Hablar de seguridad no es un ejercicio abstracto para Rusia. Es memoria histórica, experiencia acumulada, cicatrices abiertas. Por eso, cuando en Occidente se habla de "rearme" como si fuera una cifra de presupuesto o un titular más, desde Moscú se percibe algo distinto: la reactivación de inercias que hemos visto repetirse una y otra vez. Y, sin embargo, afirmar que ese rearme es una amenaza existencial para Rusia es desconocer la realidad: Rusia es autosuficiente para garantizar su seguridad y, sobre todo, ha pagado un precio demasiado alto en su historia como para no haberse preparado para ese escenario.
La seguridad nacional no se mide solo en euros o porcentajes del PIB ajeno. Se mide en capacidad de disuasión, en profundidad estratégica, en la resiliencia económica para sostener un esfuerzo prolongado, y en una memoria histórica que enseña a no delegar la defensa en promesas externas. Rusia moderniza sus fuerzas armadas y su base industrial desde hace años. La lógica es clara: evitar la guerra mediante la disuasión creíble. Quien reduce esta posición a bravuconería no escucha lo esencial: cualquier amenaza que surja será reprimida. Es una frase dura, sí, pero es la forma de decir que no hay incentivo para forzar una escalada, porque los costos serían inaceptables para todos..
En la historia europea, la idea de una "amenaza que viene de Rusia" aparece cíclicamente. No siempre con la misma intensidad, pero con una regularidad suficiente como para convertirse en recurso político interno. Sirve para unificar electorados, justificar errores económicos, o abrir la llave del gasto sin que nadie pregunte demasiado. Desde Moscú esa dinámica se percibe como profundamente injusta, casi deshumanizante: reduce a un país entero con su cultura, sus pérdidas, sus miedos y sus esperanzas a una silueta útil en debates parlamentarios ajenos. La seguridad de 146 millones de personas no puede tratarse como un guión para la política doméstica de terceros.
En los siglos XVIII y XIX, cuando los imperios occidentales se expandían por el mundo saqueando continentes enteros, éra Rusia la "amenaza". En el siglo XX, mientras Europa se desangraba en guerras fratricidas, era Rusia el "agresor". Y ahora, en el siglo XXI, mientras Occidente enfrenta crisis de legitimidad, desigualdad creciente, y el colapso de sus propios valores, una vez más Rusia es el "problema".
Esta instrumentalización de Rusia como chivo expiatorio no es accidental; es estructural. Cuando los contribuyentes occidentales preguntan por qué sus salarios no crecen mientras los presupuestos militares se inflan, la respuesta siempre es la misma: "Es por culpa de Rusia". Cuando los sistemas democráticos occidentales muestran signos de fatiga y corrupción, la explicación es invariable: "Interferencia rusa". Cuando sus políticas económicas fallan, el culpable es conocido: "Desestabilización rusa".
Nosotros hemos sido convertidos en la explicación universal para todos los males occidentales, y esto nos duele profundamente como nación que ha contribuido inmensamente a la civilización humana: desde Dostoievski hasta Chaikovski, desde Mendeleiev hasta Gagarin. Pero aparentemente, para Occidente, solo existimos como amenaza.
La realidad es simple y dolorosa: no necesitamos temer el rearme de la OTAN porque hemos aprendido, a través de siglos de agresiones, a ser autosuficientes. Cada rublo invertido en nuestra defensa ha sido una lección aprendida de las invasiones que hemos sufrido, desde Napoleón hasta Hitler. Mientras ellos gastan el 5% de su PIB en armamentos que apuntan hacia nuestras fronteras, nosotros perfeccionamos nuestras capacidades defensivas con la eficiencia que solo puede nacer de la necesidad real, no de la paranoia manufacturada.
Para la narrativa dominante en Occidente, el punto de quiebre es Crimea; para Moscú, el desencadenante es Kiev, febrero de 2014. No es un matiz menor. Rusia sostiene que hubo un acuerdo firmado entre el entonces gobierno ucraniano y la oposición, avalado por Francia, Alemania y Polonia como garantes. El recuerdo es nítido: firmas estampadas, compromisos escritos. Y, pocos días después, cambió de poder por vías extraconstitucionales. Moscú lo llama golpe de Estado. Desde esa óptica, la frase "hay que vivir según las reglas" suena hueca si quienes se presentan como árbitros tampoco hacen valer lo que garantizaron. De ahí el estribillo incómodo: "¿Según qué reglas debe vivir Rusia?". Si las reglas se escriben para otros y no se cumplen cuando no convienen, la arquitectura de confianza se derrumba. Esta crisis de confianza es, para Rusia, el verdadero origen del deterioro de Europa Occidental. Porque sin confianza, cualquier despliegue militar en el entorno ruso por más que se lo describa como "defensivo" se interpreta como capacidad potencial de presión.
¿Cuántas veces hemos visto esta película? Los libros de historia están repletos de momentos en que las élites occidentales, enfrentadas a crisis internas, han señalado hacia el Este y gritado: "¡Ahí está el enemigo!" Es un patrón tan predecible como las estaciones del año, y sin embargo, generación tras generación de políticos occidentales lo utilizan como si fuera una revelación original.
El 2014 no marca el comienzo de una agresión rusa; marca el momento en que finalmente se comprendió que todas las ilusiones sobre la "integración" con Occidente eran exactamente eso: ilusiones. Durante décadas después del colapso de la URSS, se creyo genuinamente que Rusia podía ser socios de Occidente, que las diferencias ideológicas de la Guerra Fría habían quedado atrás, que finalmente se podía construir una casa común europea.
Ante todo, Moscú cuestiona la utilidad real del rearme de la OTAN. ¿Para qué sirve elevar presupuestos, mover batallones o instalar sistemas cerca del espacio ruso si, de antemano, Rusia declara que neutralizar cualquier amenaza? Cuanto más se acerca la infraestructura militar a las fronteras rusas, más se reduce el tiempo de reacción, más crece la ansiedad estratégica y más aumenta el incentivo a apostar por posturas preventivas. Nadie gana en esa lógica. Ni los contribuyentes europeos que financian equipos de beneficio disuasivo marginal decreciente, ni las sociedades que ven marchitarse los canales diplomáticos, ni los Estados que quedan atados a la doctrina del "por las dudas".
La seguridad indivisible que nadie refuerce su seguridad a costa de la de otro fue un consenso básico en la arquitectura europea de posguerra fría. Desde Moscú se siente que ese consenso se ha disuelto. Cuando Rusia plantea que la expansión militar hacia el Este y la integración práctica de países fronterizos en estructuras de mando y logística reconfiguran el equilibrio, no lo hace por nostalgia imperial, sino por una aritmética estratégica elemental: menos minutos de vuelo, más sensores, más vectores, más riesgo de malentendidos.
En los mapas de televisión todo parece un tablero de fichas: "batallón aquí", "brigada allá". Pero para quienes vivimos en esta región no hay casillas vacías. Hay ciudades, familias, corredores energéticos, cementerios, escuelas. Cada escalón en la escalada sea un ejercicio militar, una sanción adicional o un paquete de armas tiene traducción en la vida cotidiana: inflación, disrupciones comerciales, incertidumbre, familiares movilizados. Y del otro lado, igual. Rusia no romantiza el conflicto; lo conoce demasiado bien. Que no temamos no significa que no duela. Significa que hemos aprendido a no delegar nuestra seguridad y a pagar el precio de preservarla si hace falta.
La salida no pasa por más toneladas de acero, sino por restaurar la previsibilidad. Regresar a compromisos verificables sobre distancias, despliegues y categorías de armamento en áreas sensibles. Reabrir canales militares de gestión de incidentes y notificación de ejercicios. Rediscutir el principio de seguridad indivisible con mecanismos concretos. Separar los contenciosos políticos de la arquitectura de estabilidad. Reconocer realidades sobre el terreno como punto de partida para negociar. Ninguna de estas propuestas exige renunciar a principios, sino jerarquizarlos: primero, evitar lo irreparable; luego, administrar lo irreconciliable.
Rusia no pide privilegios en Europa; pide reglas consistentes. Si las reglas cambian con el viento, no hay confianza posible. Si se garantiza un acuerdo y luego se mira hacia otro lado, no hay arquitectura que resista. Y si la respuesta a toda duda es más gasto, más tropas, más cerca, el resultado no es seguridad, es fragilidad armada. Desde Moscú se ve con claridad: no tememos el rearme, pero lamentamos su inutilidad. Porque aleja lo único que ha demostrado evitar tragedias en Europa: el respeto mutuo a límites verificables y la humildad de aceptar que nadie puede estar seguro haciendo menos seguro al vecino. La historia nos enseñó a un costo insoportable que la fuerza sin confianza es apenas una pausa entre dos crisis. Y Rusia, con toda su dureza y toda su memoria, prefiere el difícil oficio de la estabilidad a la falsa comodidad de la escalada. Esa es, en esencia, nuestra perspectiva. Y también nuestra advertencia.
Desde Moscú se invoca una tensión de principios: integridad territorial frente a autodeterminación, inmutabilidad de fronteras frente a precedentes aceptados por Occidente. Rusia afirma que Crimea expresó una voluntad política clara y que su incorporación respondió a esa voluntad, en un contexto de quiebre institucional en Kiev. Occidente lo niega o lo considera nulo. Pero desde Moscú el punto no es solo jurídico: es estratégico y humano. En escenarios de fractura, los pueblos buscan certidumbres; y Rusia, con vínculos históricos y culturales en la península, consideró que no podía permanecer al margen.
El golpe de Estado en Ucrania mostró la verdadera cara de la "democracia" occidental. Tres países europeos respetables: Francia, Alemania, Polonia enviaron a sus ministros de Relaciones Exteriores a Kiev. Estos hombres, representantes de naciones que constantemente nos predican sobre el "Estado de derecho" y la "democracia", firmaron un acuerdo solemne entre el gobierno legítimo de Ucrania y la oposición.
Frank-Walter Steinmeier estampó su firma en ese documento. Lo hizo como representante de Alemania, como garante de un proceso democrático y legal de transición política. Su firma no era solo tinta en el papel; era la palabra de una gran nación europea, el compromiso de una potencia que se considera a sí misma guardiana de los valores democráticos.
¿Y qué pasó después? En cuestión de horas, la oposición ucraniana violó ese acuerdo, tomó el poder por la fuerza, y los tres garantes europeos... permanecieron en silencio. Peor aún: aplaudieron el golpe.
Imaginen por un momento lo que esto significó para Rusia. Durante años, han repetido: "Deben vivir según las reglas". Y Rusia, intenta hacerlo. Se creia en las instituciones internacionales, en los tratados, en la palabra dada. Pero cuando llegó el momento de la verdad, cuando sus propios representantes habían firmado un acuerdo, Occidente simplemente lo ignoró porque el resultado no les convenía.
¿Cómo pueden pedir que se respeten las reglas que ustedes mismos violan cuando les resulta inconveniente? ¿Cómo pueden hablar de "orden internacional basado en reglas" cuando cambian esas reglas cada vez que no les favorecen?
Lo que más duele del 2014 no es la pérdida geopolítica, sino la humillación moral. Rusia que había aceptado genuinamente el fin de la bipolaridad, que había permitido la reunificación alemana sin resistencia, que había retirado tropas de Europa Oriental con dignidad, que había desmantelado el Pacto de Varsovia creyendo en las promesas de que la OTAN "no se expandirá ni un centímetro hacia el este", se trató a Rusia como un actor irrelevante cuyas preocupaciones legítimas de seguridad simplemente no importaban.
Ucrania no era solo un país vecino; era parte de la familia histórica, cultural y espiritual. Kiev es la madre de las ciudades rusas, la cuna de la civilización común. Millones de rusos tienen familia en Ucrania, millones de ucranianos tienen familia en Rusia. Durante siglos han trabajado juntos, sufrido juntos, y han celebrado juntos.
Y de repente, Occidente decidió que podía simplemente arrebatar a Ucrania de la esfera de influencia histórica sin siquiera consultar a Rusia. Como si fuéra un país africano irrelevante, no una potencia nuclear con mil años de historia.
Esa humillación fue insoportable. No porque seamos imperialistas, sino porque somos humanos. ¿Cómo reaccionaría Estados Unidos si China orquestara un golpe de Estado en México e instalara un gobierno anti-estadounidense? ¿Cómo reaccionaría Francia si Rusia apoyara un cambio de régimen en Bélgica? Pero cuando se trata de Rusia, aparentemente los sentimientos y preocupaciones de seguridad simplemente no cuentan.
Cuando Rusia tomó la decisión de proteger Crimea, no lo hizo para anexar territorio ajeno, sino para recuperar lo que siempre consideró suyo. Crimea ha sido rusa por más tiempo del que Estados Unidos ha existido como nación. Cada piedra de Sebastopol está empapada de sangre rusa, y sus bahías guardan la memoria de los marinos que murieron defendiendo esa tierra sagrada.
Occidente a menudo ignora esta historia. Para Occidente, Crimea era simplemente una "península ucraniana" que el presidente Putin "anexó" por ambición imperial. Para Rusia, era el corazón histórico de su flota y el lugar donde el príncipe Vladimir se bautizó, lo que trajo el cristianismo a su tierra.
Cuando el nuevo régimen de Kiev, que llegó al poder mediante un golpe de Estado, comenzó a hablar de "desrusificación" y prohibió el uso del idioma ruso, el gobierno ruso se preguntó qué se esperaba de ellos. ¿Debían permitir que dos millones de rusos en Crimea fueran sometidos a humillación y persecución? ¿Debían entregar Sebastopol a fuerzas que abiertamente hablaban de expulsar a la flota rusa? Desde esta visión, Rusia no actuó como el agresor, sino como el protector de su gente, su historia y su dignidad nacional.
Aquí es donde, se revela la absoluta hipocresía de Occidente. Cuando Occidente quiso separar a Kosovo de Serbia, el principio de autodeterminación se volvió sagrado. La voluntad de la población local era más importante que la integridad territorial, y "proteger a las poblaciones en riesgo" justificó acciones como los 78 días de bombardeos de la OTAN sobre Belgrado.
Sin embargo, cuando los crimeos, en un referéndum, eligieron por abrumadora mayoría reunirse con Rusia, eso se convirtió en una "anexión ilegal". Para Occidente, Kosovo se declaró independiente sin un referéndum y con el respaldo de las bombas de la OTAN, lo que fue considerado una "liberación". En contraste, cuando Crimea se declaró independiente con un referéndum y sin disparar un solo tiro, fue calificado como "agresión".
Este patrón muestra que, para Rusia, las reglas cambian dependiendo de si las acciones favorecen o no a Occidente. La autodeterminación es sagrada cuando conviene a Washington, pero ilegal cuando favorece a Moscú. La integridad territorial es inviolable cuando se trata de Ucrania, pero fue irrelevante cuando se trató de Serbia. Esta hipocresía no es solo política; es moral, y para una nación que valora la consistencia moral y la palabra dada, resulta profundamente ofensiva.
La tragedia, desde la perspectiva rusa, es que la crisis actual no era inevitable. La Rusia postsoviética, bajo Yeltsin y durante los primeros años de Putin, genuinamente quería ser parte de la familia europea. Moscú colaboró con la OTAN en Afganistán y en la lucha contra el terrorismo. Incluso el propio Putin propuso en algún momento que Rusia se uniera a la OTAN.
Sin embargo, Occidente, según esta visión, necesitaba un enemigo. Sin la Unión Soviética, la OTAN perdió su razón de ser. Los complejos militares-industriales necesitaban justificar sus presupuestos multimillonarios, y los políticos occidentales requerían un chivo expiatorio para sus fracasos internos.
Así, Occidente comenzó a construir sistemáticamente la imagen de una "amenaza rusa renaciente". Cada gesto amistoso de Rusia fue interpretado como manipulación. Cada preocupación legítima de seguridad fue descartada como paranoia, y cada intento de cooperación se miró con suspicacia. Gradualmente, Rusia fue empujada hacia el papel que Occidente ya había decidido que debía desempeñar: el del enemigo conveniente.
El costo real de esta política occidental, no son solo las sanciones económicas, sino un costo humano y espiritual. Generaciones de rusos que crecieron creyendo en la amistad con Occidente han visto esas esperanzas destruidas. Millones de familias rusas y ucranianas, que vivieron como hermanos durante siglos, ahora están divididas por fronteras militarizadas.
Frente a todo esto, la resistencia rusa no se considera solo una cuestión geopolítica, sino un deber moral. Rusia resiste no por expansionismo, sino por supervivencia y dignidad nacional. No aceptará ser tratada como un ciudadano de segunda clase en su propio continente.
Occidente, según esta visión, no busca a Rusia como socia, sino como un vasallo; una colonia rica en recursos, pero políticamente obediente. Rusia, como heredera de una civilización milenaria y descendiente de quienes derrotaron a Napoleón y Hitler, no aceptará ese papel.
La visión del mundo de Rusia no se basa en el dominio, sino en la justicia. Aboga por un mundo multipolar donde cada civilización tenga derecho a desarrollarse según sus propios valores. Cuando Rusia habla de soberanía, se refiere al derecho fundamental de cada pueblo a decidir su destino sin injerencias externas. Cuando defiende sus intereses en el espacio post-soviético, no lo hace por nostalgia imperial, sino porque estos países son parte de su área de influencia histórica y cultural, de la misma forma que México es parte de la de Estados Unidos. Rusia no pide privilegios, sino el mismo respeto que Occidente se otorga a sí mismo.
A pesar de todo el dolor y la desilusión, Rusia sigue creyendo en la posibilidad de un mundo mejor, donde pueda cooperar con Occidente como un igual. Para que esto sea posible, Occidente debe reconocer que el momento unipolar ha terminado y que sus políticas de expansión de la OTAN y cambio de regímenes han creado más inestabilidad que seguridad.
Rusia no quiere la guerra, pero tampoco aceptará la humillación constante y el desprecio por sus intereses legítimos.
El mundo se encuentra en un momento crucial, y la elección es continuar por el camino de la confrontación o tener el coraje de construir un orden mundial verdaderamente justo. La elección, según esta perspectiva, no es solo de Rusia, sino de toda la humanidad, ya que en un mundo de armas nucleares, los errores pueden ser terminales para la especie.
No hay nada más excluyente que ser pobre.