Caracol recordó la terrible masacre de El Salado

El Estado, la oligarquía, la Iglesia, los grandes y poderosos medios de la comunicación, muchos de sectores medios y unos cuantos trabajadores como algunos intelectuales en Colombia, afirman que viven en democracia a pesar del prolongado conflicto armado y político que los azota desde hace casi medio siglo. No hay duda que la democracia colombiana es, esencialmente, representativa y no participativa. En Colombia existen dos importantes y poderosísimas cadenas de televisión y, creo, que Caracol es la más influyente en la conciencia y en la psicología de la sociedad colombiana como de la prensa escrita lo es, así lo creo, El Tiempo. Se dice que hubo una época en que para creer que una persona estaba realmente muerta era necesario que apareciera en el obituario de ese periódico. Su misión es la defensa a ultranza de los intereses económicos de la oligarquía colombiana y del Estado que le sirve como instrumento político para tal finalidad. Sin embargo, en Colombia han sucedido hechos y continúan acontecimiento que no es posible, por un lado, que ninguna mentira los deforme y los calle y, por la otra, por mucho terror que exista en la población los sobrevivientes no se vendan los ojos para no ver, no se tapan los oídos para no escuchar ni se cosen la boca para no hablar. Son tan atroces esos hechos que el Estado, los poderosos medios de comunicación de la oligarquía ni el pueblo pueden guardar silencio para que sean olvidados de por vida y disfruten a plenitud, sin ser descubiertos, los criminales o asesinos la potestad de la impunidad.

En estos días Caracol recordó aquella famosa, triste, trágica, dolorosa y abominable masacre cometida en el caserío El Salado. Desde varios puntos distantes salieron los paramilitares para converger en ese caserío. Las FARC trataron heroicamente, en un solo punto, hacer una resistencia hasta el final para alejar el peligro que se cernía sobre la población de El Salado, pero la desproporcionalidad de fuerzas y armas no permitió que la insurgencia lograra su cometido. Las fuerzas armadas de Colombia conocían al dedillo y al detalle la operatividad de los paramilitares de Mancuso en la región.

¡De pronto!, la gente del caserío observó que venían los paras y comenzó la anarquía en la movilización, la desesperación en la huida, la desesperanza haciendo su rueda mortal en la mente del despavorido, el rezo acelerado y atropellado implorando la salvación del desarmado. Las flores comenzaron a oler a velorio, la brisa a sangre y a pedazos de cuerpos mutilados antes de la masacre misma, no había luna porque estaba oculta bajo el miedo de una población indefensa y en desbandada. Los niños lloraban y las madres gritaban al cielo; Dios no estaba ni para escucharles ni salvarles, estaba viviendo de puro milagro sentenciado a muerte por los paras y los jefes políticos y militares del Estado. Los hombres con las manos vacías de fusiles en la guerra cavan su propia sepultura y no existe oración que les resuelva su pena. La Iglesia era, como resguardo, tan insegura como la calle, como la plazoleta, como la cancha deportiva. Los paras no respetan iconos religiosos. Un crucifijo en el pecho de un poblador de campo es, para los paras, motivo de burla y de parapeto que no le salva la vida a nadie.

Los pobladores corrían despavoridos y se caían, se levantaban de nuevo y volvían a correr queriendo hacerlo más veloz. La montaña les parecía una distancia como de la tierra al cielo. Entre más corrían, salvando obstáculos naturales, los pobladores veían más intenso el verde de la estepa pero más cerca la muerte. No había táctica de resistencia, porque la estrategia era muy sencilla: encontrar un escondite seguro en la montaña más cercana al caserío. Demasiados paramilitares para tan poca gente desarmada de armas de la guerra. Ninguna lágrima hacía sensibilidad en los asesinos; ningún clamor de perdón encontraba eco en la conciencia de los asesinos. Todos los pobladores a merced de los asesinos insensibles y criminales de oficio. Los paras coparon el caserío y sus alrededores. Concentraron en la cancha deportiva a las personas en grupos diferentes… y comenzó la masacre.

Terrible el grito de dolor. Intenso el clamor de salvación. Los ojitos de los niños parecían pequeñas metras buscando huecos para esconderse. Temblaban de pavor los vientres de mujeres preñadas. Los abrazos de seres queridos aseguraban su propia muerte. Unos pobladores sentían que el frío del terror los helaba y otros creían, por el mismo terror, que sus cuerpos se achicharraban en la alta temperatura de un horno metalúrgico. Unos pocos seguían andando en las difíciles circunstancias de la montaña. En la huida cada mirada hacia atrás parecía como verificar que los paras estaban cada vez más cerca. Una niña corría detrás de una persona adulta y, luego se supo, murió de hambre porque muda quedó por el impacto de la presencia de los paras y jamás solicitó ni agua ni comida. El dolor le había roto todo el sistema consciente de su pequeño cerebro. Su madre, desesperada por su hija, iba perdiendo toda posibilidad de volver a encontrarla con vida. Prefería ella mil veces ser la víctima mortal con tal que su pequeña hija se salvara de la crueldad de los paramilitares. Estos, los perversos y criminales, se hicieron dueños del caserío y los militares colombianos, seguramente, en el cuartel más cercano estaban festejando la “histórica” batalla de sus compinches. Sesenta y una personas sacrificadas, asesinadas, mutiladas y las mujeres violadas antes de arrebatarles la vida. ¡Monstruosos asesinos! Los paras tocaron tambores celebrando el triunfo de su osadía perversa, salvaje, cruel, despótica y criminal de lesa humanidad. Cantaron sus himnos salvajes salpicados de sangre inocente. Tenían a su disposición el salvo-conducto de la impunidad otorgado por jefes militares y políticos del Estado colombiano. Ensangrentaron la cancha deportiva y rodaron las cabezas de descuartizados como si fueran bolos buscando un mingo para arrimarse y quedar en el silencio eterno de la muerte. ¡Monstruosos asesinos! Se mofaron del recinto de la Iglesia, los santos quedaron petrificados y desearon volar al cielo como mensajeros de los sufridos en la Tierra. Un gallo cantó antes de tiempo y quedó sin alas por el dolor de las gallinas muertas.

Dos días asesinando y gobernando los paras en El Salado. Dos días desgarrando la piel humana y arrancando órganos vitales del cuerpo. Dos días bebiendo sangre, comiendo hígados y corazones humanos los paramilitares. Dos días saltando los vítores de un combate miserable contra una población desarmada e indefensa. Los instructores israelitas e ingleses habían hecho bien su trabajo de deformación de la mente humana en los paras para que éstos fueran caníbales de su propio pueblo. Ninguno de esos salvajes, asesinos, abominables lobos o hienas serviles del capital monopolista, llegaron a pasear sus ojos por “Los miserables” de Víctor Hugo. Eso nunca fue un combate de la guerra, fue, simple y llanamente, una masacre terrible y abominable.

Armas de guerra, machetes, motosierras, cuchillos bien afilados conformaron el equipo material de los paramilitares para cumplir su exabrupto de exterminio social de una población desarmada e indefensa. Rotos los lóbulos, mutilados de razón, inyectados de veneno, carcomidas sus células, nerviosa la masa pero ya fuera del cráneo, estaban los cerebros de los paramilitares para odiar tan irracionalmente a una población desarmada e indefensa. La destilación químicamente pura del desecho social que obra –vuelto un inconsciente e insensible esperpento humano- incondicionalmente al servicio de los más oscuros instintos de criminalidad del poder burgués, son los paramilitares.

Los pocos sobrevivientes bien resguardados en la montaña agudizaron su dolor escuchando los gritos de victoria de los asesinos y los alaridos intensos de sufrimiento de las víctimas. No hubo pájaros que trinaran ni perros que ladraran, porque todos éstos fueron igualmente asesinados. Ni siquiera los zamuros se atrevieron acercarse a aquel escenario de dolor y muerte. Sólo un burro rebuznó su rabia y se salvó porque no fue interpretada por los paramilitares como una protesta a la masacre. Al tercer día, después de comunicarse los paras con los jefes militares, llegaron los soldados de la marina, haciéndose pasar como los inocentes que nada sabían de la masacre, por un lado y por el otro extremo se retiraron los asesinos sin que nadie ni nada les molestara. Toda la tragedia la habían coronado. Bastaban unos pocos helicópteros para haberle dado caza a los asesinos y haber trabado un combate en igualdad de condiciones y hasta con ventaja, si así lo hubiese querido la cúpula del ejército de Colombia, para vengar a la población masacrada y en honor de los símbolos patrios y de la democracia de que tanto se ufana el Estado colombiano de garantizar en beneficio de toda la sociedad. ¡Monstruosos asesinos los ejecutores materiales y monstruosos asesinos los autores intelectuales de la masacre!

Han pasado algunos años de esa terrible masacre cometida por los paramilitares de Mancuso con aval de jefes militares del ejército colombiano. Muchos de los autores de tan abominable acto ya andan absueltos por regiones de Colombia, tal vez, recordando su valor de asesinos de personas inocentes y desarmadas. Esperan, sí, su entrada al reino de los cielos como “hacedores de paz” en el conflicto armado y político colombiano. Algunos pocos, quizá, sufran de intensas pesadillas que ningún psicoanálisis le perdonaría los motivos de su inspiración para la criminalidad. Las casas viejas y destruidas, una Iglesia deteriorada, una cancha deportiva solitaria y unas pocas personas sobrevivientes son los testigos de aquella terrible masacre cometida por los paramilitares en El Salado. De vez en cuando una nube y un viento descargan su ira, pero no tienen la potestad humana de juzgar y condenar a los culpables de tan ignominiosa e inhumana acción delictiva y terrorista.

Si un Estado se llena la boca y se regocija de ser el garante de una democracia política, entonces, debería de dar una respuesta convincente al ¿por qué se cometen masacres de la naturaleza de El Salado en Colombia y los criminales no pagan condena por ello? ¿Por qué no han sido condenados, con todo el peso de la ley de la democracia, los jefes militares comprometidos en la masacre? En Colombia ningún oligarca ni sus políticos de turno se interesan por Rousseau. La recomendación de Nietzsche, en relación con exterminio social, es una línea de conducta y no debe perderse tiempo en búsqueda de teorías humanísticas. Los derechos humanos los inventó la burguesía para cagarse en ellos cuantas veces les de la gana.

Caracol entrevistó a sobrevivientes de la masacre de El Salado, donde destacaron una joven, un jovencito y la madre de la niña que murió de hambre huyendo de la crueldad de los paramilitares. Narraron los sucesos con un nivel de conciencia muy respetable. Son jóvenes formados en esa escuela de la vida diaria donde se aprende a interpretar las realidades y sus consecuencias mucho mejor que en los predios de los palacios de gobierno o en las oficinas donde se planifica la economía de manera anarquizada para perjudicar al pueblo y favorecer a las elites de la explotación al trabajador. Muy bien pudieran esos jóvenes representar, con una vocación de fidelidad, los sueños, las inquietudes, las esperanzas y los anhelos de las comunidades que han sido afectadas y duramente golpeadas por la violencia de clase, por los paramilitares, por el Estado, por los que les expropiaron las buenas tierras para conducirlas al ostracismo en tierras no fértiles, por los demagogos que sólo visitan los caseríos cuando tienen necesidad del voto para ser elegidos y ¿por qué no decirlo?, por una insurgencia que todavía no ha triunfado y que en determinados casos no goza de la potestad o capacidad de garantizar la seguridad de los pobladores del campo por donde se moviliza y propaga sus ideas revolucionarias.

El caserío quedó tan desolado que desapareció de la necesidad política de candidatos para ir en procura de votos. Muy tétricos son los recuerdos de los sobrevivientes. El terror izó su bandera y el polvo choca con las roídas paredes que aún no han caído para confundirse en invierno con el barro. La democracia política colombiana no va a esclarecer la masacre de El Salado, porque muchos de arriba están comprometidos, en cuerpo y alma, con la producción de la muerte y del dolor del pueblo. Sólo una revolución proletaria es capaz de vengar, con verdadera justicia social, la injustificable muerte de sesenta y una personas que fueron víctimas del terror y la atrocidad de los paramilitares, respaldados éstos por altos jefes militares y políticos del Estado colombiano. Que Dios juzgue en el Cielo no exonera a la sociedad de juzgar a los asesinos y responsables de masacres acá en la Tierra.

¡Honor a las víctimas mortales y también para los sobrevivientes de la masacre de El Salado!... Y una maldición eterna para los asesinos tanto materiales como intelectuales.



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Freddy Yépez


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