La Revolución Francesa y el mundo contemporáneo

Después de diez años de peripecias revolucionarias, la realidad francesa aparecía transformada de forma fundamental:

La aristocracia del Antiguo Régimen fue destruida en sus privilegios y en su preponderancia; la feudalidad fue abolida. Al hacer tabla rasa de todos los restos de feudalismo, al liberar a los campesinos de los derechos señoriales y de los diezmos eclesiásticos, y en cierta medida también de las obligaciones comunitarias, al acabar con los monopolios corporativos y al unificar el mercado nacional, la Revolución Francesa marcó una etapa decisiva en la transición del feudalismo al capitalismo. Su ala activa no fue tanto la burguesía comerciante (en la medida en que seguía siendo únicamente comerciante e intermediaria se avenía con la vieja sociedad: de 1789 a 1793 generalmente tendió al pacto) como la masa de pequeños productores directos, cuyos sobretrabajo y sobreproducto eran acaparados por la aristocracia feudal apoyándose en el aparato jurídico y los medios de presión del estado del Antiguo Régimen. La revuelta de los pequeños productores, campesinos y artesanos, asestó los golpes más eficaces a la vieja sociedad.

No es que esa victoria sobre la feudalidad haya significado la aparición simultánea de nuevas relaciones sociales. El paso al capitalismo no es un proceso sencillo por el cual los elementos capitalistas se desarrollan en el seno de la vieja sociedad hasta el momento en que son lo bastante fuertes como para romper sus marcos. Todavía hará falta mucho tiempo para que el capitalismo se afirme definitivamente en Francia; sus progresos fueron lentos durante el período revolucionario, las dimensiones de las empresas siempre fueron reducidas y el capital comercial preponderante. Pero la ruina de la propiedad terrateniente feudal y del sistema corporativo y reglamentario liberó a los pequeños y medianos productores directos; aceleró el proceso de diferenciación de clases tanto en la comunidad rural como en el artesanado urbano, y la polarización social entre capital y trabajo asalariado. Así acabó garantizándose la autonomía del modo de producción capitalista tanto en el campo de la agricultura como en el de la industria, y se abrió sin compromiso la vía a las relaciones burguesas de producción y de circulación: transformación revolucionaria por excelencia.

Mientras se operaba la diferenciación de la economía de los pequeños y medianos productores y la disociación del campesinado y el artesano se modificaba el equilibrio interno de la burguesía. La preponderancia tradicional en sus filas de la fortuna adquirida era sustituida por la de los hombres de negocios y por los jefes de empresa. La especulación, el equipamiento, el armamento y el avituallamiento de los ejércitos, la explotación de los países conquistados les proporcionaban nuevas oportunidades para multiplicar sus beneficios: la libertad económica abría el paso a la concentración de las empresas. Abandonando pronto la especulación, esos hombres de negocios, que sentían el gusto del riesgo y el espíritu de iniciativa, invirtieron sus capitales en la producción, contribuyendo ellos también por su parte al desarrollo del capitalismo industrial.

Cambiando completamente las estructuras económicas y sociales, la Revolución Francesa rompía al mismo tiempo el armazón estatal del Antiguo Régimen, barriendo los vestigios de las antiguas autonomías, acabando con los privilegios locales y los particularismos provinciales. Así hizo posible, del Directorio al Imperio, la implantación de un estado moderno que respondía a los intereses y a las exigencias de la burguesía. Los principios sobre los que la burguesía constituyente construyó su obra aspiraban a basarse en la razón universal. La declaración les dio una expresión clamorosa. Desde ese momento las “reclamaciones de los ciudadanos, basadas en principios sencillos e indiscutibles”, únicamente podían dirigirse “hacia el mantenimiento de la Constitución y hacia la felicidad de todos”: una fe optimista en la omnipotencia de la razón, muy de acuerdo con el espíritu del Siglo de las Luces, pero que no pudo resistir a la presión de los intereses de clase.

“La igualdad no es más que un vano fantasma —replicó el fanático Jacques Roux el 25 de junio de 1793— cuando el rico, a través del monopolio, ejerce el derecho sobre la vida y la muerte de su semejante.” Así se inicia, en la primavera de 1793, el drama en que acabó por venirse abajo, ante las exigencias de la revolución burguesa, la República popular que querían confusamente los sans-culottes. Se marcha así por adelantado el antagonismo irreductible entre las aspiraciones de un grupo social y el estado objetivo de las necesidades históricas.

Desde este doble punto de vista, la Revolución Francesa estuvo “lejos de constituir un mito como se ha pretendido”. Sin duda, la feudalidad, en el sentido medieval de la palabra, ya no respondía a nada en 1789: pero para los contemporáneos, tanto campesinos como burgueses, ese término abstracto encerraba una realidad que conocían muy bien (derechos feudales, autoridad señorial) y que finalmente había sido barrida. Porque aunque las Asambleas revolucionarias hayan estado pobladas en su mayor parte por hombres de profesión liberal y funcionarios públicos y no por jefes de empresa, financieros o manufactureros. No se puede argumentar en contra de la importancia de la Revolución Francesa en la implantación del orden capitalista; al margen de que estos últimos estuvieran representados por una pequeña minoría muy activa, el margen de la importancia de los grupos de presión (diputados del comercio, el club Massiac defensor de los intereses coloniales), el hecho esencial es que el viejo sistema económico y social fue destruido y que la Revolución Francesa proclamó sin ninguna restricción la libertad de empresa y de beneficios, despejando así el camino hacia el capitalismo. La Revolución Francesa es “un bloque”: antifeudal y burguesa a través de sus diversas peripecias. Este arraigo de la Revolución en la realidad social francesa, esta continuidad y esta unidad, así como su necesidad, han sido subrayados por Tocqueville con su acostumbrada lucidez. “Lo que la Revolución no ha sido en modo alguno es un acontecimiento fortuito. Ha tomado, es cierto, el mundo de improviso, y sin embargo no era más que el complemento del trabajo más largo, el término repentino y violento de una obra en la que habían trabajado diez generaciones de hombres.” La historia del siglo XIX demuestra que esto no fue un mito.



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Manuel Taibo


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