La tapadera de "La Guerra contra el terror"

Durante un tiempo la siguiente dosis la aportaron otros países del Cono Sur a los que la contrarrevolución de la Escuela de Chicago se extendió rápidamente. Brasil estaba ya bajo el control de una junta apoyada por Estados Unidos y muchos de los estudiantes brasileños de Friedman ocupaban puestos claves en el gobierno. Friedman viajó a Brasil en 1973, en la época de mayor brutalidad del régimen, y declaró que el experimento económico era "un milagro". En Uruguay los militares dieron un golpe de Estado en 1973 y al año siguiente decidieron seguir el rumbo trazado por Chicago. Ante la falta de uruguayos licenciados en la Universidad de Chicago, los generales invitaron a "Arnold Harberger y a [el profesor de economía] Larry Sjaastad de la Universidad de Chicago y su equipo, que incluía exalumnos de Chicago argentinos, chilenos y brasileños, para que reformaran el sistema impositivo y la política comercial de Uruguay". Los efectos sobre el pueblo anteriormente igualitario de Uruguay fueron inmediatos: los salarios reales descendieron un 28% y hordas de mendigos aparecieron por primera vez en las calles de Montevideo.

El siguiente país en unirse al experimento fue Argentina en 1976, cuando una junta arrebató el poder a Isabel Perón. Con ello Argentina, Chile, Uruguay y Brasil —los países que habían sido los abanderados del desarrollismo— estaban ahora todos dirigidos por gobiernos militares apoyados por Estados Unidos y se habían convertido en laboratorios vivos de la Escuela de economía de Chicago.

Según documentos brasileños desclasificados en marzo de 2007, semanas antes de que los generales argentinos tomaron el poder contactaron con Pinochet y con la Junta brasileña y "esbozaron los principales pasos que debería tomar el futuro régimen".

A pesar de esta estrecha colaboración, el gobierno militar argentino no fue tan lejos en su experimento neoliberal como Pinochet; no privatizó las reservas de petróleo del país ni la seguridad social, por ejemplo (eso vendría después). Sin embargo, en lo que se refiere a atacar las políticas e instituciones que habían conseguido elevar a los pobres argentinos a la clase media, la Junta siguió fielmente el ejemplo de Pinochet, gracias en parte a la abundancia de economistas argentinos que habían asistido a los cursos de Chicago.

Los argentinos recién salidos de Chicago se hicieron con puestos clave en el gobierno: secretario de Finanzas, presidente del banco central y director de investigaciones del Departamento del Tesoro del Ministerio de Finanzas, además de otros puestos económicos de menor nivel. Pero mientras los de Chicago de la rama argentina fueron partícipes entusiastas del gobierno militar, el principal puesto económico no fue para ninguno de ellos, sino para José Alfredo Martínez de Hoz. Martínez de Hoz pertenecía a la alta burguesía rural que formaba parte de la Sociedad Rural, la asociación de rancheros que desde hacía tiempo contralaba las exportaciones del país. A estas familias, lo más cercano a una aristocracia que tenía Argentina, el orden económico feudal les parecías perfecto: no tenían que preocuparse de que sus tierras se redistribuyeran entre los campesinos ni de que el precio de la carne se redujera para que todo el pueblo pudiera comer.

Martínez de Hoz había presidido la Sociedad Rural, igual que su padre y su abuelo antes que él; también formaba parte de los consejos de administración de varias multinacionales, entre ellas Pan American Airways e ITT. Cuando tomó el cargo en el gobierno de la Junta quedó claro que el golpe representaba una revuelta de las élites, una contrarrevolución contra cuarenta años de avances de los trabajadores argentinos.

La primera decisión como ministro de Martínez de Hoz fue prohibir las huelgas e instaurar el despido libre. Abolió los controles de precios, disparando el precio de la comida. También estaba decidido a hacer que Argentina volviera a ser un lugar hospitalario para las multinacionales extranjeras. Derogó las restricciones a las propiedades que los extranjeros podían tener en el país y en pocos años vendió cientos de empresas estatales. Estas medidas le granjearon poderosos aliados en Washington. Documentos desclasificados muestran que Willian Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, le dijo a su jefe, Henry Kissinger, poco después del golpe: "Martínez de Hoz es un buen hombre. Hemos mantenido consultas con él constantemente". Kissinger quedó tan impresionado que, "como gesto simbólico", organizó un encuentro de alto nivel con Martínez de Hoz cuando éste visitó Washington. También se ofreció a hacer un par de llamadas para ayudar a Argentina en sus esfuerzos económicos: "Llamaré a David Rockefeller", le dijo Kissinger al ministro de Exteriores de la junta, refiriéndose al presidente del Chase Manhattan Bank. "Y llamaré a su hermano, el vicepresidente [de Estados Unidos, Nelson Rockefeller]."

Para atraer inversores extranjeros, Argentina publicó un folleto de treinta y una páginas en Business Week, producido por Burson-Marsteller, un gigante de las relaciones públicas, en el que se declaraba que "pocos gobiernos en la historia han animado más a la inversión privada. […] Estamos realizando una auténtica revolución social y buscamos socios. Nos estamos desembarazando del estatalismo y creemos firmemente en la importancia fundamental del sector privado".

También en esta ocasión del impacto humano fue inconfundible: en un año los salarios perdieron el 40% de su valor, cerraron fábricas y la pobreza se generalizó. Antes de que la Junta tomará el poder, Argentina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos —sólo un 9% de la población— y una tasa de desempleo de sólo el 4,2%. Ahora el país empezaba a dar muestras de un subdesarrollo que creía haber dejado atrás. Los barrios pobres carecían de agua corriente y enfermedades que podían prevenirse se convertían en epidemias.

En Chile, Pinochet tuvo las manos libres para destripar a la clase media gracias a la forma devastadora y aterradora en que se hizo con el poder. Aunque sus cazas y sus pelotones de fusilamiento habían sido muy efectivos para extender el terror habían acabado por convertirse en un desastre de relaciones públicas. Las noticias sobre las masacre de Pinochet provocaron la indignación del mundo y activistas en Europa y América del Norte presionaron agresivamente a sus gobiernos para que no comerciaran con Chile. Era un resultado claramente desfavorable para un régimen cuya razón de ser era mantener el país abierto a los negocios.

Los documentos recientemente desclasificados en Brasil demuestran que cuando los generales argentinos estaban preparando sui golpe de 1976 se propusieron "evitar sufrir una campañas internacional como la que se ha desatado contra Chile". Para conseguir ese objetivo eran necesarias tácticas de represión menos espectaculares, tácticas de perfil bajo que pudieran extender el terror pero que no resultaran tan obvias para los fisgones de la prensa internacional. En Chile, Pinochet pronto optó por las desapariciones. En lugar de matar abiertamente o incluso de arrestar a su presa, los soldados secuestraban a las víctimas, la llevaban a campos clandestinos, la torturaban, muchas veces la mataban y luego negaban saber nada del asunto. Los cuerpos se enterraban en fosas comunes. Según la Comisión de la Verdad de Chile, creada en mayo de 1990, la policía secreta se deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano desde helicópteros, "después de abrirles el estómago con un cuchillo para que los cuerpos no flotarán". Además de tener un perfil bajo, las desapareciones se demostraron un medio todavía más efectivo para aterrorizar al pueblo que las masacres descaradas, pues la idea de que el aparato del Estado pudiera utilizarse para hacer que el pueblo se desvaneciera en la nada era mucho más inquietante.

A mediados de la década de 1970 las desapareciones se habían convertido en el instrumento de coerción de las juntas de la Escuela de Chicago en todo el Cono Sur y nadie las utilizó con más entusiasmo que los generales que ocupaban el palacio presidencial argentino. Durante su reinado se estima que desaparecieron treinta mil personas. Muchas de ellas, como sus equivalentes chilenas, fueron lanzadas desde aviones en las turbias aguas del Río de la Plata.

La Junta argentina se destacó por saber mantener el equilibrio justo entre el horror público y el privado, llevando a cabo las suficientes operaciones públicas y el privado, llevando a cabo las suficientes operaciones públicas para que todo el mundo supiera lo que estaba pasando pero simultáneamente manteniendo sus actos lo bastante en secreto como para poder negarlo todo. En sus primeros días en el poder, la Junta hizo una única y dramática demostración de su disposición a usar la fuerza de modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford Falcon (el vehículo habitual de la policía secreta), atado al monumento más famoso de Buenos Aires, el Obelisco blanco de 67,5 metros, y ametrallado a la vista de todos los transeúntes.

Después de eso, los asesinatos de la Junta pasaron a ser encubiertos, pero estaban siempre presentes. Las desapariciones, oficialmente inexistentes, eran espectáculos muy públicos que contaban con la complicidad silenciosa de barrios enteros. Cuando se decidía eliminar a alguien, una flota de vehículos militares aparecía frente al hogar o lugar de trabajo de esa persona y acordonaba toda la manzana, muchas veces mientras un helicóptero sobrevolaba la zona. A plena luz del día y a la vista del pueblo, la policía o los soldados echaban la puerta abajo y se llevaban a la víctima, que a menudo gritaba su nombre antes de que se la llevaran en el Ford Falcon que aguardaban con la esperanza de que la noticia de lo sucedido llegase a su familia. Algunas operaciones "encubiertas" eran mucho más descaradas: la policía subía a un autobús abarrotado y se llevaba a pasajeros arrastrándolos por pelo; en la ciudad de Santa Fe, una pareja fue secuestrada en el altar durante su boda, en una iglesia repleta de pueblo.

El carácter público del terror no cesaba con la captura inicial. Una vez bajo custodia, en Argentina los prisioneros eran conducidos a uno de los más de trescientos campos de tortura que había en el país. Muchos de ellos estaban situados en zonas residenciales densamente pobladas: uno de los más conocidos ocupaba el local de un antiguo club atlético en una concurrida calle de Buenos Aires, otro estaba en una escuela en el centro de Bahía Blanca y aún otro en un ala de un hospital que seguía funcionando como centro sanitario. En estos centros de tortura se veían entrar y salir a toda velocidad vehículos militares a horas extrañas, se podían oír gritos a través de las mal insonorizadas paredes y se veía entrar y salir extraños paquetes con forma de personas. El pueblo era conscientes de todo ello y guardaban silencio.

El régimen uruguayo era igual de descarado: uno de sus principales centros de tortura estaba en unos barracones de la Marina que daban al pasero marítimo de Montevideo, una zona junto al océano por la que antes solían pasear e ir de picnic las familias. Durante la dictadura, aquel bello lugar estaba vacío y el pueblo evitaba cuidadosamente oír los gritos.

La Junta argentina era particularmente chapucera al deshacerse de sus víctimas. Un paseo por el campo podía acabar siendo una pesadilla porque las fosas comunes apenas estaban escondidas. Aparecían cuerpos en cubos de basura, sin dedos ni dientes (igual que sucedía en Irak o Libia) o, después de uno de los "vuelos de la muerte" de la Junta, aparecían cadáveres flotando en la orilla del Río de la Plata, a veces hasta una docena a la vez. En algunos casos hasta llovían desde helicópteros y caían en el campo de un granjero.

Todos los argentinos fueron de alguna forma reclutados como testigos de la erradicación de sus conciudadanos, y aun así la mayoría afirmaba no saber qué sucedía. Hay una frase que los argentinos utilizaban para explicar la paradoja del haber visto cosas pero cerrar los ojos ante el terror, que era el estado mental predominante en aquellos años: "No sabíamos lo que nadie podía negar".

Puesto que muchos de los perseguidos por las distintas juntas a menudo se refugiaban en uno de los países vecinos, los gobiernos de la región colaboraron entre ellos en la conocida Operación Cóndor. Con Cóndor, las agencias de inteligencias del Cono Sur compartieron información sobre "subversivos" —ayudadas por un sistema informático de tecnología punta suministrado por Washington— y dieron mutuamente a sus respectivos agentes salvo conducto para llevar a cabo secuestros y torturas cruzando la frontera, un sistema inquietantemente parecido a la actual red de "extradiciones" de la CIA.

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Manuel Taibo


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