Venezuela distópica

Como decía un conocido y querido narrador deportivo, nuestro Humberto "Beto" Perdomo: "Esto está feo, muy feo".

Venezuela se nos muere. En vía crucis, cual Ave Fénix, regresa a su nido para morir. El mito nos remite a la resurrección ya antes del cristianismo. Nos remite también a los ciclos, la hermosa ave nace, muere y resurge. Como mito supone el relato, una narrativa. Nos cuenta algo, quiere significarnos algo. ¿Qué nos puede decir en este fúnebre momento este mito? ¿Podrá Venezuela, como este mítico pájaro de fuego, renacer de sus cenizas? Veamos.

El occidente moderno se ha definido siempre en contraposición al mito. Para decirlo con un reconocido filósofo, Hans Georg Gadamer, se trata de un prejuicio contra el prejuicio, de un prejuicio "ilustrado" contra lo mítico considerado como mentira irreflexiva. Desde Bacon y Descartes hasta Habermas lo mítico es lo opuesto a la Razón. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla y la modernidad ha sido bien ambigua con esto. Basta un pequeño análisis de sus hijos más queridos: el positivismo, el marxismo y el liberalismo. Los tres, si bien con sus matices, se presentan bien alineados con la razón científica, con teorías que pretenden ser fruto de la investigación empírica, de circunscribir la imaginación a los hechos. Pero pronto emerge la necesidad de interpretar los datos en función de una narrativa crítica y utópica. Crítica en la medida en que se opone a los prejuicios, lo mítico, las tradiciones atrapadas en la metafísica. Utópica por cuanto la crítica no se agota en la descripción de hechos sino que siempre anuncia un estadio histórico ulterior por lograr: el estadio positivo, el comunismo o la fábula de las abejas. Comte, Marx o Meldeville no se quedan en sus agudas observaciones, necesitan contar una historia, contar un relato.

Lo real no habla, lo real es hablado por los seres arrojados al mundo que somos, seres menesterosos de significado y sentido. La modernidad occidental quiso escapar del mito siendo inconscientemente mítica, recayendo en el mito. Resumamos la mitología moderna: hay un sujeto de la historia que es humano, de carne y hueso, dotado de una facultad racional, quien con metódico uso de esta facultad devela la falsedad de los mitos y descubre los secretos de la naturaleza para adaptarse a ella cuando se requiera y someterla mediante la técnica cuando se pueda con el claro propósito de hacer del mundo un hogar en continuo progreso. Razón, ciencia, tecnología y progreso son los mitemas de este relato mítico que se presentó antimítico. No basta enumerar, describir, hace falta relacionar y dar sentido. Dar respuestas a nuestras grandes interrogantes. Para decirlo con Popper: no hay ciencia sin conjeturas. ¿O es que acaso la teoría de la creación divina o la del Big Bang no tienen mucho de mito? Al principio Dios, nos dice una. Al principio la partícula, nos dice la otra. Y la inteligencia de la niña pregunta al sacerdote: "¿y de dónde salió Dios?" Y el prelado le responde: "misterio divino". Y en la escuela le pregunta al profe: ¿y de dónde salió la partícula? Y el científico le responde: "Estaba ahí". Misterio científico. Al principio algo pero no preguntes de dónde salió ese algo. "Cállate niña, no fastidies más".

Del mito no podemos escapar, del mito partimos. Somos seres abandonados por la programación genética de los otros seres vivos, requerimos la programación cultural que nos dé una cartografía del mundo, una que responda quiénes somos, a dónde debemos ir, qué nos cabe esperar, qué hemos de comer y por qué, cómo hemos de amarnos… El mito además cumple funciones positivas en términos de integración sociocultural: ¿Acaso ello no está presente en la idea de nación, de padres (por qué no madres) de la patria, de revolución, etc.? También tiene, lo sabemos, funciones peligrosas como sus formas de integrar por excluir, tal como el racismo, el nacionalismo, el patriarcalismo, etc. Pero al mito no se le opone la diosa Razón sino otro mito. Reconocido esto, cabe agregar que vivimos tiempos polimíticos, el tiempo de la lucha de los dioses (Weber).

Pero los dioses y los mitos también se agotan. El último siglo se ha caracterizado por la distopía. A diferencia de la utopía esta nos habla de una pesadilla, de un final apocalíptico próximo, cargado de dolor, troquelado por el mal. A diferencia del siglo XIX y hasta 1914, tiempo en que predominaban las imágenes utópicas de Julio Verne o las ya señaladas del positivismo, el marxismo o el liberalismo, el siglo XX y lo que va del XXI está marcado por el temor a la destrucción nuclear, a la lluvia ácida, a una guerra de los mundos, a la aniquilación ecológica. Basta ir al cine y ver las imágenes que predominan en el género de ciencia ficción o visitar una biblioteca para conseguirse con Kafka, Orwell o Huxley, por sólo citar unos pocos. Si vamos al teatro nos conseguiremos con el absurdo. Si consultamos un tomo de historia de la filosofía veremos muchos capítulos pesimistas: existencialismo, nihilismo y todos los "post" habidos y por haber. Las ciencias sociales giran en torno a la jaula de hierro de Weber, al sinsentido del sometimiento a una sociedad totalitaria y administrada (Horkheimer).

Oswald Spengler vislumbró este estado zombie hacia 1918 cuando publicó La decadencia de occidente, un libro monumental que se volvió best seller filosófico. Spengler, al calor de la carnicería de la Gran Guerra, decía allí que el proyecto Europa, Occidente, estaba culturalmente agotado, que lo único que quedaba era su racionalidad técnica civilizatoria convertida en arma de dominación. Occidente ya no tenía nada que ofrecer de cara al sentido y significado de la vida. Spengler vaticinó que el final sería, no obstante, largo. Hablaba de dos siglos. Nos queda, según su parecer, un siglo más. En todo caso, con Spengler inicia la distopía del último siglo, acaso el más sangriento de la historia, acaso el siglo en que el mítico progreso devino barbarie de mano de la ciencia y la tecnología. Parece que el mito se agotó, que la narrativa moderna está seriamente arponeada.

¿Y América? ¿Y Venezuela? El mundo que abrió Colón a los europeos terraplanistas de la época se les presentó como el paraíso mismo, como el lugar encontrado de aquel no lugar que es la utopía. América, y nuestra "pequeña Venecia" en particular, ha sido para la vieja Europa el "nuevo mundo" que anhelaba para poder escapar de sus dantescos infiernos medievales, la imagen amigable del buen salvaje rousseauniano o la rica de El Dorado. Para los más ecologistas o para quienes buscan el lucro, América ha sido la esperanza de occidente, su tierra de gracia. Y nosotros, los habitantes de este continente, nos lo hemos creído.

Hemos hablado de la inexorabilidad del mito, hemos afirmado que desde su magma partimos. Todo pueblo tiene sus mitos. Los estadounidenses colonos se han creído sus mitos de partida, protestantes, el de la tierra de gracia y el individualista self made man (el hombre que se hace a sí mismo). Hasta en Los Simpsons lo conseguimos en la figura del fundador del pueblo, Jeremías Springfield. Y aquel individuo que no tiene éxito en el hacerse a sí mismo, el que fracasa de acuerdo con los estándares culturales hegemónicos, es apartado socialmente, despreciado. Ser rico es bueno, ser pobre es malo. El muchacho que se hace en la esquina con una ametralladora y entra a la escuela para masacrar a quien sea tiene mucho de ese individuo apartado socialmente, "fracasado". La América anglosajona heredó de la Europa protestante sus mitos. Hispanoamérica hereda los suyos de España. La mitología de esta última está asociada con los reyes católicos como figuras que comandaron una santa cruzada para expulsar a los infieles moros y reunir a los reinos ibéricos bajo la cruz de Santiago, la cruz santa que a su vez es espada militar. En ese símbolo, en esa cruz, se concentra el mito español. Con esa narrativa llegaron a América, con la Iglesia por una mano y la espada por la otra, con sus misiones evangelizadoras para vestir católicamente a los "salvajes" nativos y las espadas para apropiarse de la naturaleza dorada. Siglos después ese mito sigue constituyendo a un buen grupo de españoles. Franco interpreto su carnicería en la guerra civil como una cruzada para salvar a España de los rojos, masones y judíos. El partido Vox no parece pensar muy diferente.

En hispanoamérica Venezuela está perseguida por El Dorado. Para los españoles fue por mucho tiempo tierra de paso y de explotación, desde las perlas de Cubagua hasta el cacao. Con la cruenta independencia y los ideales republicanos llegó el mito de la Revolución, heredado de Francia y la época napoleónica y conjugado con la necesidad histórica de justificar la guerra con España rompiendo radicalmente con ella, con la premodernidad que representaba. Este mito, el de comenzar el mundo de nuevo, ex nihilo, lo compartimos con el resto de latinoamérica. A partir de la independencia nuestro continente está lleno de revoluciones amarillas, azules, rojas, de marzo, de abril, de julio, de octubre, restauradoras, liberadoras y pare usted de contar. Briceño-Iragorry en los años cuarenta contaba varias decenas de ellas tan solo en nuestro país. Cuando los mitos de la revolución y de El Dorado se conjugan tenemos el relato mítico que nos ha dominado en las últimas décadas, aquel que responde a la pregunta de ¿por qué vivimos en medio de la miseria si el país es tan rico? ¿Cómo se explica nuestra pobreza extendida si nuestra tierra tiene las mayores reservas de petróleo del planeta además de otras innumerables riquezas? Y que el relato responde más o menos así: "somos pobres en medio de la riqueza porque ésta está mal distribuida, porque unos traidores se han apropiado de ella, nos la han arrebatado". Cuando a este caldo se añade el mito del caudillo mesiánico, figura de integración social frecuentemente necesaria en sociedades devastadas por guerras, entonces la narrativa mítica concluye: "Empero, llegará un líder que combatirá y vencerá a estos sátrapas y repartirá la riqueza con justicia entre todos los hijos de la Patria".

Hemos pasado una sucinta revista a parte de la mitología estadounidense, española y venezolana. Se trata de muestras cercanas que evidencian la inexorabilidad del mito. Los mitos nos son buenos y malos en sí mismos, cualquier juicio de valor supone al menos un criterio de valoración y una relación. Así, en relación con la producción de riquezas en una tónica capitalista el mito estadounidense del "self made man" es bueno en tanto que funcional a la competencia, acumulación e inversión. El de El Dorado es disfuncional. La cruzada española resulta funcional a la conquista y reconquista de tierras pero es disfuncional a la paz. El mito del caudillo es funcional a la integración en un mundo socialmente roto mas frecuentemente disfuncional a la construcción de redes solidarias comunales autónomas, disfuncional a prácticas democratizadoras. Y por ahí vamos. Los mitos hay que ponerlos en relación con objetivos, fines, metas. Sé, por supuesto, que tras este juicio mío ya hay algo de mito ilustrado. Lo único que he querido decir es que del mito no escapamos, del mito partimos.

El último siglo venezolano ha reforzado nuestro relato mítico de El Dorado, la revolución y el caudillo. La economía política de las minas y los hidrocarburos lo ha nutrido bien. Pero hoy El Dorado está quebrado, la revolución agotada y traicionada y el caudillo ya no está. Max Weber decía que en cierto sentido el político moderno es el heredero del profeta. Si hacemos caso a Spengler, las culturas suelen ser como estrellas solares. En su fulgurante nacimiento encontramos fácilmente la figura del profeta, aquel caudillo religioso carismático que da sentido y llena de significado la vida de todo un colectivo. En el declinar de las culturas, cuando la estrella va perdiendo su combustible, lo que fulguró con el profeta ya no mueve a la sociedad. Entramos en una era nihilista. Pero mujeres y hombres, máxime en grandes crisis, siguen buscando sentidos, significados, razones de ser, razones para estar, o irse. Aquí entra el político demagogo, el que ejerce de canto de sirena para prometer nuevos paraísos, edades doradas. Suele ser una figura carismática, no con la fuerza del profeta pero sí con la suficiente para movilizar masas enteras. Tiene una narrativa, para usar el lenguaje de nuestro tiempo. Encuentra adhesiones porque tiene algo que contar, algo que ofrecer, un destino al que llegar. Su signo puede ser negativo o positivo, puede ser Mussolini o Gandhi, Hitler o Mandela. En todo caso, lo más deseable es que la mujer y el hombre de la calle tengan las condiciones necesarias para poderse formar en su propio sentido, en sus propios significados. No obstante, mientras construimos esas condiciones acaso se precise cierto liderazgo carismático constructivo.

Venezuela se muere porque está al final de un ciclo. Regresa a su nido, a su origen, para morir. En el inicio está el mito. El Dorado rentístico se agotó. El modelo de "desarrollo" económico que impulsó aquel relato ya no satisface las necesidades de un país que creció. La revolución ya no ilusiona. Se quedó vacía con el vano intento de construir desde arriba un socialismo a base de renta y despilfarro, un Dorado socialista. Quebrado el sistema económico, agotado el sistema político y con un mito disfuncional, Venezuela se acerca a su nido para finalizar un ciclo. En el horizonte unas elecciones, el 28 de julio según lo programado. Los oferentes parecen carecer de narrativa para un electorado sediento de un nuevo sentido para sus vidas en Venezuela. Hasta el momento, poco o nada tienen para ofrecer. Quienes ostentan el gobierno dicen, después de un cuarto de siglo, que tienen un proyecto en mente. No muestran contenido alguno. ¿Tendrán alguno para mostrar? Quienes ostentan la oposición en su fragmentación no dicen sino lo de siempre: "si se van ellos (el gobierno) todo cambiará". Parece que el cambio será por arte de magia. ¿Será que no tienen narrativas atractivas porque sus relatos pertenecen a nuestros mitos ya desgastados? ¿Será que en realidad unos y otros de estos oferentes, de estos candidatos, son sólo expresiones de sectores sociales privilegiados en busca de permanecer disfrutando el botín de los recursos del Estado o de quitárselo a sus actuales usufructuarios para recapturarlo? ¿Será esto lo que diferencia a oficialismo y oposición? ¿No es lo que han mostrado los dos gobiernos, el oficial y el fantasioso pero costoso paralelo? ¿O emergerá en estos tiempos funestos, distópicos, un discurso que le dé significado a un auténtico empoderamiento económico, político y sociocultural de los venezolanos en el marco de un nuevo horizonte fuera del campo minero, un horizonte sustentable, uno que nos haga resurgir de nuestras cenizas? Ojalá comience este resurgir tan pronto como el próximo domingo de resurrección. Ojalá.

 

99teoria@gmail.com



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