que les embargaba en demasía. En aquel tiempo, ni los obispos ni  los sacerdotes, en su mayoría, no se habían alejado tanto del fervor revolucionario que los caracterizó para predicar lo que entendían por la idea central de Jesús: liberar al pobre de la explotación y opresión del rico. En esa era, primero entraba un kamelo por el ojo de una aguja que un rico al reino de los Cielos.  En la actualidad, cuando el mundo es dominado fundamentalmente por los grandes y poderosos amos de los más avanzados medios de producción y de la riqueza económica, la mayoría de los principales voceros del Cristianismo, del Catolicismo o, más concretamente, de la Iglesia, defienden con más ardor teológico (ideológico) y más convicción política a los explotadores y opresores, a los que convirtieron a Jesús en un abanderado del pacifismo que pregona como ideal la resignación del pobre al rico para poder ganarse el derecho a que su alma sea feliz en el reino del Ser Supremo. Pero, igualmente, es digno destacar que del seno de la Iglesia, producto de sus contradicciones ideológicas y políticas altamente antagónicas, han surgido movimientos y hombres de sotana que han luchado y luchan porque la Iglesia abrace de nuevo los postulados originales del Cristianismo. La Teología de la Liberación es un testimonio esplendoroso de esa verdad. Son esos hombres de sotana que saben que la estrella está arriba, que las injusticias del capitalismo no se combaten con fantasías, que Jesús nunca renunció a su lucha en favor del pobre, que el mendigo es producto de un régimen socioeconómico donde unos pocos se enriquecen a costilla del trabajo como una carga pesada que lleva el explotado sobre su espalda, que el hombre rico se convirtió –hace tiempo- en lobo y no amigo del hombre pobre, que la miseria incrementada por el capitalismo para los muchos golpea con más fuerza a la infancia que no tiene acceso a los juguetes caros, que el loco renuncia a la palabra que su boca pronuncia porque los cuerdos que gobiernan el mundo lo desprecian y lo abandonan como si aquel hubiese perdido todo tipo de contacto con la racionalidad, que el dominio del imperialismo ha hecho que todo niño de familia pobre se haga hombre infeliz demasiado prematuro, y que la única renuncia que Jesucristo aplaude es aquella del rico a su riqueza individual para que ésta pertenezca a toda la humanidad. Claro, ya es demasiado tarde –incluso- para llegar a creer que toda la Iglesia –desde su Papa hasta el último en la fila de sus hombres con sotana- se haga eco y luche por la verdadera liberación de los pobres contra la esclavitud que les imponen los pocos ricos que dominan el planeta.

            Lo cierto es que el Papa Benedicto XVI renunció al ejercicio que los pocos cardenales existentes en el mundo le confirieron como mandato. Respetando todo lo honesto que hayan sido sus razones personales para renunciar, nunca se escuchó de su propia boca decir que la Iglesia renunciaba a su postura de estar más al lado del rico que del pobre. Mientras el extinto Papa Juan Pablo II pidió perdón por los crímenes cometidos por la Inquisición y señaló que Dios no había creado ni al hombre ni a la mujer, el Papa Benedicto XVI no pasó más allá de esa frontera del pesebre en la que afirmó nunca hubo ni una mula ni un buey. Entiéndase que no se está negando en nada los valores personales ni del Papa ni de nadie y, mucho menos, sus conocimientos. Ojalá, lo quiera el Espíritu Santo, el ahora expapa Benedicto XVI, volviendo a ser Joseph Ratzinger, profundice en sus reflexiones y pueda legar al mundo –por lo menos cristiano y católico- un análisis de condena a las formas en que el imperialismo impone y ejecuta sus tropelías y declare abiertamente que la Iglesia debe transformar su rostro y que su pasamontañas debe ser el que levante bien en alto los postulados que en los primeros cristianos fueron gritos revolucionarios y no ficciones de una isla perdida en un paraíso exclusivo de la potestad de la utopía.

            Lo cierto es que la Iglesia tiene un nuevo Papa que por vez primera es jesuita y  es de América Latina o, más concretamente, argentino. Ya ha salido a la luz pública que estuvo vinculado a los gobiernos del gorilismo político en Argentina. De eso, seguramente, se ocuparán Dios y Jesús cuando su alma llegue al Cielo, pero –por ahora- estamos en la Tierra y Federico I, Jorge Bergoglio, es el nuevo Papa de la Iglesia cristiana y católica. Debe enfrentar grandes retos que andan, como duendes que no dejan dormir martillando cabezas, por el mundo exigiendo verdades y no mentiras. La Iglesia está llena de contradicciones, unas más graves que otras, unas más superficiales que otras, pero contradicciones al fin y al cabo. Ya no existe un Galileo para que la Iglesia lo obligue a renunciar a las verdades de sus conocimientos científicos o a las palabras pronunciadas por su boca. No, hay demasiadas necesidades –en las realidades y hasta en las creencias religiosas- que el nuevo Papa tiene que afrontar y donde las verdades cobran la dimensión de aquel pensamiento atribuido a Jesús: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. Y el Papa Federico I debe saber que el capitalismo no es un modo de producción y de vida que pueda satisfacer las necesidades de la humanidad. El, como Papa y como ser humano, tiene la palabra. Tal vez así, renunciando a la riqueza y los privilegios muy especiales de la Iglesia, ésta vuelva a ser abanderada de un pedazote de lo que en el pasado quiso para conquistar la liberación de los pobres, que son los explotados y oprimidos por el capital. Y que esa renuncia de la Iglesia a su riqueza económica y a sus privilegios muy especiales, sea el viaje de regreso al sueño perfeccionado que abrazó el Cristianismo en sus orígenes. Amén.



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Freddy Yépez


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