Brillo mortal

Recién observé por las redes sociales la recepción que le hizo un imperio extinguido, Reino Unido, al presidente de otro imperio en decadencia, EEUU. En dicho sarao se vieron testas coronadas, lóbulos abrillantados y cogotes relucientes con joyas incrustadas con onerosas piedras preciosas, haciendo sus gobernantes alarde del dinero que no obtienen como producto de su trabajo. Al mirar con profusión tales esperpentos de la sociedad capitalista me vino a la memoria un cuento breve que escribí hace años, que, por lo actualizado, agradecería que este portal lo reprodujera, aunque no son las crónicas los temas que le conciernen. Veamos:

"Por lo general mis ocupaciones no me permiten momentos de ocio, pero en una oportunidad decidí disfrutar de un rato libre en un asiento del parque Francisco de Miranda de Caracas. Me llevé un libro y durante cierto tiempo permanecí absorto en la lectura. Era una límpida mañana con fondo melódico, escuchaba el seductor trinar de unos pájaros, además, me solazaba con el reconfortante verdor y del aroma de balsámicas flores proveniente de un abigarrado jardín. Después de un rato decidí hacer un alto en la actividad para apreciar con detenimiento el panorama. Fue en ese intervalo cuando vi acercarse hacia mí un hombre de unos cuarenta y tantos años, sumamente alto y fuerte para ser de este país, de piel oscura y pelo ensortijado. La cara de desaliento y angustia, a pesar de sus duras facciones, demostraba la necesidad de comunicarse con alguien. De momento me entró pánico, no por el color de su piel, sino por su mirada perdida, a no ser que a este personaje le diera un ataque de locura, dado su estado de ánimo. Se sentó a mi lado y sin saludar expresó con un marcado solecismo indicador de un gentilicio no nacional:

– Señor ¿qué se puede hacer cuando se tiene tanto dolor acumulado en el corazón?

Sabía, este extraño no esperaba una respuesta, sólo era una manera de desfogarse de algún tormento insondable. No le contesté, esperé que se serenara y buscara en el cerebro esos arcanos a punto de revelar. Seguro que resguardaba una historia desgarradora de un mundo inclemente, de aquella testuz abrumada afloraría un relato bastante aciago.

Dijo llamarse Kigeli Kabarebe, natural de Rwanda. Salió huyendo de su país a raíz del genocidio donde murieron millones de compatriotas, consecuencia de las guerras tribales propiciadas por los empresarios europeos deseosos de controlar el mercado de diamantes. Trabajaba en una mina y huyó, luego tragarse dos gemas con lo cual pudo pagar su salida de África. Logró vender las piedras, llegó a Europa y por reconcomio contra aquellos responsables, en parte, de aquella matanza se negó a laborar en ese continente. Por tal razón se fue a vivir un tiempo a Brasil donde gastó parte del dinero obtenido por la venta de los diamantes, además, deseaba olvidarse de todo aquello que le recordara la barbarie genocida. Finalmente, decidió migrar a este país donde fue acogido sin problema. Como no tenía dinero resolvió buscar empleo. Su único saber era el de la minería, además, de conducir camiones, por lo tanto, se decidió por el trabajo de chofer de una familia adinerada residente en una mansión del Este de la ciudad. Todo marchó a la perfección, hasta que una noche llevó a su empleadora para una recepción. Veamos lo expresado en sus palabras con cierta reticencia, quizás por la dificultad del idioma.

– Cuando vi a mi patrona con un hermoso y costoso collar de diamantes, un solitario en el dedo y un par de aretes de oro exornado con esta piedra, me vino a mi mente tres millones de muertos africanos, consecuencia de las luchas por el control de mercado de esta gema. Nunca imaginó esa dama que encima cargaba con el espectro de una gran parte de las víctimas de un vil comercio. Incontinente abandoné el trabajo, no pude soportar tal ignominia.

El hombre no se despidió y se alejó paso cansino tal como llegó. Evidentemente, el afligido sólo necesitaba evacuar ese pesar que le indigestaba el entendimiento y en mi sembró una gran duda. Es verdaderamente inaudita la muerte de millones de seres, sólo para que una dama de la sociedad fulgure entre sus amistades con el brillo mortal de una sociedad que se extingue, ante las miradas indiferentes de los hombres "civilizados".



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Enoc Sánchez


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