Entre consenso y disenso. Democracia y ciencias sociales

El martes pasado celebramos en Venezuela el día de la sociología y la antropología, dos de las ramas fundamentales de la ciencia social. Queremos mostrar la relevancia que para nosotros tienen estas ciencias de cara a uno de los temas de nuestro tiempo, el de la democracia, que no la reducimos a la dimensión del poder político sino que la comprendemos como eticidad, como valores que queremos que configuren nuestro ser social y personal, valores y actitudes centrados en torno al más profundo respeto a la diversidad humana, al pluralismo existente entre nosotros, pluralismo y diversidad que no se agotan en la tolerancia, en el mero soportar al otro, que es lo que significa este término en su origen latino. No. El pluralismo y la diversidad democráticos ambicionan al reconocimiento del otro. Por supuesto, no del otro que quiere suprimirnos, y hasta aniquilarnos. Pues también la democracia en tanto que eticidad surge de la necesidad de la paz. Ya que somos inevitablemente diversos tenemos dos caminos, o tratar de eliminar al diferente o procurar construir un hogar compartido para una cohabitación que aspire a la convivencia. El primer camino es el conflicto, la guerra. El segundo la paz. Queremos, entonces, aproximarnos a uno de los tantos aspectos en que las ciencias de la sociedad y de la cultura aportan a la construcción de una eticidad democrática. Lo haremos siguiendo a dos estudiosos muy relevantes de nuestro presente, Jürgen Habermas y Chantal Mouffe.

A juicio de Habermas, el propio desarrollo histórico y epistemológico de las ciencias sociales revela un tipo de racionalidad comunicativa. Una racionalidad no reducida a lo estratégico e instrumental, sino dirigida al entendimiento del otro y de uno mismo. En estas disciplinas, el rechazo temprano del reduccionismo positivista llevó a una progresiva legitimación de la postura hermenéutica. Por ejemplo, el antropólogo estudia al otro que tiene otra lengua, otras creencias, otros valores, otras formas de proceder ante las exigencias de la vida humana, y tal estudio sólo puede ejercerse por medio de la interpretación y comprensión de esa otredad, de sus lenguajes con sus significados. La actitud comprensiva de la ciencia social con relación a su «objeto» de estudio, que es el otro y nosotros mismos, supone en primera instancia una racionalidad comunicativa en busca del entendimiento, en busca de la comprensión del otro. Así, se puede decir que, en principio, la ciencia social interroga a su objeto (sujeto humano) sin ningún otro interés que el cognoscitivo, el entenderlo y comprenderlo en su actuar. Habermas acuña el concepto de una acción racional comunicativa que se orienta al fin del entendimiento. Como dijimos, no se trata de una actitud instrumental ni tampoco de una supeditada por convicción a un sistema dado de valores que sea ideológico, religioso o de cualquier otra naturaleza dogmática. La racionalidad comunicativa transmutada de la dimensión epistemológica de la ciencia a la formación de una democracia deliberativa es lo que propone Habermas a lo largo de gran parte de su obra. Hablamos de un tipo de racionalidad que supone de entrada la diferencia y que busca el logro de consensos en el marco del respeto a la pluralidad. Su ideal regulativo se basa en el contrafáctico de una comunicación simétrica entre actores, orientada por la lógica procedimental de la teoría de la argumentación para suprimir al máximo las distorsiones comunicativas. Contrafáctico porque no hay tal simetría, tal paridad entre los actores sociales que participan de un diálogo que apunta al entendimiento y a la deliberación. En realidad hay asimetría de acuerdo con las competencias comunicativas y los capitales económico, político y cultural que cada quien tiene a su disposición. Empero, la simetría comunicativa es un ideal regulativo en tanto y en cuanto que regula nuestras críticas y acciones dirigidas a superar las asimetrías generadas por las formas de dominación. Un ejemplo: teniendo en mente el ideal de la simetría comunicativa puedo ejercer una crítica a la educación que no educa para desarrollar nuestras competencias de crítica y de argumentación, competencias que permitan develar las falsedades que la comunicación distorsionada, ideológica, aquella que quiere imponernos unas creencias, ideas y formas de actuar mediante una retórica orientada por intereses estratégicos de dominación. Si la educación no nos forma en esas competencias ni tampoco nos ayuda a comprender las lógicas del poder económico, político y mediático de nuestras circunstancias, entonces, la educación juega a favor de la dominación. El ideal regulativo de una comunicación paritaria y libre, dirigida al entendimiento, me permite realizar esta crítica y, a partir de la misma, emprender acciones encaminadas a superar estas adversidades. El esfuerzo metodológico comprensivo de la ciencia social modela, a juicio del sociólogo alemán, este tipo de racionalidad amplia que propone como base para una vida democrática efectivamente participativa y protagónica.

Habermas rechaza la negatividad abstracta de Horkheimer y Adorno, sus maestros. A su entender, la crítica de la racionalidad instrumental y estratégica queda en el vacío, carece del paso propositivo teórico-práctico, se mantiene hermética dentro de su propio paradigma cartesiano de la conciencia. De hecho, la obra de sus maestros, como la de otro monumental pensador, Max Weber, concluye en una aporética de la razón pues carecen del concepto de una razón comunicativa. Si la razón es sólo cálculo entonces Auschwitz y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki son racionales en tanto que perfecto cálculo guiado por criterios estratégico-instrumentales de eficacia y eficiencia, de mayor rapidez, menos costo, mayor calidad en la consecución del objetivo. Pero si Auschwitz y la bomba atómica son racionales entonces la razón es irracional, extermina seres humanos en masa de forma industrializada. Esta es la aporética referida, es decir, una autocontradicción. Para evitar esta aporética y pasar de la crítica a la reformulación de la teoría de la acción y de la racionalidad de cara a una alternativa emancipatoria se precisa apuntar al concepto de una racionalidad comunicativa, algo a lo que ayuda el modelo comprensivo de la acción social propio del análisis de las ciencias sociales.

Mas, la propuesta habermasiana no deja de ser debatida en estas ciencias, se afirma que tiende a un fuerte racionalismo orientado al consenso como ideal, aspira a que una comunicación paritaria mediada por la lógica argumentativa nos lleve a una conclusión sino única sí suficientemente sólida y reconocida por los actores participantes, en tal sentido, nos ha de llevar también a tomar decisiones aceptadas sino por todos sí por una gran mayoría debidamente ilustrada, un aspecto muy criticado por la pensadora belga Chantal Mouffe. Y es que Habermas articulando teorías de la evolución social y teorías sobre la evolución del neonato a la persona humana (ontogénesis), aprecia la emergencia de una racionalidad que se gesta en occidente y resulta convenientemente universalizable, una racionalidad que descansa en una teoría procedimental de la argumentación y que espera constituir un modelo ético-político para el desarrollo consensual de nuestras democracias modernas. En cambio, Mouffe rechaza este consensualismo racionalista. Y no le faltan buenas razones: este consenso puede encubrir las exclusiones de aquellos que no aceptan el modelo racionalista argumental occidental moderno. En otras palabras, con Habermas se corre el peligro de que el diálogo quede fácilmente reducido a aquellos que quieran jugar el juego de la filosofía occidental racionalista. Hay que dejar hablar al otro, y hay que escucharlo, con su otra racionalidad, plantea Mouffe.

Mouffe advierte que los participantes en un diálogo pueden encontrarse alienados, por lo que en ese caso resultarían consensuados intereses particulares como si fueran universales. Sería un consenso ideológico. Habermas piensa que un diálogo racional como el que propone supera las distorsiones de la alienación. Demanda que hay que entender la comunicación como inclusión, algo que retoma de los pragmatistas John Dewey y George Herbert Mead, y confía plenamente en la teoría moderna de la argumentación, especialmente la que surge a partir de 1958 con Stephen Toulmin, una lógica argumentativa que se pone en un lugar intersubjetivo que va más allá de la lógica formal y matemática monológica, una lógica argumentativa que, por el contrario, se basa en el diálogo en el que se presentan oposiciones, como ocurre en un tribunal de justicia con las figuras del fiscal y el defensor. Mouffe impugna esta posición como una propia de la cultura occidental, esto es, impugna el carácter universalizable que le otorga Habermas.

Para Mouffe, las formas democráticas no dejan de tener una naturaleza agonística, que no ha de entenderse en un sentido bélico sino en el de una confrontación de adversarios que se reconocen como legítimos bajo un espacio simbólico compartido. Habla de un «pluralismo agonístico», piensa que el objetivo de la política democrática es construir un «ellos» que deje de ser percibido, eso sí, como un enemigo a destruir y se conciba, más bien, como un «adversario», es decir, como alguien cuyas ideas combatimos pero que dispone de todo el derecho a defenderlas. De tal forma, Mouffe reconoce la importancia del consenso, de un «espacio simbólico común» según su propia expresión, de un acuerdo moral mínimo sobre el espacio agonístico, sobre el disenso, que permita desarrollar en paz la relación entre adversarios legítimos. Lo que no acepta es que ese consenso resulte racional y definitivo, pues ello sólo puede conducir a actitudes autoritarias que anulan la diversidad. Y en ello estoy de acuerdo, como también estoy de acuerdo con la propuesta habermasiana del ideal regulativo y contrafáctico de un consenso que incluya a los afectados en la toma de decisiones. Así, más allá de la discusión en torno al racionalismo, Mouffe y Habermas podrían seguramente acordar que el reconocimiento del disenso supone el consenso de fondo de participar en un diálogo razonable por no excluyente y al menos tolerante. Y ello nos lleva de nuevo a la comprensión y a los aportes de las ciencias sociales a nuestro tiempo, unas ciencias sociales que no rehuyen de su origen filosófico y mucho menos de hacer propuestas para una mejor convivencia humana. No solo Mouffe y Habermas nos han propuesto un modelo para construir una democracia deliberativa con claras bases éticas, podríamos sumar a otros, pienso ahora en Katl Otto Apel, en John Rawls, en Seyla Benhabib que introduce una maravillosa óptica feminista y ecológica en ese diálogo democrático, pienso en nuestros pensadores poscoloniales que participan con las voces de latinoamérica, de África, de Asia. Pienso en tantos sociólogos y antropólogos venezolanos que nos permiten comprender nuestros problemas socioculturales y la urgente necesidad de superar nuestro modelo monoproductor minero exportador de naturaleza. Pienso en Jeannette Abouhamad, en Rodolfo Quintero, en Roberto Briceño-León, en Edgardo Lander, en Heinz Sonntag, en José Agustín Silva Michelena, en Samuel Hurtado, en Alejandro Moreno, en María Sol Pérez Schael, en tantos y tantos que no hay espacio para seguir enumerándolos. Las ciencias humanas y sociales, para decirlo con una conocida socióloga, Agnes Heller, son la autoconciencia de nuestro tiempo, una que quiere convertir nuestro sino histórico en destino compartido y debidamente elegido. Lastimosamente están fuera de nuestra educación ciudadana básica y constantemente son vilipendiadas pues resultan muy peligrosas al poder establecido. Como dice Touraine, las escuelas de ciencias sociales, que ya constituyen una forma de confinarlas a guetos universitarios, son las primeras que tiende a cerrar una dictadura, sea la dictadura política de un gendarme o sea la dictadura económica de un capitalismo que no les ve interés mercantil y sí amenaza a sus intereses egoístas. ¿Queremos, efectivamente, promover una democracia participativa y protagónica? Si es así aquí hemos dejado alguna que otra clave.



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Javier B. Seoane C.

Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela, 2009). Magister en Filosofía (Universidad Simón Bolívar, 1998. Graduado con Honores). Sociólogo (Universidad Central de Venezuela, 1992). Profesor e Investigador Titular de la Escuela de Sociología y del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela.

 99teoria@gmail.com

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