El sol de la tarde se colaba entre las ramas de un aguacatero, dibujando parches de luz dorada sobre la tierra húmeda del jardín. El aire, denso y cargado de un perfume floral, era una sinfonía de ixoras y trinitarias. En un rincón, junto a los helechos que parecían una catedral de hojas verdes, Juancho Marcano, con su celular en la mano, observaba a Pipo. El perro olfateaba una mata de orquídeas, como si buscara un tesoro escondido entre sus pétalos.
—Pipo, ¿ves la belleza de esto? —dijo Juancho, con la voz grave pero suave, señalando con el celular el jardín.
Pipo levantó la cabeza y le lanzó una mirada que parecía decir "obviamente, ¿por qué crees que estoy aquí?".
—Y a pesar de toda esta belleza, de todo este milagro que es la vida, ¿por qué crees que hay gente tan miserable de espíritu? Tan envidiosa, tan mezquina...
El perro se acercó a él, se sentó a sus pies y apoyó la cabeza en su rodilla. Sus ojos, profundos y oscuros, miraban a Juancho con una compasión que no era humana.
—La semana pasada, un amigo me dijo que yo no merecía ningún reconocimiento. Que mi trabajo era mediocre. Aún cuando sabe lo que yo he estudiado para llegar a escribir como lo hago. Me dolió, Pipo, no te miento. Y me di cuenta que la envidia es una especie de cáncer, un veneno que te carcome el alma. Que hay amigos que no son tales.
El perro lamió la mano de Juancho. No era una simple caricia, era un gesto de consuelo, de entendimiento.
—Tú no entiendes de eso, ¿verdad, amigo? Tú no te comparas con los demás perros, no te pones triste porque un galgo corra más rápido o porque un poodle tenga un pedigree más largo. Tú eres feliz con tu vida, con tu plato de comida, con una caricia en la cabeza y con tus idas al conuco.
El jardín seguía su ritmo, ajeno a las preocupaciones humanas. Los colibríes revoloteaban entre las flores, las mariposas danzaban. El aire se volvía más fresco.
—Es una lástima, Pipo. Que algunas personas no puedan ser como tú, que no puedan disfrutar de lo que tienen sin desear lo del otro. Que no puedan simplemente ser felices.
Juancho miró a su perro, y en sus ojos se reflejaba una sabiduría ancestral, una paz que él, con toda su experiencia, no podía alcanzar.
—Me haces pensar en una frase, Pipo. Un hombre sabio dijo una vez, "¿quién es más sabio, un perro o el hombre?". Yo creo que ya sé la respuesta, porque es obvia.
El autor de esa frase fue Alexander Pope, Pipo, y creo que tenía toda la razón.