Lo que no aprendió el Socialismo Burocrático de Rosa Luxemburgo

“La libertad que se concede únicamente a los partidarios del gobierno y a los miembros del partido, por numerosos que sean éstos, no es libertad.  La libertad es solamente libertad para los que piensan de otro modo. Y no precisamente a causa del fanatismo de la "justicia", sino debido a que todo lo que hay de enriquecedor, de saludable y de purificador en la libertad política, depende de" ello y su eficacia desaparece cuando la "libertad" se convierte en un privilegio.”(Rosa Luxemburgo) 

Sin democracia socialismo, no podrá edificarse una transición al socialismo que no recaiga en los errores del  socialismo burocrático. La revolución bolivariana, desde que comenzó a hablarse de socialismo del siglo XXI en el año 2004 hasta el intenso proceso de definiciones del año 2007, parece estar atrapada en dos campos minados, que le impiden repensar las relaciones entre el proceso popular constituyente y la construcción de nuevos referentes socialistas de contenido radicalmente democrático, libertario, participativo, descolonizador, ecológico y pluralista:

a) el campo minado del Capitalismo de Estado, por una parte, que apoya una matriz desarrollista-patrimonialista-populista-clientelar, con fuertes inercias de la subcultura de la “Adequidad”, que aún plantea la búsqueda de prebendas materiales,

b) el campo minado del Socialismo Burocrático, con una matriz que asume una mezcolanza, entre el estalinismo más ramplón y el seguidismo ideológico-político de aspectos de la Revolución Cubana, que aún plantea la búsqueda de privilegios políticos.  

Desde nuestro punto de vista, para salir de este doble campo minado, hay que romper con la actitud del “calco y copia”, para pasar a debatir tanto las raíces originales y específicas de la revolución bolivariana como su proyección como utopía nacional-popular. Se trata de plantear su “diferencia específica” con otras experiencias de construcción del socialismo, reconociendo obviamente sus luchas comunes contra el imperio, el colonialismo y el capitalismo histórico. Pero además se trata de una renovación radical del ideario socialista, de un aprendizaje creativo y crítico de las experiencias del socialismo real, para no repetir sus errores, para complementar la política cada vez más necesaria de revisión, rectificación y reimpulso revolucionario.  

Por otra parte, no se puede desconocer el momento embrionario de construcción de la transición socialista. Se trata no del momento del alumbramiento socialista definitivo, sino de retomar la senda perdida, el hilo conductor del movimiento de emancipación política y social de la mayoría, de la multitud, del pueblo. Más aún, cuando el proceso de transición nace de circunstancias específicas, de un proceso bolivariano comprendido como revolución pacífica, democrática, electoral, y que pretende mantener la coherencia doctrinaria con los postulados fundamentales de la Constitución de 1999, hecho que la coloca como una revolución sui generis, para el abordaje de la relación entre democracia constitucional y modelo socialista.  

El embrionario proceso de construcción socialista en Venezuela  no puede recaer en el proceso de encuadramiento y burocratización política por la conversión del partido revolucionario en partido-aparato de Estado, en nombre de la edificación socialista como “calco y copia”.  

Rosa Luxemburgo tuvo la lucidez de plantear es sus escritos: “Problemas de Organización de la Socialdemocracia Rusa” y “La Revolución Rusa”, una crítica sin ambigüedades a la reactivación del imaginario jacobino-blanquista en el seno de la socialdemocracia revolucionaria rusa. Sus enseñanzas deber ser analizadas a la luz de la crítica socialista del imaginario jacobino-blanquista de la revolución, y de todas aquellas corrientes que cultivan una predisposición por la “pureza revolucionaria”; por tanto, por el sectarismo y el despotismo. 

Por ejemplo, Marx desconfiaba de quienes proclamaban una revolución de minorías audaces y conscientes, de quienes propagaban propagan una revolución “desde arriba”, y con un carácter “vanguardista” y menos “personalista”; de quienes no colocaban el acento en una revolución de multitudes populares, de las clases trabajadoras, dirigida desde abajo, desde órganos democráticos de dirección política revolucionaria. Obviamente existe dirección revolucionaria, liderazgo y organización, pero de carácter colectivo y democrático.  

Rosa Luxemburgo, en su texto: “Problemas organizativos de la socialdemocracia rusa” que apareció simultáneamente en Neue Zeit y en Iskra en 1904, elabora una respuesta al ¿Qué hacer? y a “Un paso adelante, dos pasos atrás”, ambos de Lenin. Para Luxemburgo, era claro que la prefiguración del nuevo Estado de transición hacia el Socialismo, se realizaba desde la conformación del propio partido revolucionario. Si el partido nacía con un carácter ultra-centralista o despótico, esto sellaría la construcción del Estado de transición. Esto fue lo que ocurrió en la URSS, una organización partidaria con un carácter ultra-centralista, generó condiciones necesarias y facilitadoras de un liderazgo despótico. Dice Luxemburgo: 

“El libro (…) escrito por el camarada Lenin, uno de los dirigentes y luchadores más notables de "Iskra" en su campaña preparatoria del congreso ruso es la exposición más sistemática de la tendencia ultra-centralista en el partido ruso. La concepción que se manifiesta en esta obra del modo más penetrante y exhaustivo es la de un centralismo sin contemplaciones.  Su principio vital es, por un lado, poner claramente de manifiesto la separación entre los destacamentos organizados de revolucionarios decididos y activos y el medio que los rodea, desorganizado pero activo revolucionariamente; por otro lado, la disciplina férrea y la injerencia directa, decisiva y determinante de las autoridades centrales en todas las manifestaciones de las organizaciones locales del partido.”  

Para Lenin, es el comité central del Partido el que resulta ser el núcleo realmente activo, el espacio donde se diseñan efectivamente las decisiones del partido, mientras que las demás instancias de la organización, se limitan a ser instrumentos de ejecución de sus decisiones. Para Lenin, se trataba idealmente de la unión entre el centralismo de la organización y el movimiento socialdemócrata de masas, de allí la fórmula de “centralismo democrático”, una suerte de dogma organizativo de la ortodoxia soviética, que fluctuó entre el “centralismo conspirativo” leninista y el “centralismo burocrático” estalinista. Frente a esta posición, Luxemburgo planteó:  

“La socialdemocracia origina una forma de organización completamente distinta a la de los movimientos socialistas anteriores, por ejemplo, los de carácter jacobino-blanquista”.  

Mientras Lenin sostiene que el revolucionario socialdemócrata no es otra cosa que un "jacobino inseparablemente unido a la organización del proletariado con conciencia de clase", Luxemburgo cuestiona esta concepción partidaria de la “conjura de una minoría”. Esto implica “una valoración distinta de los conceptos de organización, un contenido completamente nuevo para el concepto del centralismo y una concepción también novedosa de la relación mutua entre la organización y la lucha.  

Luxemburgo parte de la  diferencia específica entre Marx-Engels y el método jacobino-blanquista de organización. El blanquismo no precisaba de ninguna organización de masas populares para llevar a cabo la “conjura de una minoría”, y la táctica y las tareas inmediatas de la actividad se podían determinar con todo detalle de antemano, fijándolas y prescribiéndolas con arreglo a un plan determinado. Por esta razón los miembros activos de la organización solían transformarse en órganos ejecutivos puros de una voluntad ajena a su campo de actividad y determinada previamente, es decir, en instrumentos de ejecución del comité central.   

Esto producía a su vez la segunda característica del “centralismo conspirativo”: la supeditación ciega y absoluta de los órganos inferiores del partido a las autoridades centrales y la ampliación de las atribuciones decisorias de éstas, hasta alcanzar la periferia más extrema de la organización del partido. Luxemburgo habla de “centralismo conspirativo” para caracterizar el leninismo organizativo, no de “centralismo burocrático”, pues lo sustantivo era el carácter ultra-centralista del espacio donde se diseñaban las decisiones, no el tamaño del aparato, su pesadez, inercia, o complejidad organizativa. 

Para Luxemburgo, el centralismo socialdemócrata que ella justificaba a diferencia del “centralismo conspirativo”, no se puede basar en la obediencia ciega o en la supeditación mecánica de los miembros más combativos del partido a un poder central.  Tampoco puede levantarse un muro de separación entre el núcleo de proletarios conscientes, ya organizados en cuadros fijos del partido, y el medio circundante, la base de masas, afectada por la lucha de clases y que se encuentra en proceso de ilustración respecto a sus intereses de clase.  

Por tanto, el “centralismo socialdemócrata” no puede ser otra cosa que “la concentración impetuosa de la voluntad de la vanguardia consciente y militante de la clase obrera frente a sus grupos e individuos aislados”; es decir, el "auto-centralismo" del sector dirigente del proletariado, el dominio de la mayoría dentro de su propia organización de partido.  

Luxemburgo enfatiza el “dominio de la mayoría” dentro de la propia organización del partido, esto significa: “órganos democráticos de la dirección revolucionaria”, y por tanto, “democracia interna”. De allí la critica al ultra-centralismo de Lenin: 

“Conceder a la dirección del partido ese poder absoluto de carácter negativo que Lenin propone, implica elevar a una potencia peligrosísima el carácter conservador que tiene esencialmente toda dirección.  Si es todo el partido, o aún mejor, todo el movimiento el que determina la táctica socialdemócrata, en lugar de un comité central, cada organización del partido precisará el margen de maniobra que le permita la utilización completa de todos los medios para la intensificación de la lucha, así como la extensión de la iniciativa revolucionaria que cada situación ofrece. El ultra-centralismo que propugna Lenin, sin embargo, no nos parece impregnado en su esencia por un espíritu positivo creador, sino por un espíritu de vigilante.  Su razonamiento se orienta, fundamentalmente, a conseguir el control de la actividad del partido y no a su enriquecimiento; a su restricción y no a su ampliación, en perjuicio y no en beneficio del movimiento”. 

Y es a partir de este espíritu de vigilante central (una suerte de panoptismo político, siguiendo a Foucault), no de las cualidades que promueve Luxemburgo de espíritu creador, crítico, fecundación del debate, ampliación de su influencia social en la opinión pública, de enriquecimiento del movimiento de masas, que Lenin justifica la tutela de un “comité central omnisciente y omnipresente”.  

La crítica de Luxemburgo reside en la crítica de una modalidad de combinación entre ultra-centralismo y el decisionismo político encarnado en un pequeño grupo de decisión: “el mismo subjetivismo que ya ha jugado con frecuencia alguna mala pasada a la idea socialista en Rusia”. Dice Luxemburgo:  

“El Yo destruido y despedazado por el absolutismo ruso toma su revancha en su mundo revolucionario imaginario, instalándose en el trono y declarándose omnipotente, como un comité de conspiradores y en nombre de una "voluntad popular" inexistente”. 

Justamente allí  reside el imaginario jacobino-blanquista, En vez de masas populares organizadas y conscientes, de la multitud popular, de la puesta en acto de la democracia ilimitada, se proyecta en el plano de la fantasía un “mundo revolucionario imaginario”, un desdoblamiento que es a la vez disociación de la experiencia de un movimiento de masas real, movimiento que depende de correlaciones de fuerzas, de flujos y reflujos, con planos de consistencia material determinables. Así mismo, para Rosa:  

“(…) aparece en el cuadro un hijo aún más legítimo del proceso histórico, esto es, el movimiento obrero ruso, cuya hermosa tarea será la de crear una voluntad popular real por primera vez en la historia rusa.  El "Yo" del revolucionario ruso aprovecha para dar un viraje rápido y declararse de nuevo dirigente todopoderoso de la historia, esta vez bajo la forma de la majestad suprema de un comité central del movimiento obrero socialdemócrata.  Este acróbata audaz olvida que el único sujeto al que corresponde esta función dirigente es el Yo-masa de la clase obrera, empeñada por todas partes en cometer errores y en aprender por sí misma la dialéctica de la historia.” 

El Comité central, el secretario general o presidente del partido se declaran dirigentes todopoderosos de la historia, una suerte de semblante de la majestad suprema del absolutismo que se pretendía derrocar. La sombra de la monarquía absolutista se interiorizaba como sombra de poder, como contra-identificación por parte de la “majestad del comité central”.  

En vez de la vieja corte absolutista, se enarbola una nueva corte de revolucionarios profesionales, que no logran realizar una ruptura paradigmática con el imaginario del opresor. No es casual, entonces, que Luxemburgo hable del carácter conservador de toda dirección política, pues teme perder el control de los acontecimientos,  al pretender fundir la voluntad de saber con la voluntad de orden. Se trata de ordenar y controlar desde arriba los acontecimientos revolucionarios, en vez de abrir las compuertas a las dinámicas instituyentes. 

Se trata de aspectos no solo de orden político, sino también de orden epistemológico que el leninismo no logró desmantelar de raíz, pues presupone la fusión de la “vanguardia intelectual” con la “vanguardia política” (la herencia de Kaustky en el leninismo), hecho que justifica un posición autoritaria en el terreno del saber y el conocimiento, fundando el  monopolio de la decisión en la garantía dialéctica de un saber basado en la subjetividad ultra-centralista.  

El “acróbata audaz” reaparece en su dimensión estrictamente epistemológica y no solo política, como “monopolio de la verdad”. La centralización de la autoridad epistémica es correlativa a la centralización  de la autoridad política, fundamento del imaginario jacobino-blanquista. De allí que sea posible comprender el desplazamiento de la autoridad desde la mayoría del partido a la mayoría del buro político, y de esta a la mayoría del comité central, hasta llegar a una mayoría imaginaría, encarnada en el caso del estalinismo, en la fantasía del líder de poseer el “saber absoluto” sobre la “voluntad popular”.  

Esta cadena de sustituciones desde la fuerza motriz a la minoría dirigente se explica por la aversión que el imaginario jacobino-blanquista tiene por las instituciones democráticas y por la presencia de voces múltiples, con acuerdos y desacuerdos circunstanciales. De allí la crítica de Luxemburgo:  

“(…) el medicamento que han encontrado Lenin y Trotski, esto es, la supresión de la democracia, es aún peor que el mal que pretenden curar, puesto que en realidad, sepulta el manantial vivo que permite corregir todas las insuficiencias natas de las instituciones sociales, es decir, la vida política activa, libre y enérgica de las masas populares más amplias”. 

Rosa Luxemburgo plantea su diferencia explícitamente frente a Lenin y a Trotsky: 

“(…) digámoslo claramente: desde el punto de vista de la historia, los errores cometidos por un movimiento obrero verdaderamente revolucionario son infinitamente más fructíferos y valiosos que la infalibilidad  del mejor "comité central". 

No hay ni comité  central infalible, ni mucho menos, Líder infalible y supremo. Se trata de repensar la dictadura del proletariado como dictadura de clase, no como dictadura de camarillas o personalista: 

“Una vez conquistado el poder, el proletariado (...) debe -y a eso está obligado- aplicar medidas socialistas inmediatas del modo más enérgico, inflexible y sin contemplaciones, es  decir, tiene que ejercer la dictadura, pero la dictadura de la clase y no la de un partido o una camarilla; dictadura de la clase que supone la publicidad más extensa, la participación más activa y sin trabas de las masas populares, la democracia ilimitada.” 

Y esta participación más activa, esta publicidad más extensa, esta supresión de trabas de las masas populares, contrasta con la dictadura de un partido, una camarilla o una persona, como en el caso del estalinismo. Una democracia ilimitada de masas populares se enfrenta al imaginario jacobino-blanquista de la dictadura revolucionaria de la minoría consciente. Dice Luxemburgo en su crítica a Lenin y a Trotsky:  

“Sin sufragio universal, libertad ilimitada de prensa y de reunión y sin contraste libre de opiniones, se extingue la vida de toda institución pública, se convierte en una vida aparente, en la que la burocracia queda como único elemento activo. Al ir entumeciéndose la vida pública, todo lo dirigen y gobiernan unas docenas de jefes del partido, dotados de una energía inagotable y un idealismo sin límites; la dirección entre ellos, en realidad, corresponde a una docena de inteligencias superiores; de vez en cuando se convoca a una asamblea a una minoría selecta de los trabajadores, para que aplauda los discursos de los dirigentes, apruebe por unanimidad las resoluciones presentadas. En definitiva, una camarilla, una dictadura, ciertamente, pero no la del proletariado, sino una dictadura de un puñado de políticos, o sea, una dictadura en el sentido burgués, en el sentido del jacobinismo (recuérdese la prolongación de los plazos entre los congresos de los soviets, de tres a seis meses).” 

Una dictadura de un “puñado de políticos”, dictadura en sentido burgués, plantea Luxemburgo. Los jacobinos podrán ser revolucionarios, pero lo son de una revolución burguesa. La alternativa es otra. Más exactamente:  

“Una vez en el poder, la tarea histórica del proletariado es sustituir a la democracia burguesa por la democracia socialista, y no abolir toda clase de democracia. La democracia socialista, sin embargo, no se puede dejar para la tierra prometida, cuando se dé la economía socialista, como un regalo de Reyes para el pueblo obediente que, entre tanto, ha sostenido fielmente al puñado de dictadores socialistas.” 

Frente a la dictadura de minorías (“revolucionarias” o no), frente a la forma de gobierno y paradigma político de las democracias restringidas, del elitismo en política, de la dominación espiritual de las clases dominantes, Luxemburgo plantea:  

“Pero esta dictadura (del proletariado) tiene que ser la obra de una clase y no la de una pequeña minoría dirigente, en nombre de una clase; esto es, tiene que ir resultando paso a paso de la participación activa de las masas, asimilar su influencia inmediata, someterse al control de toda opinión pública, surgir de la educación política creciente de las masas populares.” 

Más allá del reconocimiento a los logros del Bolchevismo en múltiples aspectos económico-sociales de la Revolución rusa, Luxemburgo logra articular una crítica abierta al ultra-centralismo y al jacobinismo, elementos que inhiben la construcción de una democracia socialista.  

Luxemburgo cuestiona la “democracia dirigida” desde arriba, la concepción de que una minoría revolucionaria podría conquistar el poder político y mantenerlo en sus manos, y que esto es la conquista de la dominación por el proletariado. El rechazo a la doctrina de la “minoría revolucionaria”, se hace pues conduce a un poder aparente, a victorias aparentes y con ello a graves derrotas.  Pues el imaginario jacobino-blanquista, a pesar de sus defensores,  es parte de la vida espiritual burguesa que ha empapado el conjunto de la sociedad, que ha creado una organización y una disciplina espirituales que, a través de miles de canales, penetraron en las masas y las dominaron. Que se resume en: Pocos arriba, mandando; muchas abajo, gentes obedeciendo. No hay revolución socialista en el plano de las conquistas económico-sociales sin democracia socialista en el terreno político. Para Luxemburgo: la revolución solamente puede venir de las masas, y solamente por las masas es llevada a cabo:   

“La práctica del socialismo exige una transformación espiritual completa de las masas, degradadas por siglos de dominación burguesa de clase.  Instintos sociales en lugar de instintos egoístas, iniciativa de las masas en lugar de la desidia; el idealismo, que hace superar todos los sufrimientos, etc..  (...) La única posibilidad de un renacimiento reside en la escuela de la propia vida pública, en la democracia más amplia y más ilimitada, en la opinión pública. Lo único que hace el terror es desmoralizar.” 

Finalmente, el uso de medios represivos, coactivos o del terror es signo de la debilidad y no de la fortaleza. Es signo de ausencia de democracia socialista. Esta fue la lección que el socialismo burocrático no aprendió, que el socialismo no es el terror sino la democracia ilimitada. Como para seguir aprendiendo…



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Javier Biardeau R.

Articulista de opinión. Sociología Política. Planificación del Desarrollo. Estudios Latinoamericanos. Desde la izquierda en favor del Poder constituyente y del Pensamiento Crítico

 jbiardeau@gmail.com      @jbiardeau

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