Oda a la música como elixir ante el consenso pandémico

En medio de la desolación abierta por la pandemia y la gran reclusión (https://bit.ly/3l9rJfX), son pocas las luces que, visualizadas en el horizonte, pueden brindar esperanza y redimir la espiritualidad socavada ante el paso inclemente de la crisis epidemiológica global (http://bit.ly/36r1nkI). Una de esas luces es, sin duda, la música en su más amplia expresión. Sea la emanada de las élites ilustradas o de las propias entrañas del pueblo, la música se rige en un lenguaje capaz de condensar sensibilidades, racionalidades, historias y utopías que le otorgan sentido a la vida humana y a su devenir. De ahí que sea preciso reflexionar en torno a su relevancia social e histórica.

La música, llevada a su alta escala, trastoca las emociones y cultiva la sensibilidad; al tiempo que narra historias que reconstruyen el acontecer humano. Sin la música, la sociedad se adentraría en un abismo carente de nombre, sonido y alegría, y que secaría los oasis y los confines de su existencia. La música es el lenguaje de lo inefable. Es la voz del sentimiento y el elixir del dolor. Sin la música, el implacable silencio abre un desierto que merma y se apodera del espíritu, asfixia la esperanza y clausura toda posibilidad de sensibilidad y dicha.

La música toca los acordes de las emociones y exalta los sentimientos soterrados. Su lenguaje entrelaza al oído con el corazón, y eleva su sonido para inspirar sensibilidad, creatividad, alegría y, a su vez, construir muros ante la soledad. Sin música se pierde la majestuosidad y colorido del jilguero que surca los cielos mediterráneos iluminados de esperanza con su alegre canto. Más todavía, la música nos interna en un código de comunicación meramente emocional que expresa sentimientos, costumbres, tradiciones, cosmovisiones y formas de vida.

El armonioso estruendo de la música enaltece el oído y cimbra las emociones con su sonoridad. Sin sus sonidos cadentes y melodiosos, la naturaleza y la vida misma perderían sentido y la humanidad carecería de faro que ilumine su sinuoso sendero. La música es un lenguaje para el diálogo intercultural que recrea lo propio, lo diferente y lo distante. Además, reproduce, al margen de fundamentalismos, las identidades locales. Transporta diversas cosmovisiones en alas del sonido. Y nos acerca a lo desconocido.

La música es el lenguaje del alma y, a través de su abstracción, representa al mundo y sublima las emociones. Es también un mecanismo de integración y transformación social que cambia la vida de quienes la cultivan. Por ello, amerita elevarse a política de Estado y posicionar sus singularidades.

En momentos de incertidumbre, la música contribuye a tomar perspectiva y a cultivar la esperanza. Su sonido traslada la imaginación al mundo de lo posible y, también, de lo imposible. Sin sensibilidad lo humano pierde su carácter de humano y es vaciado de sustancia y contenido. Más aún, la solidaridad es el principio fundamental en momentos de crisis, incertidumbre y desazón. De cara a ello, la música es un instrumento armonioso que acerca a las sociedades en ese trance y que torna la angustia en esperanza que redime.

A su vez, el arte, y especialmente el estruendo de la música, son un hercúleo martillo para desestabilizar las estructuras del pensamiento hegemónico. Trascender las fronteras culturales mediante el lenguaje de la música es hacer del sonido una experiencia mágica que trastoca los sentidos y abre la mente a lo diferente y desconocido. Es romper los moldes de lo establecido y dialogar más allá de sectarismos y miedos. De ahí el sentido de la música como praxis política. Por ello, la música es un suspiro que ayuda al humano a apropiarse de su historia y de su territorio, hundiendo sus raíces al fondo del frondoso árbol de la vida.

Reconocido lo anterior, cabe postular que las posibilidades de cambio social atraviesan por el cultivo del arte, y el más supremo de ellos es la música que sublima los sentimientos. De las artes, quizás la música sea la más revolucionaria: sintetiza palabra, sonidos, cosmovisiones, sentimientos, utopías, sueños, y constelaciones de pensamientos mediados por las emociones. A contracorriente de un rescate de la música, este arte podría salvar a una sociedad contemporánea a la deriva y asediada por el naufragio gestado con el colapso civilizatorio.

Cual canto del antiguo zentzontle emplumado, la música vuela por el firmamento de la mente y crea un lenguaje armonioso que libera corazones. De ahí que en territorios subdesarrollados signados por la violencia, la noción de música para la paz apremia para regenerar el alicaído tejido social. A su vez, la música ilumina de colorido las tinieblas de la destrucción y el crimen que tiñen de resquemor y sangre el sinuoso camino del subdesarrollo. Más aún, ante la ansiedad y el vértigo que desatan las oleadas publicitarias, la obsolescencia tecnológica programada y demás flagelos sociales, solo la música puede mantenernos estoicos de cara a los avatares inciertos.

Ante la extendida violencia y las garras del subdesarrollo hundidas en distintos frentes, la música cultiva sensibilidad y trabajo colectivo. De ahí que como pájaros colgados del alambre, la música puede llevarse en alas del viento que ronda las calles de los barrios marginales y desamparados. Por ello, las artes, y en especial la música, son un mecanismo de inclusión social que armoniza a las comunidades y aleja las tentaciones criminales y destructivas.

El homo subdesarrollus –antes de ser asediado por la crueldad y la destrucción– necesita un baño eterno de esperanza con el agua de la música. La estela más letal del subdesarrollo es la violencia criminal y, ante ella, no resta más que anteponer lo inefable del arte y la música para la paz. Ante la guerra, el conflicto y la exclusión, la indefensa sociedad perpetuará el abismo de su subdesarrollo si no echa mano de la música y del arte en general.

En suma, la música es el cultivo de la imaginación, la disciplina ante la indómita violencia, y la riqueza del espíritu que libera de toda privación. Ante las miserias de la sociedad contemporánea y la indomable crisis de sentido, la música y su inefable lenguaje abre horizontes de cambio y creatividad.

La tragedia de una sociedad consiste en dilapidar a sus jóvenes generaciones tras entregarlas a las garras devoradoras de las armas, el avasallamiento y el crimen organizado; sin reparar, desde las políticas de Estado, en el arte, la música y en la regeneración del tejido social. Un niño sin música como praxis que despierte su sensibilidad e imaginación, es un niño atacado por las garras del buitre que sacia su deseo de sangre con la violencia y la autodestrucción.

Más aún, la música es un gran antídoto para combatir la inoculación de la violencia y para revertir, en paz, el virus de la desolación y la ansiedad. De ahí que cual quetzal milenario, la música alza su sonido y su vuelo para acariciar el alma y escalar la mente por senderos que desbordan lo material.

Cual torbellino incierto, el trabuco del miedo y la violencia no amaina su ímpetu sin diques como la música; de ahí el erigirlos con visión de Estado. Si el arte y la música salen a la calle y conquistan la atención y corazón de las mayorías, el firmamento sería poblado por la sensibilidad y la creatividad.

Algunos ejemplos respecto al potencial creador de la música serían los siguientes:

a) La excelsitud de la música de Johann Sebastian Bach es como un pájaro celestial que surca con sus alas el firmamento de las emociones hasta alcanzar la cima de la armonía.

b) La Sinfonía n.º 2, op. 52, "Lobgesang" (o "Canto de alabanza") escrita por Felix Mendelssohn es un grito de esperanza en medio de las tinieblas que asolan a una sociedad en orfandad y sitiada por la violencia. Esa sinfonía es la música elevada a utopía y a praxis transformadora de la realidad.

c) John Lennon (1940-1980) alcanzó, con su música y su palabra, los acordes más altos del firmamento de discursos que, a lo largo del siglo XX, pretendieron llegar a las entrañas de la condición humana y sus contradicciones. La paz fue uno de los grandes temas que preocupó a Lennon. Tanto en su música como en sus declaraciones, la paz significó para él una de las grandes necesidades humanas en medio de un tumultuoso siglo XX que no detuvo la confrontación y el acecho de "el otro".

d) En sus "Marchas de duelo y de ira", el compositor contemporáneo Arturo Márquez aviva y cultiva el recuerdo de la Masacre de Tlatelolco en aquel México de 1968. La música, con su estruendo en la memoria, evita el olvido y el Alzheimer que invade a una sociedad asediada por la indiferencia y el autoengaño.

e) Existen facetas que aprender de otras sociedades en lugar de incurrir en la ignorancia, la calumnia y la denostación. Sería ilustrativo conocer y aprender de el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, que les acerca a la música y no a las armas. Ello evidencia que en escenarios de exclusión y subdesarrollo, la música sublima el dolor y abre recovecos para transformar el mundo.

Así pues, el arte y la música, diseminadas por los vientos de la globalización, penetran fronteras y territorios desvanecidos ante su ritmo y colorido. A su vez, el único lenguaje universal, que es el de la música, ayuda a romper las barreras culturales más allá de etnocentrismos y al ritmo de las notas diversas y multidireccionales en lo que sería un masivo diálogo intercultural que a través del sonido armonioso nos posiciona abierta, creativa y subversivamente ante lo diferente, lo distante, lo desconocido y lo antagónico.

 



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Isaac Enríquez Pérez

Ph D. en Economía Internacional y Desarrollo. Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

 isaacep@comunidad.unam.mx      @isaacepunam

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