El 11-A, y la increíble entrevista, nunca contada, entre Chávez y Baltazar Porras

Caía la tarde del 11 de abril con un soplo de fiesta brava en los rostros escarlata de los generales alborotados. Al “mono” ya lo tenían rodeado. Casi todos los altos oficiales se habían comprometido a echar la paradita del “Golpe de gracia”, pues, como ya el tipo había sido totalmente desacreditado por los medios, lo que le faltaba era el tiro en la nuca. Gustavo Cisneros se había comunicado esa tarde con Washington y relataba los hechos de esta manera: “Al fin la democracia vuelve por el cauce que desea el pueblo. Ha sido una rebelión popular, civilista y militar la que ha terminado con esta horrible dictadura”. Cada uno de los grandes “civilistas” que habían empujado el carro de la guerra hacia aquel final borrascoso buscaba su lugar en el nuevo gobierno. Pronto se hizo evidente que había pocos huesos para tantos perros. Y comenzaron las divergencias, Y los primeros en poner trancas fueron Rafael Poleo y su hija Patricia, quienes consideraban que tenían más derechos que todos los jefes de Fedecámaras. El doctor Pedro Carmona, quien ansiaba ser presidente de la república, casi tuvo que subirse a gatas y a escondidas en su nuevo cargo: era vigilado de cerca, por personajes que habían hecho durante décadas un excelente trabajo para la CIA (entre ellos los Poleo).

A las 8 de la noche del 11-A, las cartas estaban echadas, y grupos mercenarios de la embajada americana, daban las órdenes a los generales apertrechados en Fuerte Tiuna. Las acciones, minuto a minuto, iban variando y en ocasiones tomando giros inesperados, porque se creyó que el espanto de lo que recogieron los medios era más que suficiente para hacer desaparecer al presidente Chávez, sin dejar tras de sí otra cosa que condenas, horrores despóticos y crímenes de lesa humanidad. A las diez y media de la noche, Cisneros indagaba con preocupación sobre lo que se deliberaba en palacio, porque tenía informantes de primera que habían trabajado para Luis Miquilena (el recurso mortal del golpe). Ya Miquilena, siguiendo los planes acordados con Cisneros, había proclamado que Chávez tenía las manos manchadas de sangre.

A esa hora de la noche Cisneros exigió a altos oficiales que pasaran a una fase más radical del plan, como el de invadir el palacio. “¿Qué hacemos con el Teniente Coronel?”, era la pregunta que más les latía en las sienes. Dos elementos esenciales de la conjura comenzaron a jugar un papel determinante: Cisneros le dijo entonces al cardenal Ignacio Velasco y al obispo Baltazar Porras que se movilizaran para hacer sus papeles de mediadores milagrosos. Baltazar se dirigió a Fuerte Tiuna. Allí aguardó largo rato esperando las decisiones del jefe mayor. La carta más importante estaba por jugarse, pero uno de los generales que tenía peso en la conjura había advertido que no quería más sangre, y cuando se le preguntó qué hacer con Chávez, contestó: “Si hay un solo muerto más, conmigo no cuenten para nada”. Baltazar ya había aceptado la necesidad de que Chávez fuera asesinado, lo exigían las circunstancias terribles de la república. La guerra ni la política se hacen por amor a Dios, y esto lo había conversado largamente con don Gustavo. El problema radicaba en cómo hacerlo. Todo tenía que ser llevado a cabo “inteligentemente”, pero los hechos se desbordaban; ya Carmona estaba en Fuerte Tiuna, y se extendía la presión por parte del general González González de que se le diera una buena lección a los “círculos del terror” enclavados en los alrededores de Miraflores.

A las 11:15 p.m., Baltazar y el cardenal Velasco tuvieron una corta conferencia, en la que analizando nuevas disposiciones de Cisneros sobre el destino de Chávez, se acordó sacarlo del país. “¿Hacia dónde?”, y se planteó que se le trasladara a EE UU para que fuese juzgado, como se había hecho con Antonio Noriega.

- Pero si él no es narcotraficante.

- Pero actúa como si lo fuera- fue toda la respuesta de un General que estaba hondamente preocupado por los escrúpulos con que se estaba manejando el asunto-: aquel blandía un machete, y este andaba amenazando con una espada. Se parecen demasiado. Ambos negros y andan arrechos, soliviantando a la chusma. Luego que se le enchirole nadie se acordará de él.



También se planteó trasladarlo a Panamá, según proposiciones de un grupo de cubanos radicados en Miami. “Mientras se decide qué hacer, porque hay que salir de este señor cuanto antes – dijo Porras – que se le lleve a la costa o la Orchila”. A Velasco le pareció maravillosa la idea, porque estaba convencido de que a donde se le llevara se le iba poder convencer de que admitiera la renuncia, que todavía se negaba a firmar. El Departamento de Estado estaba exigiendo que se le enviara urgentemente la renuncia para activar mecanismos de consulta democrática, estampados en la Carta Democrática Interamericana y algunas resoluciones de la ONU.



Finalmente hay celebraciones en la dirección máxima del golpe, pues al fin Chávez ha salido de Miraflores, y “no es ni será nunca más el presidente de Venezuela”. Casi toda la Conferencia Episcopal estaba de pláceme, con los celulares de sus miembros a reventar con informaciones de todo tipo, principalmente de Colombia y España. Mikel de Viana tuvo una súbita depresión que le produjo la inmensa alegría al saber que a Chávez lo habían llevado fuertemente esposado a Fuerte Tiuna (luego se supo que era falso).

La ansiedad de Baltazar Porras por hablar con Chávez era casi frenética. Le dijo a unos generales: “Yo he sido elegido para hablar unos minutos con el teniente coronel”. Los pasillos estaban llenos de civiles que habían llegado casi al mismo tiempo que la caravana oficial con el derrocado presidente. Había cómicos de la televisión, algunos periodistas extranjeros, sobre todo de la cadena Caracol de Colombia y Univisión. El ex presidente fue pasado a una pequeña sala a la que entró monseñor Baltazar Porras con un bello rosario en la mano. Monseñor apagó los dos celulares que llevaba, uno para comunicarse con Cisneros y el otro para ir informando de los detalles menudos al cardenal Ignacio Velasco. Al principio, luego del saludo, las voces afuera, las carcajadas y algunos gritos de “¡Viva Venezuela libre!”, impidieron escucharse el uno al otro. Sin embargo monseñor fue al grano, y sin mirarle a la cara, sentándose a su lado, le preguntó a boca de jarro:

- ¿Cómo se siente Chávez?

Monseñor sudaba un poco, y con una toallita que llevaba en el bolsillo se limpió la frente. Esperaba que el reo tardara en responderle, y tenía un gran interés en conocer el tono de la voz; incluso llegó a esperar que le abrazara llorando, lleno de culpa y de remordimiento. Que se le arrodillara y le pidiera perdón por todos sus crímenes. La respuesta serena, con algún dejo de cansancio, pero con seguridad, fue como una bofetada:

- Muy preocupado, pero espiritualmente tranquilo con mi conciencia.

Monseñor se dijo: “Éste sí tiene cara. La función apenas comienza”. Tosió, se aclaró un poco la garganta, y añadió:

- El país está convulsionado, y esto nunca se había visto en Venezuela. Hay muchas heridas abiertas, y de gente que sí tiene como llevarlo a usted ante cualquier banquillo o tribunal del mundo.

Chávez le miró serenamente, se buscó un lápiz en la camiseta que ni bolsillo tenía. Volvió a toser Baltazar, y agregó:

- ¿Cómo es posible que usted se sienta bien con una tragedia tan grande que no se compra ni con los muertos que hubo aquí el 23 de enero de 1958; con tantas divisiones entre nuestros hermanos, y que han sido alimentadas con odio por una política de violencia? ¿Está usted Chávez consciente de lo que está diciendo?

- Sí, monseñor – Chávez se miró en un espejo que estaba al lado de la única ventana del cuartucho. Vio que era el mismo, con mil años de vejez en la mirada, y rodeado como Gulliver, de enanos. “Aún no me han derribado, pero están buscando amarrarme”.

Baltazar, se dijo: “Este loco seguramente espera que alguna ONG humanitaria le consiga comunicarse con sus amigos, con su familia. No sabe que la orden es extrema: Incomunicación total con él”.

- Usted nunca aceptó dialogar con franqueza, Chávez. Mejor dicho, no hizo todo el esfuerzo necesario para encontrar un consenso entre las distintas partes. A usted lo desfiguró el poder. Usted una persona humilde, se dejó envanecer por el poder, ahora no quiere darse cuenta de que hay centenares de muerto en las calles de Caracas, y que usted está siendo visto no sólo por Venezuela sino por el mundo como el gran causante de esos crímenes, imperdonables.

- No me venga con sermones, monseñor.

- Oiga, pero usted...

- Yo estoy claro en lo que he hecho y usted debería saberlo mejor que nadie. Yo pude haberme vendido al gusto de muchas de esas personas que están afuera celebrando, pero preferí ser fiel a mi pueblo.

A monseñor se le agrandaba el abismo de su impotencia, y volvió a toser; de momento no supo qué se le había hecho su ego, su arrogancia, y no hacía sino repetirse: “Qué cara la de este tipo”.

- Con palabras y excusas usted no va arreglar su peligrosa situación. Nadie en este momento desea estar en su piel, Chávez.

- Nadie sino yo. Yo me siento, aunque usted no lo crea, monseñor, bien dentro de mi piel. Yo hubiera podido hacerme rico con la presidencia; yo pude haber llegado a un consenso con esa fiera oligarquía. Hubiera sido fácil para mí, llamarlos y aceptar ruinmente sus condiciones, monseñor, acabando todo conflicto, y erigiendo sobre centenares de miles de muertos silenciosos otro acuerdo de cien años más de ignominia para el pueblo. Sólo, monseñor, que no nací con las cualidades de un Carlos Andrés Pérez que está metido hasta los tuétanos en este golpe. Eso es lo que no me perdonan.

- Usted se ha buscado todo lo que le pasa por su terquedad, por su tozudez, por su visión meramente militar de este país. Vea a Dios por un momento, Chávez.

- No me venga, le insisto, con sermones, monseñor.

- No se da cuenta de que todo lo que estoy haciendo por usted aquí es para salvarle la vida.

- No gracias, monseñor. No es usted quien puede salvar algo de mí.

- Hasta en la desgracia se muestra usted grosero, Chávez.

- Ve usted, monseñor, el concepto poco claro que tiene de mí. El concepto para mí de la vida no coincide con el suyo.

- Podría confesarle y echarle la bendición, pero veo que es del todo inútil. No sabe cómo lo siento, que usted sea incapaz de reconocer una obra tan plagada de muerte, de injusticias sociales, donde están en peligro de desaparición todas las instituciones del país, y que no quiera hacer el menor esfuerzo para ayudar en algo. No sabe cómo me decepciona su posición terca y desafiante, Chávez. Espero que realmente tenga usted su conciencia tranquila, que yo lo dudo mucho. Me retiro con todo el dolor de mi alma, pero sin embargo lo perdono.

Hace la señal de la cruz, toma su rosario y sale. “Bueno que siga su suerte como le venga. Yo hice lo que pude. Yo mañana podré decir que hice lo imposible. Si lo matan, esas son cosas de las que están llenas las historia de todos los países. Este pobre hombre ha sido víctima de sus locuras, que se ha creído un Bolívar...”.

Apenas encendió el celular para comunicarse con Gustav Adolf Chismeros, encontró tres mensajes. Inmediatamente replicó:

- El reo – dijo – está fuera de sí. Es un caso grave. No creo que vaya a firmar. Todavía queda por jugarse la carta del cardenal. ¿Y don Pedro, qué piensa?

- Está un poco asustado. No está seguro, pero no se preocupe que cuando vea la cosa fea tendrá que aceptar los hechos.

- Don Gustavo, el golpe se nos puede devolver, porque con esto no se puede andar con medias tintas; muchas veces se lo dije a Carmona. Y yo lo siento por ustedes, porque usted sabe, la Iglesia siempre tiene sus recursos, pero lamento que mucha gente de bien y de buenas familias que aportaron millones a esta causa, gente que ha levantado un capital con esfuerzo y trabajo, gente más preparada, se vea atrapada bajo una feroz carnicería de los círculos del terror. Acuérdese de mí, don Gustavo, la venganza puede ser muy dulce para ellos y esta vez va a ser servida como un plato caliente, los generales deben entender que aquí estamos todos comprometidos con la patria y con Dios.

- Así es monseñor, tengo otra llamada por aquí. Aló, ¿Pedro? Por fin, habrá que aplicar la única medicina que obligan las actuales terribles circunstancias. Me alegra que lo hayas entendido. Monseñor está con nosotros escuchando nuestra conversación y se alegra que así lo hayas comprendido. Un abrazo, hermanazo. Pues, como dice nuestro compañero, del partido del pueblo: “Manos a la obra”.

jrodri@ula.ve



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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