Leo últimamente alusiones al cineasta Woody Allen, un indudable genio del cine estadounidense de proyección mundial que ahora tiene 90 años; de quien se habla estar produciendo una película rodada enteramente en Madrid. Ha sido uno de los personajes más queridos del cine durante decenios y ahora es uno de los más odiados. Antes todos querían trabajar con él, el genio de Brooklyn, al precio que fuera. Ahora actores y actrices le rechazan por posibles "daños para su reputación". Toda una vida dedicada al arte y hoy, en su 90 cumpleaños, a Woody Allen no dejan de lloverle críticas y ataques.
El humano común es incorregible. El humano común es ese espécimen tornadizo que se entusiasma hasta la histeria ante una figura notable por su impacto en la opinión pública generado en la mayoría de los casos por el periodismo, y luego cambia su entusiasmo por desprecio a esa misma figura cuando detalles de su vida irrelevantes al lado de su obra tientan a los periódicos a desvanecer su prestigio cuando su decadencia está en su edad.
Una vez más, los editores han demostrado que la vulgaridad vende más que la precisión. El libro de Paul Johnson, Intellectuels, convertido en Francia en Les grands mensonges des intellectuels, y en España Las grandes mentiras de los intelectuales, traducido el texto francés por el firmante de esta crónica, es un ejemplo de esa torpeza. Llamar "mentiras" a las contradicciones vitales de un creador es propio de quienes necesitan simplificar lo complejo para hacerlo digerible al lector adocenado. No hay "mentira" alguna en que un intelectual viva por debajo de su obra. Hay incoherencias, hay miserias, hay vidas privadas tumultuosas. Pero no hay falsedad: hay humanidad, precisamente lo que los periodistas detestan porque no les sirve para su cuento moral. Pero con Woody Allen no hay piedad en este aspecto. Menos mal que para sus admiradores, entre los que me encuentro, divulgar esa devaluación de su genio por una decisión personal que no mancha ni perjudica a nadie —lo prueba que la pareja lleva unida 20 años— es una bajeza simplemente periodística.
Y ahora esos mismos periodistas —cómplices del imperio y adictos al escándalo barato— pretenden vender la "caída" de un creador cuya obra es intocable. Como no pueden desacreditarla, se entregan a la carroña: examinan su matrimonio, sus querencias, sus huidas, su supuesta deserción del último rodaje. Con eso les basta para fabricar la narrativa que necesitan: la del genio que cae no por lo que hace, sino por lo que es o deja de ser en la página de sucesos. Es la vieja receta: cuando la obra no se puede ensuciar, se ensucia al autor. Aunque sea por vía de un chisme familiar o de una supuesta indisciplina laboral.
Pero la caída de un creador rara vez es caída. Lo único que cae es la máscara que el periodismo le ha fabricado, no la obra. La obra permanece. La obra no obedece a sus tropiezos ni a sus desórdenes sentimentales; a menudo nace precisamente de ellos. En cambio, el político —ése sí— cae de verdad, porque su obra es inseparable de su conducta. Si gobierna mal o actúa con vileza, es su obra la que se hunde con él. En el creador ocurre lo contrario: su grandeza emerge a pesar de su vida, o incluso gracias a ella.
Me dispongo, pues, a escribir sobre ese mecanismo constante en la historia: el ascenso y la caída de los seres humanos, casi siempre provocados por factores que nada tienen que ver con la calidad de lo que han producido. La caída suele ser obra de terceros: del resentimiento, de la envidia, del oportunismo o de una prensa que necesita víctimas para mantener su negocio de indignaciones baratas. Lo que no logran por la vía del análisis, lo logran por la vía del descrédito.
La obra, sin embargo, hace justicia por su cuenta. La obra sobrevive al escándalo, al matrimonio indebido, al pecado privado y a la torpeza de quienes confunden una contradicción humana con una "mentira". Lo que cae es el ruido, no el creador. Y lo que permanece, para bien o para mal, es la verdad profunda que late en aquello que hizo. Lo demás es espuma. Y la espuma la sopla el viento.