Hace unos días recordaba la estulticia, a la que Erasmo de Rotterdam dedicó su célebre Elogio de la locura. Hoy quiero hablar de otra inclinación humana: la obsesión. Bastan un par de ideas —o de mentiras— para mover el mundo. No es la iluminación tardía de un hombre entrado en años, sino una evidencia infantil. Y, si miramos al presente, vemos cómo dos obsesiones agitan hoy al planeta: el terrorismo y el Islam.
Abro los periódicos y me asalta la misma impresión: aparte de la estulticia, lo que define al ser humano y explotan sin descanso los poderes son la histeria y la obsesión. No es extraño. También los grandes pensadores redujeron sus obras a unas pocas ideas repetidas hasta el infinito bajo formas nuevas y atractivas. Antes, la lentitud de la historia y la cortedad de entendimiento de la mayoría lo disimulaban. Hoy todo se expone en carne viva, teñido de neurosis y de obsesiones. Los psicólogos y psiquiatras no dan abasto…
El pensamiento, dicen, es el mayor privilegio del hombre. Nació cuando el griego descubrió que lo observado era independiente del sujeto que lo pensaba. Fue el verdadero inicio de la aventura humana. Desde ahí vinieron los instrumentos, el lenguaje articulado, la escritura. Y con ellos, pronto, los ismos: religiones, ideologías… Cada uno necesitó enseguida su enemigo y su contradicción. Aristóteles y Sócrates inventaron el principio lógico, pero ya en la Torre de Babel se percibía el guirigay. Quizá —dirían los darwinistas— hubiera sido mejor que la primera pareja de simios no hubiera tenido aquel infeliz destello. Con gruñidos y señas se entendían bastante bien; ahora, palabras como alma, amor, terror o servicio público han levantado montañas de disputas.
La inteligencia alcanzó su cima en la civilización, última fase de la cultura. Y allí surgió la gran paradoja: cuanto más creemos saber, más evidente se hace que no sabemos nada. Stephen Hawkings reconocía que nunca entendería el universo; Feynman, que nadie entiende la mecánica cuántica; Wald, que no puede tomarse en serio a quien realmente cree en ella. Y mientras tanto, catedráticos y expertos se empeñan en explicarlo todo, obsesionados, para luego suspender a quien no entienda ni el universo ni la mecánica cuántica.
Salvo en la antigüedad y en algunas zonas de oriente, el pensamiento en occidente está dominado por jóvenes arrogantes que nunca dudan; pero con los años confiesan la ignorancia propia y de toda la humanidad. Así, el saber académico, el disciplinado, en lugar de abrir la puerta a la sabiduría, la va cerrando. Todo acaba en obsesiones: unas suceden a otras, aunque en el fondo todas son la misma. La estulticia explica los pies de barro de la humanidad; la obsesión, su cabeza.
Hoy no se discute ya sobre el sexo de los ángeles o la luz del Monte Tabor, sino sobre el petróleo que se agota, la energía, el dinero, el coche, la televisión, el móvil… ¡Cuánta cretinez! En Occidente, cada cual se obsesiona con lo suyo: a los americanos les obsesiona Venezuela; a las feministas, el macho alfa; a los occidentales, consumir; a la derecha española, Sánchez; a los médicos, las pandemias; a la televisión, la audiencia; a la Conferencia Episcopal, antes el preservativo y el aborto, ahora la eutanasia.
La mía, mi obsesión, es la degradación de la Naturaleza. Porque lo peor es que, con tantas obsesiones, nadie parece reparar —o le da igual— que el estilo de vida occidental está matando por etapas la biosfera.
Y así, envueltos en estulticia, en obsesiones, en histeria y en neurosis, ¿todavía se atreve el ser humano a proclamarse el más inteligente de la Creación? ¿A creer que en "trabajar duro" está la solución? Pues tiemblen los ignorantes oficiales que conducen la nave del mundo: aunque todo parece ir de maravilla, sus obsesiones, sus neurosis, su soberbia y su vanidad la están conduciendo al fin cercano de la vida en el planeta.