El alcalde no tiene cabeza

Sumido en las tinieblas su propia sombra el alcalde detiene su lento andar para contemplar la estatua que está tendida en la madre tierra. Tratando de ver el rostro de la figura derribada descubre que no tiene cabeza; de inmediato se sumerge en la oscuridad de su mundo oprimido, callado y sin sonrisa. Y esa era una actitud que había adoptado mucho antes de comenzar a patear su propia dignidad.

Tal vez, en la profundidad de su conciencia, el alcalde se habla a sí mismo. Ese diálogo de silencio y de sepulcro se vuelve sombrío cuando piensa en su pasado, su presente y su futuro. Y son pensamientos de derrota, sentimientos de agonía, mitad sombra, mitad nada. Son voces tristes que cantan las melodías del abismo. En todo eso pensaba el alcalde y no había ni siquiera un momento para que los demonios internos dejaran de recordarle su miserable pasado.

La estatua sin cabeza, las tinieblas, el diálogo del silencio sepulcral y las melodías del abismo, eran cuestiones imaginarias que, como un relámpago centellante, golpeaban la tranquilidad de Jean Valjean, uno de los personajes claves que aparecen el la novela “Los Miserables”, de Víctor Hugo. Y hablamos acá del alcalde que no tiene cabeza, porque en vez de gobernar, cumplir sus tareas y arreglar las calles e impulsar la cultura, Jean Valjean no tenía cabeza para nada, simulaba trabajar con cara de ser bueno, pero en el fondo sentía miedo de ser descabezado por la guillotina de su pasado tenebroso.

Y la verdad es que este personaje que construye Víctor Hugo, ni siquiera tuvo tiempo de patear un balón; quizás si lo hubiera hecho hasta se habría convertido en una gambeta, pero no fue así. El destino le hizo una mala jugada, y por hambre de él y su familia, se vio obligado a delinquir. Por romper una vidriera para robarse un pedazo de pan fue declarado culpable y condenado a cinco años de prisión. Ya próximo a su cuarto año de condena, intento evadirse pero fue hecho preso de nuevo y le recargaron la pena en tres años más para un total de ocho. Tres intento de evasión más le multiplicaron la pena a diecinueve años. Finalmente salió libre, pero cargado de odio y resentimiento hacia una sociedad que lo había condenado por haber roto una vidriera y robado un pedazo de pan. A partir de allí adoptó una actitud de silencio y venganza.

Sin ningún tipo de resentimiento robó al padre Myriel, un sacerdote de verdad, entregado a su gente y a los humildes. Sus preocupaciones y su trabajo diario los dedicaba en buscarle el alimento a los pobres y el aliento a los enfermos. Nada parecido a algunos de los sacerdotes modernos, que se agrupan en conferencias episcopales sólo para defender los intereses de las elites y masticar hostias de caviar, acompañadas de un buen vino.

Jean Valjean, se cambio de nombre y llegó a ser el alcalde Madeleine. Queriendo tapar su pasado oscuro gobernó en silencio. En sus momentos de soledad pensaba en la estatua sin cabeza. En realidad, no era la estatua, sino él quien no tenía cabeza para ser alcalde ni mucho menos gobernador.

*Politólogo
eduardojm51@yahoo.es


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Eduardo Marapacuto*


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