Así comienza la historia

Algo se ha rasgado en su alma; en su interior se ha abierto una hendidura, una hendidura estrecha y negra, y sus ojos están fijos para mirar, a través de esa rendija, el vacío, lo otro, lo frío, lo amorfo, lo intangible que se abre tras nuestra vida tibia y regada por nuestra sangre: la eterna Nada se extiende tras nuestro ser efímero.

Quien ha mirado una sola vez en ese abismo indescriptible, ése ya no puede apartar nunca la vista de él; ése siente cómo la obscuridad le inunda los sentidos y ése ve cómo se le borra todo el colorido y la luz de la vida. La risa se le hiela en los labios; lo que toca su mano parece helado por la Nada y ese frío le sube, desde los dedos, hasta el corazón. No puede mirar ya nada sin pensar inmediatamente en lo otro: en la Nadas. Todo va cayendo marchito y sin valor en su corazón, hasta entonces lleno de sentimiento; la gloria se convierte en un soplo de aire; la obra, en un juego de locos; el dinero, en sucia escoria, y el propio cuerpo, vibrante de vida y de salud, no es ya más que morada de gusanos; todo ha perdido el valor ante esos labios negros e invisibles que le han chupado toda la savia y todo dulzor. El mundo queda como helado para aquél a quien se ha abierto ese terrible abismo devorador y negro de la Nada, ese "Maeslstrom" de Edgar Allan Poe que todo lo arrastra hacia su vórtice, ese "gouffre", ese abismo de Pascal, cuya profundidad es mayor que la mayor profundidad del espíritu.

Inútil es, por tanto, el disimulo y el fingimiento. Inútil es que se dé el nombre de Dios a ese enorme vació. Inútil es tratar de cubrir ese agujero con las hojas del Evangelio; su oscuridad atraviesa todos los pergaminos y apaga las velas de la Iglesia; su frío no deja sentir el calor de las palabras. Inútil es querer cubrir ese silencio mortal a fuerza de gritos y predicaciones, del mismo modo que los niños tratan de cubrir su miedo, si marchan por la oscuridad, por medio del canto; la Nada negra cubre toda conciencia. Ya no hay voluntad ni sabiduría capaces de volver a iluminar el corazón sombrío del que ha atisbado la Nada.

A los cincuenta y siete años de su vida, los ojos del Comandante han visto por primera vez la gran Nada, destino de todo hombre. Y a partir de esa hora, hasta llegar a la de su muerte, su mirada queda fija y rígida pendiente siempre de ese negro abismo, de ese agujero insondable que está detrás de su ser. Pero la mirada del Comandante, aun dirigida a ese pavoroso abismo, permanece aguda y clara, pues es la vista más llena de sabiduría y más espiritual que ha existido en nuestros tiempos. Nunca, ningún hombre ha emprendido con más fuerza que él la gigantesca lucha contra lo Ignoto, contra la tragedia de la Fatalidad. Nunca, ningún hombre ha sabido oponer contra tanta decisión la pregunta misteriosa que el destino hace a los hombres, a la pregunta, a la interrogante, que el pueblo hace a su destino. Ningún hombre ha experimentado más fecundamente esa mirada aterradora del más allá, esa mirada que deja vacía el alma; ningún hombre ha soportado esa visión más magníficamente, pues, en su caso, hay una conciencia viril frente a la visión de su negra pupila y hay la mirada clara, osada, enérgica de un luchador. Nunca, ni por un solo segundo, el Comandante ha cerrado cobardemente sus ojos ante la tragedia del destino; nunca ha apartado, ni por un momento, su mirada, esa mirada despierta, verdadera e incorruptible de nuestro nuevo socialismo; nada hay más grandioso que esa tentativa heroica de hallar el sentido de lo incompresible y la verdad de lo inevitable.

¡Fidel Vive, hasta la Victoria siempre!



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Manuel Taibo


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