A los treinta y siete años, el encuentro con su paisano Cristóbal Colón despertó en él una fascinación irrevocable por aquellas tierras recién descubiertas, llenas de mágicos encantos y riquezas naturales inimaginables.
Cuando Colón regresó triunfante en marzo de 1493, encandilado con las riquezas de lo que creía eran las Indias orientales, desató una fiebre comercial en Europa. Las poderosas casas bancarias de Génova y Venecia empezaron a especular con la apertura de nuevas rutas para el lucrativo transporte de especias.
Vespucio ya estaba en España, actuando como empleado comercial de la influyente casa de los Médicis. Su misión mercantil le permitió vincularse con los hombres más influyentes de la Corte y, crucialmente, con el propio Colón, la celebridad del momento.
Seducido por la fiebre exploradora, Vespucio decidió cruzar el océano él mismo. Su viaje crucial fue en 1499, integrando la expedición de Alonso de Ojeda. Siguiendo la ruta del tercer viaje colombino, las naves llegaron a la desembocadura del Orinoco. Junto a Juan de la Cosa, Vespucio exploró el Golfo de Paria, bautizado como "Golfo de las Perlas" por la abundancia que lucían los indígenas. La travesía los llevó luego a la isla de Curazao y las costas de Coro.
El descubrimiento definitorio ocurrió al internarse en un inmenso golfo. Allí, la visión de los palafitos le recordó a la ciudad de la Laguna, inspirando el nombre de "Venezuela" o "Pequeña Venecia".
Los mapas que elaboró junto a De la Cosa demostraron que aquellas tierras no eran las Indias, sino un nuevo continente. Fue esta comprensión geográfica, fruto de su erudición y observación, la que le valió el honor póstumo de darle su nombre al "Nuevo Mundo".
Así, América nació no del descubrimiento fortuito, sino de la mente del geógrafo que supo interpretar su verdadera magnitud continental.