La revolución y la política de tierra

Simón Bolívar quiso que la tierra fuese repartida entre los soldados del Ejército Libertador que hicieron posible la independencia y nos liberó del colonialismo español. No estaba ni podía estarlo en la política del Libertador una ideología que se sustentara en el apego a la propiedad social sobre los medios de producción e incluso ni en la nacionalización de la tierra, como una forma de acabar con la gran propiedad del hacendismo. Aun cuando Bolívar si hubiese llegado a comprender la dimensión del capitalismo europeo, en nuestra América Latina no existían las condiciones para una revolución burguesa. Empezando no existían, con nivel de cierto desarrollo, ni la burguesía ni el proletariado. Sin Dios y sin el Diablo los reinos del Cielo y del Infierno hubiesen corrido la suerte de un hombre queriendo tener ovarios y matriz para dar a luz a una criatura humana desde la entraña de su propio vientre. Lamentablemente el caudillismo –de un lado- y el dominio de la oligarquía de grandes extensiones de tierra –del otro-, evitaron se cumpliera el sueño del Libertador. Ni siquiera, en ningún caso, la entrega de tierra de acuerdo al ideal del Libertador podía ser concebida como una reforma agraria antifeudal y de corte capitalista. No había condiciones para ello.

Los bolivarianos –como un proceso con programa para el país-, aceptémoslo sin ningún rasgo de sátira o de burla, pueden ser considerados como los herederos históricos de los próceres independentistas, pero ¡ahora! con una tarea concreta a ejecutar incomparablemente mucho más difícil y decisiva que la de sus predecesores históricos. Nadie puede tener elemento a la mano para negar que la ocupación y la distribución de manera inmediata y directa de la tierra a los campesinos es una forma muy rápida, simple y lapidaria para, por un lado, combatir a la gran propiedad latifundista y, por el otro, vincular prontamente a los campesinos al proceso revolucionario. Sin embargo, es necesario tener presente y pelarle el ojo al reverso de la moneda, es decir, en que eso no debe ser considerado como un factor de la economía socialista.

Un período de transición entre el capitalismo y el socialismo requiere, entre tantos elementos indispensables, para poder ir transformando las relaciones de producción, nacionalizar la gran propiedad que está en manos del  latifundio como la manera de concentrar técnicamente los medios de producción y los métodos de la agricultura y ponerlos en función del progreso hacia la construcción de la sociedad socialista. Esa política no significa, de manera alguna, el despojamiento del pequeño propietario de su porción de tierra. A éste, más bien, es necesario inyectarle recursos para que en libertad logre decidirse, por convencimiento propio de las ventajas de la explotación social, por la ligazón cooperativa –en primera instancia- y por la explotación colectiva –en segunda instancia- de la economía socialista. Esta necesita que se pase el derecho de propiedad de la tierra a la nación, o mejor dicho, al Estado. Sin esa medida no es posible garantizar la ejecución de una política de organización de la producción agrícola sobre la visión socialista de la economía.

Eso implica, al mismo tiempo, la vinculación entre el desarrollo de la producción agrícola con el industrial. Sin esto ni siquiera vale la pena hablar o escribir de socialismo. Además, hay que partir de circunstancias o realidades concretas, porque al no depender el curso de la historia de las voluntades del ser humano, por lo menos hasta ahora, no deben elaborarse políticas tratando de saltar fases sin que ninguna probabilidad real de éxito exista.

Los bolivarianos, esto vale también para los revolucionarios de cualquier tendencia social en el poder político, deben tener el cuidado de no lanzar, ni a lo ligero ni a lo mero macho, ese género de consignas que muestran la radicalidad de la voluntad pero no la compatibilidad con la realidad. De allí, por ejemplo, ordenar <<¡Tomad y repartid la tierra!>> sin haber entendido la objetividad de una situación global ni la necesidad progresiva de un proceso revolucionario, puede conducir a la oscuridad en vez de a la claridad.

Esa consigna, hecha realidad, conduce al traspaso rápido pero anárquico de la gran propiedad del latifundio de la tierra a la propiedad de los campesinos en proporciones pequeñas. Eso no significa una propiedad social, sino una nueva propiedad privada de los medios de producción, es decir, el desmembramiento de una explotación relativamente de nivel progresista a otras pequeñas de campesinos con técnica rudimentaria. Y en honor a la verdad, queramos o no aceptarlo, eso acentúa las diferencias de la propiedad de la tierra en vez de sustituirlas. De esa manera un proceso revolucionario puede ir creando una enorme masa de adversarios que defenderán a capa y espada sus propiedades contra toda política revolucionaria de transformación de la economía capitalista  en socialista. Y si la revolución se descuida, los boicots del campo contra la ciudad pueden resultar costosos y lamentables sucesos de violencia social. Nadie debe olvidar, con el poder en manos de una revolución, que el proletariado no lucha ni por la propiedad para una clase ni por la propiedad individual de los medios de producción, sino para que la propiedad sea social y por la desaparición de la privada. Esto es en sí la esencia de la economía socialista. Es bueno, como ejemplo, siempre tener presente que el más fiel defensor de la revolución burguesa –francesa, por ejemplo- fue el parcelero campesino, y lo hizo no por la burguesía sino por su pequeña propiedad de medios de producción.

Otra cosa es que el Estado asumiendo la propiedad de la tierra organice a los campesinos en cooperativas para la explotación social con técnica avanzada, agregando un sistema de educación que vaya fortaleciendo el avance del programa socialista de la economía. Es sólo una idea para la reflexión.


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Freddy Yépez


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