Historia: Venezuela, la ciudad contra el campo

Lo más grande, lo más noble, lo más civilizador que tiene el movimiento grandioso de la llamada Solidaridad venezolana es que ha sido la ciudad, Caracas, constituyéndose en conciencia directora de Venezuela toda. Ha sido la civilización de Venezuela, tomando el vocablo civilización en su estricto sentido, en el sentido de hacer a un pueblo civil, ciudadano, dotado de espíritu de ciudad.

Nuestros defectos, los que llaman los demás nuestros defectos, suelen ser la raíz de nuestras preminencias; los que se nos motejan como nuestros vicios, el fundamento de nuestras virtudes.

—La ciudad contra el campo: tal es la lucha. Las ciudades venezolanas viven en la Edad Moderna, mientras el campo vive en la Edad Media.

Aquí, en esta ciudad de Los Teques, día de las elecciones, un espectáculo noble y consolador. Luchaba un socialista, aunque tibio y receloso, pero socialista al cabo, contra un fanático que se presentaba como ultra-derecha. Este, que goza de regular fortuna, pagaba los votos e iba a comprar el acta. Y aquí, en la ciudad, que es una ciudad socialista, y por lo que hace a las clases populares, radical, obtuvo el socialista una gran mayoría sobre el comprador de conciencias.

Las ciudades, envían una minoría de gente algo más enérgica, y más despierta, más inquietadora; pero se ha hecho de moda el fingir desdén a éstos, teniéndolos por unos bullangueros y charlatanes. Toda esa masa de representantes a que no comprenden el valor de la pura agitación, y se indignan de quien no les deja hacer la digestión con sosiego o les obliga a no abandonar su servil puesto.

Y por encima de todo esto, coronándolo y sellándolo, se alza la más y más insustancial abogacía. La abogacía es uno de los peores azotes de nuestra Venezuela contemporánea. Casi todos nuestros caudillos políticos son abogados, y no son menos abogados los que no poseen siquiera el título de licenciados en Derecho.

Llamo abogacía al modo de enfilar los asuntos, como si se tratara de un pleito ante tribunales, o la especial sofistería que se cultiva en estrados. Y nuestra política no es más que una abogacía. Los abogados han llevado a ella todas sus miserables triquiñuelas, todo su repugnante legalismo, ese legalismo que se cifra en lo de "hecha la ley, hecha la trampa". Nadie peor para legislar que quien formó su espíritu aplicando las leyes.

Y el abogado siente una secreta simpatía por el rústico, así como el rústico por el abogado. Los campesinos son pleitistas. La mentalidad del campesino es una mentalidad que rara vez pasa de la comprensión de las cosas abogadescas. Todo campesino lleva un abogado dentro, así como todo abogado, por muy ciudadano que sea, lleva al rústico. Uno y otro, el rústico y el abogado, son incapaces de verdadera sinceridad, y, por consiguiente, de verdadero espíritu científico. El uno paga para que le den la razón, aunque no tenga, y el otro cobra por darle la razón que no tiene.

Y en política lo mismo: la abogacía se apoya en el rusticismo en la abogacía. Y por mucho que se exageren los males —unos sólo aparentes y otros pasajeros— de este fenómeno social, el hecho es que la ciudad es civismo y el civismo es civilización.

¡La Lucha sigue!











 



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Manuel Taibo


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