La Agroecología y los métodos constructivos tradicionales: Un asomo a la Tecnología Profunda que requerimos

Ayer exploramos los retos estructurales de la agricultura, confrontando las ineficiencias del sistema de producción agrícola industrial que no surgió con la Revolución Verde de los años 60, sino que fue incubado mucho antes, con la aparición y explotación del petróleo con fines agrícolas y agroindustriales en la Norteamérica de los años 30. Esta transformación quedó retratada con crudeza en Las uvas de la ira de John Steinbeck, donde el desplazamiento humano y la mecanización revelan el costo social de un modelo extractivista.

Hoy, en plena era de la inteligencia artificial y del desarrollo exponencial del software, urge dar un salto cualitativo. No basta con colocar computadoras en nuestros bolsillos ni con tener un taxi frente a casa con un clic. Silicon Valley ha perfeccionado la comodidad individual, pero ha ignorado los pilares de la civilización: la energía, el agua, la producción de alimentos y la manufactura. Estos sistemas siguen operando con lógicas del siglo XX, mientras el planeta exige respuestas del siglo XXI.

La agricultura, por ejemplo, ha sido delegada a corporaciones como Monsanto, que nos ofrecen híbridos resistentes al estrés hídrico y a ciertas plagas, pero sin transformar el modelo de fondo. La energía sigue anclada en plantas nucleares con sus secuelas de destrucción, y en el diésel que perpetúa nuestra dependencia fósil. El agua se gestiona como recurso, no como ciclo vital. La manufactura se terceriza, se automatiza, pero no se reimagina.

Necesitamos una revolución tecnológica que no solo optimice algoritmos, sino que reconfigure sistemas. Que no solo prediga comportamientos, sino que regenere ecosistemas. Que no se limite a la eficiencia operativa, sino que abrace la justicia ecológica y social. La inteligencia artificial puede ser aliada, pero solo si se pone al servicio de los desafíos ignorados: restaurar suelos, democratizar la energía, proteger el agua, y rediseñar la producción desde la vida, no desde la acumulación.

Hoy más que nunca, necesitamos un desarrollo audaz en lo que se denomina tecnología profunda —aquella que transforma los sistemas fundamentales: energía, agua, alimentos, manufactura, y no solo las interfaces digitales. América Latina y África están en una encrucijada. Han dejado que los países del norte global asuman tareas que debimos haber iniciado hace décadas. Y al hacerlo, seguimos regalando el corazón de nuestra soberanía: el litio, los metales raros, y otros minerales estratégicos.

Los discursos nacionalistas que se pronuncian en la ONU —llenos de promesas de autodeterminación, soberanía y justicia global— encuentran un eco vacío cuando se replican en nuestras zonas tropicales. Aquí, donde la biodiversidad es abundante y los recursos vitales brotan de la tierra, seguimos hablando de independencia mientras entregamos lo esencial.

Seguimos cediendo el litio, el agua, los metales raros, la tierra fértil, la selva amazónica a los agro ganaderos, como antes se cedieron las perlas de Cubagua, el oro del Potosí, el petróleo del Lago. Cambian los nombres, pero no la lógica. La retórica de la soberanía se desvanece frente a los contratos extractivistas, las zonas francas, los tratados de libre comercio y las promesas de inversión extranjera.

La soberanía no se declama: se construye. Y se construye desde la tecnología profunda, desde la agroecología, desde la arquitectura regenerativa, desde la educación crítica, desde la organización comunitaria. No basta con hablar en Nueva York si no transformamos lo que ocurre en Barinas, en Chiapas, en Kinshasha, en Cochabamba.

La transición no será proclamada: será tejida. Con bambú, con tierra-cemento, con semillas nativas, con software libre, con redes de cuidado, con ciencia aplicada y con memoria histórica.

El caso del litio de Uganda, exportado sin valor agregado, y los minerales raros extraídos en Argentina, Chile y Bolivia, que terminan en las fábricas de Tesla y otras corporaciones tecnológicas, es emblemático. Nosotros proveemos la materia prima, ellos capturan el valor. Nosotros sufrimos el impacto ambiental, ellos cosechan la innovación. Las venas abiertas de América y África están abiertas todavía. A modo de ejemplo América Latina posee más del 50 % de las reservas mundiales de litio, un mineral esencial para las tecnologías de baterías que almacenan energía renovable. Se proyecta que la extracción será tan intensa que, en solo 11 años, el Triángulo del Litio (Chile, Argentina y Bolivia) producirá más litio que todo el oro y plata extraído por el imperio español durante 300 años de dominio colonial. Entre 2015 y 2030, esta región producirá 1.6 millones de toneladas de litio, suficiente para cubrir toda la ciudad de Madrid con una capa de 5 mm de este oro blanco (OXFAM, Transición Injusta, 2025). Este litio no va a quedarse en esos países del triángulo, las grandes corporaciones las ordeñan como a la leche y nos las envían en carros, celulares a un precio netamente superior su costo original. Nosotros ponemos el suelo, ellos capturan el cielo.

Esta dinámica no es casual. Es el resultado de una arquitectura global que premia la dependencia y castiga la autonomía. Pero podemos revertirla. La tecnología profunda no es solo una cuestión de laboratorios avanzados; es una decisión política, cultural y estratégica. Implica invertir en ciencia aplicada, en redes de innovación local, en educación técnica, en soberanía energética y alimentaria. Implica decir: no más exportación bruta sin transformación local.

Si América y África no lideran esta revolución, seguirán siendo territorios de extracción y despojo. Pero si lo hacen, pueden convertirse en laboratorios vivos de transición ecológica, justicia tecnológica y resiliencia comunitaria.

La historia nos muestra cómo la riqueza natural ha sido sistemáticamente extraída sin generar soberanía tecnológica ni bienestar estructural. Las perlas financiaron imperios, el oro alimentó guerras, el petróleo sostuvo modelos de consumo ajenos, y el cobre electrificó ciudades lejanas. Hoy, el litio de Argentina, Bolivia, Chile y el coltán de África alimentan la transición energética de otros, mientras nuestras comunidades siguen sin acceso a energía limpia, educación técnica o infraestructura digna.

Este modelo extractivista no es solo económico: es epistémico, político y cultural. Nos han convencido de que nuestro rol es proveer, no transformar. Que nuestro destino es exportar, no innovar. Que el valor está en la materia prima, no en el conocimiento que la convierte en solución.

Pero podemos romper el ciclo. Podemos apostar por una tecnología profunda que no solo digitalice la superficie, sino que regenere los sistemas vitales: agua, energía, alimentos, salud. Podemos construir soberanía desde la ciencia aplicada, la educación crítica, la manufactura local y la colaboración regional.

La historia no tiene por qué repetirse. Podemos convertir el litio en baterías comunitarias, el cobre en redes descentralizadas, los metales raros en herramientas para la autonomía. Podemos dejar de ser territorios de sacrificio y convertirnos en territorios de transición.

Este artículo se enfoca en dos tipos de tecnología profunda que pueden cambiar radicalmente el enfoque del desarrollo en América y África. La primera de ellas es la ciencia agroecológica, no como una moda académica, sino como una estrategia de soberanía.

La agroecología tiene el potencial de convertirnos en potencias no solo agroexportadoras, sino en territorios que producen seguridad alimentaria, salud colectiva y resiliencia ecológica. Cada gobierno de nuestros Estados, tomando el conocimiento ya probado en múltiples experiencias locales y científicas, debe implementar una gran estrategia internacional para cultivar los rubros estratégicos y de bandera que necesitamos para una alimentación sana, diversa y culturalmente arraigada.

Ya basta del sistema de mecanización heredado de los años 60, que depende de insumos energéticos externos, fertilizantes sintéticos y semillas patentadas. Este modelo alimenta la boca de pocos a costa del sacrificio de muchos. Es como la victoria de Jerjes en el desfiladero de las Termópilas: una conquista que se celebra desde el poder, pero que oculta el sufrimiento de los cuerpos que sostienen el sistema.

La agroecología no es solo técnica: es política, cultural y espiritual. Implica rediseñar los sistemas alimentarios desde la vida, no desde la acumulación. Implica reconocer que la tierra no es un recurso, sino un vínculo. Que el conocimiento campesino, indígena y científico debe dialogar, no competir. Que la agricultura puede ser fuente de dignidad, no de dependencia.

Y dentro del marco del desarrollo de la agroecología no puede pasar por alto la agroindustria Rural, mediante la cual, los mismos productores a través de redes de organización de base puedan generar valores agregados a su producción para enfrentar las ineficiencias del mercado no regulado. Técnicas de secado artesanal e industrial podría alargar la vida de los rubros hortícolas y lograr mejores precios en los mercados. En vez de transportar agua y gastar energía en el sistema de transporte, se pueden transportar solidos como es el caso del tomate pulverizado. Es de resaltar que desperdiciamos el 40% de los alimentos antes de que lleguen a nuestra boca, ya sea en procesos agrícolas o por parte de los consumidores. Y aquí viene algo que te va a sorprender: los alimentos son aproximadamente 90% agua, y aun así los enviamos por todo el mundo cada día. Básicamente estamos pagando para transportar agua a través de los océanos, carreteras mal pavimentadas y hasta aviones. Un tomate de Mérida a Caracas es, en su mayoría, agua costosa con un poco de tomate alrededor. El tomate pulverizado es más concentrado más liviano, que no se echa a perder, no necesita refrigeración y se reconstituyen en algo prácticamente indistinguible de lo fresco. Y así sucesivamente para otros rubros.

La segunda tecnología profunda que puede transformar el destino de América y África es la constructiva: aquella que reimagina cómo habitamos, cómo edificamos, y cómo producimos infraestructura desde la sostenibilidad, la equidad y la resiliencia.

Durante décadas, la construcción ha estado dominada por modelos extractivistas, energéticamente intensivos y culturalmente ajenos. Cemento, acero, monoculturas urbanas (gateds communities) y dependencia de insumos importados han definido nuestras ciudades y pueblos. Pero hoy, con el avance de la ciencia de materiales, la bionstrucción, la arquitectura climáticamente inteligente y la ingeniería comunitaria, podemos rediseñar el hábitat desde lo local.

La tecnología que no parece extinguirse es la producción de cemento, el cual representa entre el 8 y el 13% de las emisiones globales de CO₂. Es un doble golpe —fabricar cemento requiere enormes cantidades de calor, y el proceso químico en sí libera dióxido de carbono. Peor aún, el cemento moderno no dura para siempre. Comienza a degradarse después de unos 50 años, razón por la cual debemos reforzarlo con acero para evitar que los edificios se desmoronen. Cambiar esta tecnología es un reto para nuestros países. Lo más paradójico es que tenemos las alternativas y ya han sido probadas pero no han sido institucionalizadas. El mejor ejemplo de ello es el Coliseo Romano. ¿Cómo es posible que este monumento a la grandeza y obstinación de los emperadores romanos siga sin derrumbarse luego de más de 2000 años de construcción?

La tecnología constructiva profunda implica: Materiales regenerativos: tierra, bambú, fibras naturales, reciclados, adaptados a cada bioregión, eficiencia energética: diseño pasivo, energía solar, sistemas de captación de agua y ventilación natural, modelos comunitarios: cooperativas de vivienda, autoconstrucción asistida, planificación participativa, sistemas modulares y escalables: que permitan responder a emergencias, migraciones, y necesidades rurales sin depender de megaproyectos. Los grandes negociados impulsados por los gobiernos impiden el logro de estos proyectos. Se apuesta por los sistemas de contratación singular en manos de pocos que deja grandes beneficios a muy pocos en detrimento de muchos.

La Universidad Rural de Camboya ofrece un modelo inspirador de infraestructura sostenible que América y África deberían estudiar e imitar. Su uso de bambú, caña brava y tierra-cemento demuestra cómo la tecnología constructiva profunda puede ser resiliente, ecológica y culturalmente integrada.

Cada Estado puede liderar una estrategia internacional para formar brigadas técnicas, laboratorios de innovación constructiva, y redes de intercambio entre saberes ancestrales y tecnologías emergentes. No se trata solo de construir casas: se trata de construir dignidad, arraigo, y futuro.

Así como la agroecología puede alimentar cuerpos y territorios, la tecnología constructiva puede albergar sueños y comunidades. Ambas son pilares de una transición justa, profunda y soberana.

En conclusión, América Latina y África se encuentran ante una encrucijada histórica: seguir siendo territorios de extracción o convertirse en laboratorios vivos de transición profunda. En suma, la agroecología y los métodos constructivos tradicionales no son reliquias del pasado, sino puertas hacia el futuro. Representan un asomo concreto a la tecnología profunda que América Latina y África requieren para salir del ciclo de dependencia y construir soberanía desde el territorio. Al integrar saberes ancestrales con ciencia aplicada, podemos alimentar y albergar nuestras comunidades con dignidad, resiliencia y justicia ecológica. Esta transición no será impuesta desde arriba ni importada desde Silicon Valley: será tejida desde abajo, con bambú, semillas nativas, tierra-cemento y voluntad colectiva. Porque la verdadera innovación no es la que nos conecta más rápido, sino la que nos enraíza mejor.

 

*Agro ecólogo

 

joseruif@yahoo.com



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