La gran Chorreada

Imaginen este cuadro de horror: Tanto lo pidieron, tantas veces lo habían planificado y lo habían intentado, y ahora cuando lo han conseguido sobre el cielo límpido y dulce de ayer se dibujan tenebrosas borrascas. Sobre aquel cielo que tanto vimos alegres y plenos de ilusiones y de cantos, ahora los crespones y los arreboles entenebrecidos de la ira; al principio todo un horror silente; como la sentina de un silente pánico: una total incapacidad para entender el presente, cuanto se avecina y nos arrastra. Cada cual encerrado en su propia y desconcertante confusión. Cada cual mirando el abismo de su propia caída. Bloqueada la mente, cegada el alma por un vórtice de preguntas sin respuestas. Pensaron los que se iban a alegrar con su crimen que saldrían inermes de sus planes: que iban a salir a tocar cornetas con sus carros en medio de un carnaval y una borrachera de sangre sin límites; creían que se iban a quemar cohetes y que se celebraría con furia en las calles; que se iban hacer cadenas por radio y televisión como durante el paro petrolero, desfilando incansablemente sesudos personajes ante las pantallas; recibiendo llamadas de exiliados, de compatriotas sufridos que tuvieron que huir a Miami, Madrid, Costa Rica, México. Que iban a salir a abrazarse todos como en un año nuevo, como aquel 23 de enero cuando cayó Pérez Jiménez. Que iban a salir victoriosos a las plazas y a las cárceles a sacar de las mazmorras a los presos políticos, y a tomar las Gobernaciones, las alcaldías, los ministerios,… repentinamente una paralización y un repentino acojonamiento brutal. Todo en un silencio de muerte, con olor a muerte, con pasión de muerte. Sólo se presiente que hay una gran bestia herida, aturdida, conmovida, destrozada, que ha recibido un gran mazazo en la cabeza y lentamente entra en la realidad atroz de sus fuerzas; que lentamente va recuperando su conciencia y a tientas busca afianzar sus pies sobre la tierra. Ya habrá tiempo para saber lo que realmente se ha desatado. Ni el ruido de una mosca en las calles todavía, aunque los celulares y los medios hayan colapsados. Voces interiores que recrean lo pasado ya sin salida, ya sin reparo. ¿Por qué se hizo? ¿Por qué malditos tuvieron que haber llegado a esto? ¿Qué creen que han ganado con hacerlo? Si hubiera alguna manera ahora de reconstruirlo todo. ¿Ahora qué?

Del otro lado de las grandes esferas, en el mundo mediático todo un prudente comportamiento. Todo, una prudente cordura. En muchos rostros la farsa cubierta con una tenue preocupación. Como si se tratara de participar por puro protocolo de un duelo colectivo. Como si fuese posible ahora convocar a las más bellas y exaltadas exequias, las más compungidas y soberanas; las mejor y más concurrida que conozca la historia, los anales de los pueblo desde Alejandro Magno, desde Julio César hasta nuestros días. Para eso no tenemos problemas “porque en verdad la pesadilla ha concluido”. Federico Alberto solicita el teléfono de la hija del finado, de los padres del finado; quiere expresarle sus condolencias. La Embajada Norteamericana también se encuentra entre las primeras que hacen llamadas a Miraflores. Un zumbido lleno de luces intensas con rumores cargados de penas y dolor, cruzado el planeta de la insólita nueva. Se había anunciado tantas veces y ahora el mundo lo presenta como un mero accidente. CNN, France Press, UPI, EFE…: “Chávez sufrió un infarto. Hasta ahora todo apunta a que se trata de un simple hecho fisiológico que comenzó a sentirse –según sus médicos- desde la tarde de ayer y se recrudeció por la noche…”

Silencio que se va encenegando, el silencio que sigue su curso espeso, tortuoso, oscuro. Y de ese silencio va emergiendo una columna de humo levemente gris junto al crujir de voces, de llantos, de rabia, como el de una lenta furia de tormenta que comienza a batir sus brazos. Gritos, espasmos, motos, sirenas, fuegos, disparos, la calle que se yergue; los barrios que bajan, todos saben, tienen la certeza absoluta de quiénes lo han asesinado. No habrá tribunales, jueces, policías ni fiscales. El tiempo ya no da para eso.

Ya no hay que escuchar a nadie, ya no hay una voz que reúna las esperanzas, que convoque las voluntades para la paz, para el amor, que inspire los cantos dulces y afables. Ya no hay nada en el horizonte. Y el sentimiento que abrasa, que destroza que llama es el de la guerra, el de la lucha sin cuartel, la expresión aquella de José Félix Ribas frente a Boves: “¡Hay que morir matando!”

Entre tanto cunden en los que antes llamaban a las marchas y a las cargas finales, a las guarimbas y a la guerra civil, clamores de piedad y de unidad; de que todos en tan aciaga hora nos debemos unir por Venezuela. Pero ya no hay tiempo. Y los cadáveres comienzan a amontonarse, a crecer en cada esquina, invadidas casas y edificios; grandes masas armadas controlando cada salida, cada calle, bloqueados los aeropuertos. Días terribles, como una mala noche en una posada cualquiera. Como una mala noche. El fin.

jrodri@ula.ve


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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