Si se mira hacia más arriba, resulta que actualmente la política, en la mayoría de los casos, se identifica con la globalización, lo que quiere decir que su implementación atiende prioritariamente a los intereses de los que controlan el mercado mundial. En este punto la gobernanza opera conforme a dos guiones. Por un lado, está la necesidad de un orden político debidamente coordinado; por otro, alimentar de forma continuada el mercado mimando al usuario. De ahí que convivan una política de naturaleza imperialista, dedicada a ejercer el peso del poder elitista tradicional, y otra dirigida a que juegue su papel el ciudadano común, también llamado consumidor.
Como el modelo imperialista ve en un aparato estatal fuerte el instrumento eficiente para hacer operativas las consignas políticas, económicas y sociales del nuevo orden sinárquico, hay que convertirlo en el personaje central del espectáculo y hacerlo el más fuerte, tanto económica como armamentísticamente. En torno a él, giran en régimen colonial los adheridos al sistema del nuevo orden global, encargados de suministrar a la metrópoli los fondos necesarios para mantener a flote su hegemonía, respaldando sus tratados, su doctrina y contribuyendo a la rentabilidad de sus empresas. Su presencia incluso va más allá de los términos mercantiles y coloniales, con un imperio fuerte se trata de proteger el nuevo orden montado por la sinarquía a nivel mundial y amparar a cualquier precio la política de sus más señalados representantes locales a nivel geográfico. Sin embargo, ese modelo imperialista no sigue el ritmo marcado por los tiempos, sus defensores se empeñan en aferrarse al pasado como argumento definitorio del papel que se le ha asignado. Aunque no les falte cierto sentido práctico en lo que se refiere a la misión a desempeñar, resulta que en los tiempos de los grandes avances tecnológicos su sostén ideológico tiene la partida perdida de antemano, porque actualmente de lo que se trata es de vender, a ser posible productos que animen al jolgorio de las gentes creyentes, en una carrera hacia adelante para desterrar esa sensación de aburrimiento que ha generado el exceso de progreso. Y esto incluye, no solo a los moradores de las colonias sino a los del propio imperio, aunque se pretenda ignorarlo.
Frente a la versión del modelo imperialista, los países colonizados, que presumen de ser libres y avanzados, practican la otra política, pero igualmente fiel a los dueños del mundo. En ellos, productos comerciales como los recogidos en la celebre Agenda, el culto a lo woke, la relevancia otorgada a ciertas minorías, conciliar, teletrabajar, la reducción de las horas de trabajo, la semana de laboral de tres días con uno de descanso en el medio, la política de puertas abiertas para que trabajen otros al objeto de que muchos de sus ciudadanos practiquen el ocio, junto con la cultura del consumismo exhibicionista, por citar solo algunos de esos caramelos destinados a endulzar la vida de los creyentes en el sistema, no pueden borrarse sin más del escenario. La posibilidad de recuperar un Estado propio ya no es posible, dado que no conviene a la doctrina ni al consumo impuesto, profundamente arraigados en buena parte de la red global tejida por el sistema capitalista diseñado por los mandantes supremos. De ahí que la única manera de hacer política no sea otra que seguir el juego al mercado y no indisponer al personal. Cumpliendo tales fines, en síntesis, el modelo impone elecciones teledirigidas, libertades bajo control, derechos de pura propaganda, falsa igualdad y cachondeo generalizado, pero, sobre todo, culto social al mercado capitalista. Productos servidos por las nuevas dictaduras electoralistas, regidas por el autoritarismo de cualquier líder que asuma el papel de conciliador de los intereses del mercado y la fiesta continuada que exigen los votantes.
Pese a las divergencias, la necesidad de entendimiento y confluencia de ambos modelos es obligada, considerando que han sido diseñados por el mismo arquitecto para ser utilizados a su conveniencia. Aunque ese modelo imperialista ya no debiera caminar siguiendo los pasos del viejo autoritarismo, porque utiliza valores incompatibles con los de la sociedad actual, con algunos altibajos en cuanto al rigor de su aplicación, tiene que estar presente para seguridad del sistema. Por otro lado, de cara a las gentes, no hay que pasar por alto que se trata de emplear la misma política de fondo que el otro, es decir, más ocurrencias para vender al consumidor. Todo lo demás, solo son maniobras de distracción en el ámbito de la política del espectáculo permanente, dirigidas a vender el mismo producto y asegurar la vigencia del sistema capitalista. Como la marcha atrás ya no es posible, porque la muchedumbre despertaría, a lo más que puede aspirar la manera de hacer política imperialista es a seguir practicando el papel de ordenador aparente de la política mundial y asumir las nuevas conquistas sociales, porque así lo exige la buena marcha del negocio de la sinarquía mandante. En cuanto a ese otro modelo abierto, está destinado a seguir creciendo, a fin de que nada escape de su control. Todo ello para que con la contribución de ambas maneras de hacer política aumente la grandeza del dios del capital.