CAP pide permiso para morirse

Se encuentra en silla de ruedas y cuenta con cinco mucamas que se turnan atendiéndole: dos puertorriqueñas, una dominicana, una mejicana y la jefa de servicio, argentina. Sin contar con dos secretarios que desde hace tres años tratan de organizar y recoger las Memorias del ex presidente. Cecilia Matos cada mañana le lleva la prensa, le lee de entrada El Nuevo Herald (al que ya considera demasiado parcializado hacia el comunismo), luego El Nacional y seguidamente El Universal. Todo esto lo hace mientras mantiene encendido su canal favorito, Globovisión. Todas las llamadas las recibe la jefa de servicio, se procesan debidamente y las filtra doña Cecilia, claro, cuando ella se encuentra en casa (de otro modo deben comunicársele cada detalle por celular). Doña Cecilia sigue viajando con frecuencia: se traslada a Costa Rica, a Dorado en Puerto Rico (para coger un poco de sol), y siempre al centro de la ciudad para las infaltables compras. No pierde la costumbre de “sorprender” con alguna delicadeza a su marido, tomando en consideración que sea algo que no le despierte en absoluto el recuerdo de su querida Venezuela, que perdió para siempre.

La lista de los venezolanos que desean visitar al famoso ex gobernante se ha ido reduciendo en los últimos meses. CAP la revisa y va tachando los que a su parecer fueron cobardes o no le fueron decididamente leales. Aunque Cecilia conserva muchos álbumes, a CAP le incomodan los recuerdos. Cada foto, cada reseña periodística de la montaña de testimonios que sobre su vida se han recogido le provocan tristezas y desconsuelos. A veces se echa a ver las nubes desde un balconcito y acaba dormido, arropado, inmerso en imágenes que su mente no puede controlar. En una ocasión, como dormido, Cecilia le escuchó musitar: “no creo que haya que pedir permiso para irse al otro mundo”, y le vino a la mente aquel 27 de junio de 1977, cuando Carlos Andrés Pérez partió con ella a Estado Unidos. Su amante era el líder indiscutible del Tercer Mundo. Iba pletórico de renovadas fuerzas.

Y miraba Cecilia ahora aquella momia que roncaba, en una ausencia letal de mil años. “Cómo cambia el mundo, Dios mío”, se dijo. Al fondo de alguna luz de ese pasado tan lejanamente perdida, había anaqueles, miles de anaqueles que guardaban los cientos de cachivaches que su adorado CAP recibió en vida. Estaban arrumados en un galpón, ya no sabía dónde, si en Venezuela, Costa Rica, Puerto Rico o Miami. Le vino la ocurrencia de que tal vez con esos cachivaches se podían montar toda una red de tiendas como Kmart. Horrible, qué monstruosidad de rumas quizá inevitablemente perdidas y que fueron el desconcierto y la gloria de ella y de su marido en momentos de gloria y esplendor. Monerías, perlas, estatuillas, dictáfonos, radiecitos, ¡mierda!, Cristo, mierda, … ¿para eso hemos venido a este mundo? ¿Será eso lo que en definitiva nos queda y nos llevaremos?

Cuántas donaciones hizo su marido, por ejemplo, a la santa Iglesia y que nadie de la CEV se acordara ni siquiera de mandarle un saludo. Quizá el único fuese Baltazar Porras, y apenas un saludito muy escueto a través de Roberto Giusti.

Y el vórtice de las imágenes otra vez que le provocaban vértigo: ¿Qué sería aquel barco “Ciudad de Barquisimeto” que le envió al presidente Hugo Banzer?, y le venía esto a la memoria porque se encontró una carta de un sobrino de Banzer que estaba de pasada por Miami: “Saludos para mi admirado Presidente”.

Para vengarse de la gente que no la quería a ella, CAP cogió la manía de viajar, viajar, viajar y cada vez más lejos. Recorría el mundo con comitivas numerosas y aviones atestados hasta los calcañales de hombres que le eran devotos hasta la vileza. CAP entraba a su avión presidencial, que había costado 72 millones de dólares, y se daba cuenta de que realmente nunca llegó a saber lo que buscaba, lo que quería. Los mejores momentos de su vida los había tenido en la cama con Cecilia, y él se lo decía, pero el maldito vicio de la política de partidos lo mantenía aherrojado a la cocaína que lo llevaba a mentir, mentir y mentir, y lo que estaba a un paso era el precipicio. Todo el mundo que le rodeaba sabía que CAP era periquero, pero bueno, ¿cómo tragarse aquel mundo sin un “catalizador de peos”?

Dentro de aquellos aviones se formaban grandes relajos, entre trago y trago; entre sueñito y sueñito, CAP abría aquellas carpetas de los centenares de proyectos y de las obras comenzadas, totalmente abandonadas. “El que venga a tras que arree, porque yo no nací sino para ser el gran padre de la democracia integradora del Tercer Mundo”, pensaba; pues no había la menor duda que su partido iba a gobernar por lo menos hasta el 2031. En aquellas carpetas estaban los resúmenes de los millardos de dólares despilfarrados en importaciones. Decía CAP: “Nosotros somos los que mejor sabemos beber licor en Latinoamérica, ¿pueden ustedes creer que solamente en 1977, nos echamos al pico 20 millones de litros de whisky? A la puta. Yo creo que si seguimos como vamos, progresando a este ritmo, en unos cinco años le estaremos pisando los talones a los bebedores de cerveza que se empinaron este año 700 millones de litros, porque los que consumen ron los sacamos ya de circulación. Nos estamos empinando 0,5 litros diarios de licor. ¡Qué tal nuestra higiene mental! Mientras más alcohol menos problemas.” CAP había tomado al pie de la letra aquella expresión de Hemingway de que el alcohol lo cura todo. Los asesores le decían: “Tendremos cirrosis hepática por carajazo, pero de hambre, nada. Nuestro pueblo es alegre. Nos mataremos en las carreteras, pero feliz: pasamos de una pea a la felicidad eterna. Dios tenga a nuestra patria en la gloria”.

El presidente Pérez pedía la lista de los venezolanos que estudiaban en el exterior y se condolía que no todos sus conciudadanos pudiesen pasarse una temporada viajando y conociendo el mundo. Decía: “Yo que durante mi presidencia he estado 4 veces en México, dos veces en EE UU, cuatro en Colombia; me he pateado todo el Perú, Bolivia, Argentina, Ecuador, Jamaica, Costa Rica, Panamá, Santo Domingo, Inglaterra, Italia, España, Unión Soviética, Suiza, Argelia, Irán, Irak, Arabia Saudita, Kuwait, Qatar, Abu Dhabi, Brasil, Cuarazao, Jamaica, Guayana, Surinan, Rumania, Yugoslavia, Hungría, Alemania, Francia y Japón, en total más de 32 países, todavía no acabo por formarme. Y ustedes se preguntarán ¿qué he sacado de eso? Nada. De eso nunca se saca nada. Ni he mejorado los precios del petróleo, ni nuestro respeto en el mundo, ni las relaciones comerciales. Nada de nada. Lo que he sacado son esos conteiner llenos de obsequios que ahora no sé dónde carajo los voy a meter.

Cuando CAP regresaba a Venezuela y se reunía con Miguel Rodríguez o con Gumersindo, lo abrumaba el fastidio. Coño, si Venezuela pudiera desintegrarse. Si nos mandaran una bomba de prueba de esas que EE UU hace estallar en el Pacífico. Porque el mar de jalabolas era incontenible y aunque a él le encantaba, le daba ya grima: la inseguridad controlada, la salud mejor y la educación superior con la mayor camada de Ph.D’s de América Latina. La burocracia con cifras eran espeluznantes: El número de funcionarios con que se había engrosado la administración pública, en sólo tres años, había aumentado a 140 mil. CAP le contaba humildemente a sus asesores que ahora los gobernantes tenían que dirigir a sus Estados desde un bunker. Agregaba: “Desde 1945, no conocemos el caso de un solo compatriota que no haya sufrido tal ultraje. Hay en la Fiscalía 375 denuncias sobre casos de Enriquecimiento Ilícito, ¿pero quién va a estar perdiendo tiempo en eso, cuando estamos en pleno proceso de transformación social y política? Es lógico que tengamos estos desajustes, pero no es para alarmarse tanto. ¿El mismo Rómulo Betancourt con qué moral nos puede venir a reclamar algo? Todos le escuchamos ese miércoles 21 de abril de 1977 cuando declaró solemnemente que llegaba al país con renovadas fuerzas para recuperar la democracia decente. Yo soy la parte más importante de la democracia decente. Y cuando le nombraron lo de los veinte mil dólares que yo le había dado de mi partida secreta para sus imperiosas necesidades, saltó a decir: “Los 20 mil dólares que me fueron prestados por una mano amiga, serán devueltos en el mismo sobre”; ¡mentiras coño!, mentiras: Betancourt no devuelve lo que se le presta y está bien que lo haga porque merece ese dinero y mucho más, pero que no diga mentiras. Aunque verdad es que todos estamos en deuda con él. A los venezolanos nos cuesta reconocer lo que se hace por nuestro bien, por nuestra patria. ¿No ha sido acaso él, el constructor de la democracia moderna en Latinoamérica? Ja, ja, jaaaa”

Cecilia seguía mareada viendo aquel marido a quien seguramente ya le habían dado permiso para morirse, pero aún así se negaba a irse, y otra vez el barullo mayúsculo de otros recuerdos, como el del Banco Industrial, la compra de las fragatas y las estafas en la Corporación de Fomento. Que su silencio en estos casos tenían una y única explicación: Los comprometidos en tales actos de corrupción o eran sus amigos o sus protegidos, ¿y dónde estaban ahora? ¿Se acordaban de aquel padre que todo se los había dado? Y le vino a la memoria que uno de los asesores de CAP, haciéndose eco de unas declaraciones del sindicalista José Vargas a El Nacional, dijo una vez: “¿Pero para qué tanta alharaca sobre casos de corrupción si éstos no tienen solución dentro del sistema capitalista? Más aún, sin corrupción no hay democracia que valga, no hay democracia que funcione porque la corrupción es la misma maquinaria que engrasa y pone a funcionar todo el entramado económico y social del Estado, y le da vida al circulante.”

Todos estaban de acuerdo con que la obsolescencia del Estado no se arreglaba con crear más leyes, y que por eso AD, aún teniendo mayoría aplastante en ambas cámaras, no se había preocupado en absoluto, en seguir aumentando las barbaridades jurídicas sobre las que descansa el Estado de la Nación. Y CAP nunca más despertó.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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