Aquí no habrá invasión, repiten. Pero las tropas ya están cerca. Los aviones han ejecutado maniobras cerca de nuestro espacio aéreo y marítimo. Sin embargo, la guerra más profunda no se libra en el aire ni en la costa. Se libra en la mente, en el cuerpo social, en la cotidianidad que se complica sin estruendo. La guerra que atraviesa a Venezuela no necesita desembarcos. Es una guerra psicológica, sostenida y difusa, que opera por desgaste, por saturación, por asfixia emocional y fractura social. Una guerra que no se anuncia con sirenas, pero que se siente en cada conversación, en la amenaza, el asedio económico, en la incertidumbre que domina la calle y el desaliento colectivo.
Mientras los radares detectan crecientes movimientos militares en el Caribe y los titulares se llenan de especulaciones geopolíticas, la verdadera invasión ocurre en la subjetividad colectiva. Es una guerra que no ha comenzado a ocupar territorios, sino a quebrar voluntades. Que espera para ocupar ciudades, porque primero está ocupando el ánimo de sus habitantes. Como complemento, la economía venezolana vive una paradoja brutal. Mientras algunos indicadores macroeconómicos muestran signos de estabilización, el nivel de vida de la mayoría se deteriora sin pausa. Una inflación inducida, que no se puede contener ni en cifras oficiales y se siente en la calle como un zumbido constante. El bolívar se devalúa cada día, y con él, se desvanece la posibilidad de planificar, ahorrar y mantener el poder adquisitivo.
Este deterioro no es solo económico, es emocional. La incertidumbre se ha vuelto norma. El salario no alcanza, la pensión es algo simbólico y los servicios fallan. Y en medio de todo, la sensación de que nada cambia, de que todo se repite, de que el país está atrapado en un laberinto sin salida, se convierte en una forma de tortura silenciosa. La guerra psicológica no necesita tanques. Basta con sembrar el agotamiento. Con hacer que la gente se canse de esperar y pierda la confianza. Con convertir la rutina en un campo minado de frustraciones. La fatiga psicológica no es un efecto colateral, es un objetivo. Porque un pueblo cansado es más fácil de dividir, manipular, silenciar y dominar. Y en ese terreno, tanto los actores externos como los internos juegan su parte. La guerra no es solo entre Estados Unidos y Venezuela, es contra el venezolano.
Rechazamos con firmeza la amenaza imperial, el asedio económico y la injerencia en problemas que debemos resolver los venezolanos. Ninguna potencia extranjera tiene derecho a decidir el destino de nuestro país. Pero también sabemos que ni las instituciones ni esa pervertida oposición despertarán la confianza popular sin un nuevo horizonte compartido. Frente a esta guerra sin rostro, la respuesta no puede ser el repliegue ni la resignación. La resistencia pasa por construir un Nuevo Consenso Social. No un pacto entre élites, sino un acuerdo democrático, plural y mínimo que permita recuperar el país desde abajo, con la gente, con sus dolores y sus esperanzas.
Ese consenso debe partir de lo esencial. Recuperar el valor del trabajo, transformar la institucionalidad, restablecer el Estado de Bienestar Social, reintegrar los derechos laborales y reinsertar el país en el mercado mundial sin sacrificar soberanía. No se trata de rendirse, sino de redefinir el rumbo. De pensar en el país, no en facciones. De imaginar una transformación verdadera, no una administración del colapso. Aquí no habrá invasión, dicen, pero ya nos invadieron el sueño, la calma, la certeza, la paz y la posibilidad de recuperar la economía nacional. Nos invadieron con sanciones, con precios que cambian cada hora, con salarios que no alcanzan, con noticias que no explican y crean angustia colectiva. Sin embargo, seguimos porque hay guerras que no se ganan con armas, sino con conciencia, dialogo y resistencia. Se ganan con la obstinación de seguir perseverando en construir Patria, seguir siendo pueblo y diseñando un Nuevo Consenso Social.